Zarzuelas de Madrid

Varios de los creadores del casticismo madrileño no habían nacido en la capital de España: Galdós era canario; Tomás Bretón, el autor de «La verbena de la Paloma», salmantino; Ruperto Chapí, el de «La Revoltosa», alicantino, igual que Arniches; Valle-Inclán, gallego… En Madrid, a diferencia de los nacionalistas paletos, no se le preguntaba a nadie de dónde venía.

En las fiestas de San Isidro, conviene recordar algunas de las muchísimas músicas dedicadas a Madrid. Dejando a un lado, esta vez, la música clásica, de Boccherini a Isaac Albéniz y Enrique Granados, y la canción popular, de Pepe Blanco a Joaquín Sabina, no cabe duda de que la música madrileña por excelencia es la de la zarzuela y el género chico: en realidad, como siempre repito, «género grande», chico sólo por la duración (es mejor hablar de «teatro por horas»). Lo dijo Saint-Saëns, al escuchar el dúo de «La Revoltosa»: «¿Es posible que llamen a esto género chico? Lo hubiéramos firmado muy a gusto Bizet y yo».

Zarzuelas de MadridSe trata de un género que alterna partes recitadas con otras, cantadas: lo mismo que hacen la ópera cómica francesa, la ópera buffa italiana y la opereta vienesa. Además de sus méritos musicales y teatrales, posee un valor histórico indudable: expresa la manera de ser y la vida cotidiana de los madrileños.

«El barberillo de Lavapiés» (1874), de Barbieri, situado en el Madrid de Carlos III, muestra la influencia de las tonadillas escénicas dieciochescas. Paloma, la costurera protagonista, ejemplo de lo popular y castizo frente a los nobles afrancesados, nació en la calle de ese mismo nombre, que la simboliza: es limpita, salta y brinca, no tiene garras ni hiel y busca un palomo: «¿quién será él?».

A fines del XIX, florecía el «apropósito», una especie de comentario teatral a un tema de actualidad. Calle Ancha –¡imagínense!– se llamaba a la actual de San Bernardo. Cuando se decide abrir una nueva, más amplia, imitando lo que se ha hecho en París (por eso la llamarán, en broma, «la Grande Rue»), se estrena «La Gran Vía», de Chueca, una «revista madrileña cómico-lírica-fantástico-callejera». Parece mentira que, a partir de una anécdota tan nimia, se pueda escribir una obra tan genial, tan divertida: las calles y plazas de Madrid se alborotan cuando la «señá Municipalidad», a pesar de su edad, anuncia que va a parir una nueva; los coros populares se burlan de un petulante Caballero de Gracia; la «pobre chica» que «tiene que servir» sisa, coquetea con un «melitar» y camela a «un abuelo, que el pobre está lelo», para convertirse en ama; un trío de simpáticos «ratas» escapan de las ratoneras de la policía y escandalizan nada menos que a Federico Nietzsche: «Es lo más fuerte que he visto y oído: genial, imposible de clasificar».

El sainete musical madrileño alcanza su cumbre con «La verbena de la Paloma» y «La revoltosa», dos preciosos cuadros de costumbres, verdaderos documentos históricos, como ha subrayado Carlos Seco. En la primera, se admira don Hilarión de que «hoy las ciencias adelantan / que es una barbaridad». Como Pablo Iglesias (el fundador del PSOE, no el actual), Julián es «un honrado cajista»: los obreros con mejor sueldo y mayor conciencia social. ¿Cómo no comprender que, al pobre don Hilarión, a pesar de su edad, le hagan tilín «esas lindas chulapas»? El sereno y el guardia, las voces del pueblo, repiten la eterna queja: «¡Buena está la política…! –¡Sí, sí, bonita está! –Pues, ¿y el Ayuntamiento?». No hemos avanzado mucho… Sigue siendo válido el consejo: «¡Hay que comprimirse!».

En «La Revoltosa», en un patio de la calle de Embajadores, los mayores juegan a las cartas, mientras el joven Felipe, loco por Mari-Pepa, «la del manojo de rosas», le canta su amor: «De mí, ¿qué sería, sin ti?».

Ese mismo verano, los madrileños combaten el calor tomando «Agua, azucarillos y aguardiente», por la noche, en un aguaducho del Paseo de Recoletos; pregonan su mercancía los barquilleros, que viven en la Ronda de Embajadores; las niñeras sienten nostalgia de su tierra gallega («Cuándo me iré / a mi lugar,/ que el farruco me manda llamar») y los niños juegan al corro, entonando una melancólica canción tradicional: «Arrión, tira del cordón,/ cordón de la Italia, / ¿dónde irás, amor mío / que yo no vaya?».

El año del Desastre, 1898, es, también, el año de los sainetes. Los madrileños se consuelan con las fiestas populares; así, en «El santo de la Isidra»: «Alegre es la mañana / y hermoso el día; / hoy va a ser cosa buena / la romería». En una época de atentados, se burlan del anarquista radical Wamba, que podría prestar su proyecto al actual Podemos: «El día que yo gobierne, / si es que llego a gobernar, / lo menos diez mil cabezas / por el suelo rodarán. / Haremos de carne humana / la estatua de Robespier (sic)/ para que sirva de ejemplo / el mártir aquél…». Sentencia Benavente: «El ritmo de Chueca no es inferior al “Pélleas” de Debussy».

Saltemos en el tiempo. Contra lo que se suele creer, la Segunda República, en la época de las vanguardias, no desdeña el casticismo madrileño: el Teatro Calderón se convierte en la sede del «Teatro Lírico Nacional de la República». En el Pavón, se estrena «Las Leandras», de Alonso: Azaña escucha a Celia Gámez cantar el pasacalles «Los nardos» («Por la calle de Alcalá») y se divierte con la alusión del chotis «El pichi»: «Se lo pués decir a Victoria Kent /, que, lo que es a mí, no ha nacido quién». (En la posguerra, se eliminará el nombre propio: en vez de Victoria Kent, «a un pollito bien…»).

Pepita Embil triunfa con «Luisa Fernanda», de Moreno Torroba. Por eso, hoy, sigue cantándola su hijo, Plácido Domingo: «De este apacible rincón de Madrid…» ¿Apacible, en 1932? En esos años convulsos, la zarzuela es un refugio para la nostalgia. Las damiselas piden un buen novio «a San Antonio, / como es un santo / casamentero» y sueñan con madrigales, a media voz, «a la sombra de una sombrilla».

Todavía en 1934, en «La chulapona», de Moreno Torroba, el organillero Chalina gasta chirigotas a «las chicas de Madrí» (sic) y Manuela, «La Chulapona», sigue escuchando requiebros, «al pasar por la calle / de Calatrava».

Ese mismo año, «La del manojo de rosas», de Sorozábal, continúa cantando a la «madrileña bonita, / luz de verbena; / eres como un ramito / de hierbabuena». Pero otras voces más lúgubres comenzaban a sonar…

Historia y poesía, humor castizo y músicas pimpantes, las ilusiones y las penas de un pueblo: el género chico nos da todo eso. El arte auténtico no pasa de moda, aunque cambien las costumbres que lo inspiraron. Lo dice un personaje de «La Gran Vía»: «En este Madrid se ven / cosas que son un encanto»... Gracias a la zarzuela, seguimos disfrutando, al verlas.

Andrés Amorós, catedrático de Literatura.

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