Nuestro mensaje no llega a los ciudadanos. Esta es una excusa muy socorrida de gobiernos en dificultades políticas, afectados de retrocesos en la aceptación popular. No comunicamos bien, se lamentan ministros y dirigentes de los partidos afectados. Y a veces es verdad, pero no siempre. Justamente ahí está empantanado en este momento el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. La paradoja resulta atractiva. ZP, el gran comunicador que pasó del anonimato a líder del PSOE y a la Presidencia del Gobierno, gracias en buena parte a la magia de la imagen y la palabra, resulta que ahora anda perdido en este callejón del déficit comunicacional.
ZP no ha tenido, ni tiene, ningún problema de comunicación. La comunicación es una habilidad innata o adquirida que permite a un emisor hacer llegar su mensaje nítidamente a los receptores. Zapatero tiene, además, la virtud del que sabe interpretar lo que están esperando oír y entender los que le escuchan, ven o leen. O sea, que es un estupendo comunicador, con su ceja, su talante y sus embates ideológicos a la derecha. Y, además, mejora claramente en escenarios electorales.
La rebaja de los 400 euros, la modificación de la ley del aborto, el excelente acuerdo de financiación autonómica y el plan de subida de impuestos a los acomodados, por poner solo algunos ejemplos, han llegado al ciudadano con toda claridad. Contrariamente a lo que pudiera parecer por las lamentaciones sobre el funcionamiento de la comunicación gubernamental, esta cumple y todos sabemos lo que ha hecho y lo que quiere hacer el Ejecutivo de ZP.
¿Entonces, qué le sucede al quejoso Gobierno de Zapatero? Todos los síntomas parecen indicar un error en el diagnóstico, propio de la típica confusión de la comunicación de la política con la política de comunicación. Se parecen mucho pero no son lo mismo. Comunicar la acción de la política es relativamente sencillo, disponer de una política de comunicación que permita convertir la información en influencia, la gestión en estado de opinión favorable, es bastante más complejo.
Cuando el viento es favorable, cuando se nada en la abundancia económica y la música de las encuestas suena a celestial, la diferencia entre una cosa y otra pasa más desapercibida si cabe. La euforia, entonces, hasta permite pensar que en este campo todo es posible, incluso que el carisma del líder es garantía más que suficiente para ganar la opinión pública.
La política de comunicación se construye con la suma de decisiones del Gobierno que afectan al sector empresarial y profesional de los medios de comunicación, entendido este en su sentido amplio (incluidos los intereses de estos actores en otros campos económicos, se entiende). Es una simplificación, claro, pero imprescindible para no perdernos en las ramas de otras especialidades que ayudan a completar esta política: desde estrategas, analistas, creativos, periodistas y un largo etcétera que no viene al caso.
Es el Ministerio de Economía, con sus recortes presupuestarios; Industria, con sus regulaciones y licencias audiovisuales; Cultura, con sus ayudas y subvenciones; Fomento, con su apetitoso presupuesto publicitario; la vicepresidencia, con el desarme publicitario de RTVE, y así uno a uno, todos tienen su protagonismo, a veces inconsciente, en la elaboración de una política de comunicación.
Luego, unos profesionales la gestionarán y unos portavoces, entre ellos el propio Zapatero, la protagonizarán. Salvo el presidente, naturalmente, lo más probable es que ninguno de estos profesionales haya participado de las decisiones claves que conforman dicha política, nacida las más de las veces sin coordinación alguna. Generación espontánea, efectos globales.
La política de comunicación es a la comunicación política lo que la red al trapecista. El artista corre peligro si los eficientes operarios del circo no instalan o no disponen de una red en condiciones. Me parece que en esta situación vive hoy Zapatero.
Sin entrar en el detalle de los frentes políticos abiertos ni en la justicia de las críticas que se le lanzan en este momento, todo parece indicar que el gran inconveniente del Gobierno no es que no comunique correctamente, sino que ha perdido la batalla de la opinión pública. Y esta batalla no se libra únicamente generando información o planificando campañas publicitarias.
Para ganar la opinión pública primero hay que imponer la agenda política que más le convenga a uno y luego contar con los apoyos necesarios, las alianzas más efectivas de entre las maquinarias de creación de opinión, para apoyarla, desplegarla, defenderla hasta asegurarse las condiciones que garanticen su aplicación y el beneplácito del elector. Salvando, lógicamente, el papel que corresponde al Parlamento y sus mayorías.
No es la primera vez que un Gobierno está en desventaja en la opinión pública de su país. Cuando esto pasa, el gobernante tiende a sentirse aislado, víctima de una operación de acoso. En las facultades de comunicación se recuerda aún el malabarismo de Felipe González cuando, amenazado por denuncias de toda suerte de corrupciones (probablemente injustas en algunos casos), se lanzó a teorizar sobre las diferencias entre opinión pública y opinión publicada. La historia demostró la indiscutible fuerza de la opinión publicada para imponer sus argumentos a la opinión pública.
Jordi Mercader, periodismo.