Zuloaga en una fea época

Sé que buscar una virtud en el nacionalismo catalán puede sonar a provocación en estos días, pero aún así me arriesgaré, dentro de los justos límites y la aconsejable prudencia, a señalar como signo curiosamente positivo de éste su capacidad para acabar reconociendo y adoptando como propios a los artistas e intelectuales que le fueron reacios. Es verdad que lo hace cuando éstos ya han muerto, pero lo hace. Y eso ya es un hecho a valorar en contraste con otros sectarismos políticos que hoy pasan por moderados. Dos ejemplos ilustrativos de lo que digo son Josep Pla y Salvador Dalí. Los dos se identificaron con el franquismo. El primero llegó a ser espía de Franco en la Guerra Civil y el segundo apoyó a la Dictadura incluso en los estertores de ésta. Sin embargo, hoy Pla es la ineludible referencia de las modernas letras catalanas y, en vísperas del pasado 1 de octubre, Oriol Junqueras andaba reclamando el legado de Dalí para la Cataluña independiente que imaginaba como resultado del referéndum ilegal. En estos días, el historiador cántabro Jesús Laínz, a propósito de su excelente y recién publicado ensayo «El privilegio catalán», nos ha recordado los versos de encendido tono patriótico que Verdaguer escribió a la batalla de Lepanto, al Dos de Mayo o a la Inmaculada Concepción como patrona de España y que no han impedido la canonización laica del Mossèn como uno de los padres de la Renaixença.

Zuloaga en una fea épocaRecuerdo todo esto para evidenciar el contraste entre esa actitud culturalmente incluyente del nacionalismo catalán, nada digno de elogio en otros aspectos, y la mentalidad excluyente en todos los ámbitos de otras tribus ideológicas como la del nacionalismo vasco, que conserva intactos su odio aldeano a lo diferente, su mezquindad sectaria y su falta de grandeza fundacional. El nacionalismo vasco no perdona a Unamuno que no fuera de los suyos y por esa razón éste no ha tenido la casa-museo que merecía en Bilbao. Se trata de una ideología irreductible en sus fobias, que lleva el estigma más allá de la muerte del estigmatizado. Es esa irreductibilidad en su revanchismo la que está sometiendo hoy al País Vasco a una llamativa involución en el debate público, que no se había producido ni en los llamados «años de plomo». Digamos que la parroquia de Arana está vendiendo el final del terrorismo y su perfil todavía bajo en el seguidismo al Procés catalán como un derecho a imponer sus dogmas, resentimientos y tabúes en espacios que exceden el ámbito político pero aprovechando, sin duda, el derrumbe político del constitucionalismo vasco y la inexistencia de una verdadera oposición.

Un representativo ejemplo nos lo ha brindado la reciente exposición que, con el título «Zuloaga en el París de la Belle Époque», ha ofrecido en Madrid la Fundación Mapfre. A 148 años del nacimiento del artista eibarrés, me ha sorprendido toparme en mi tierra con artículos que negaban el «sentido social» de su pintura o su «condición de vasco». En el primer caso, el mojigato reproche venía del historicismo marxista más rancio. En el segundo, se invocaba, como palabra sagrada, el «Quousque tandem», el libro en el que Oteiza jugó a convertirse en «el Heidegger de Orio» y comenzó postulando un arte nacional para acabar dictando qué artista era vasco y quién no. A esas objeciones se sumaban otras igualmente tópicas, como la de la identificación del pintor con la España negra y su adscripción al franquismo, como si en ésta última Zuloaga hubiera estado generacionalmente solo. Más útil que tachar al artista de reaccionario sería preguntarse por qué una buena parte de los padres intelectuales y espirituales de la República, entre los que se halla el propio Zuloaga, renegaron de ésta. En cuanto a la acusación de pintor tenebroso, cabe reseñar que se contradice con la de «burgués frívolo» y abunda en una vieja cantinela que es la que desató la famosa «cuestión Zuloaga» en 1898 a raíz de un cuadro –«Víspera de la corrida»– que el pintor quiso presentar a la Exposición Universal de París de 1900 y que el Comité Español descartó con el argumento de que daba una imagen atrasada de nuestro país. Que hubiera una polémica semejante a finales del siglo XIX tiene su explicación porque España vivía, en efecto, un atraso secular que fue el tema de toda la Generación del 98. No la tiene, en cambio, en el presente, en el que ese atraso es una etapa superada y lejana. Imaginemos a un Comité Mexicano que obstaculizara la promoción comercial del «Pedro Páramo» de Rulfo con el argumento de que esa novela da una imagen nacional atrasada o a una Comisión Colombiana que se hubiera opuesto en 1982 a la concesión del Nobel de García Márquez con idénticas razones.

No es extraño que Unamuno terciara a favor de Zuloaga en la polémica sobre su vasquidad porque él mismo fue (y aún es) víctima de esos estigmas y porque su coincidencia con el pintor le ponía de su lado incluso frente a la otra objeción: la de la negrura de su pintura. Cuando Rubén Darío se queja de la escasa receptividad que tienen en Francia sus poemas modernistas, Unamuno le dice en una carta que «es natural que París no descubra a los hispanoamericanos mientras éstos no vayan a descubrirle América en vez de darle un reflejo del mismo París». O sea le aconseja exactamente lo que harían los novelistas del «boom» latinoamericano y lo que hizo Zuloaga con respecto a su patria: no ir a París para imitar las vanguardias, que lo habrían convertido en «uno más», sino asimilar de éstas lo que le interesaba para renovar la tradición española. Zuloaga hace en la pintura lo que hizo García Lorca en la poesía. Ubicar a este último en la negrura hispánica por escribir «La casa de Bernarda Alba» o «La muerte de Antoñito el Camborio» sería ignorar su grandeza y negar una sustancial parte de él. Lorca es el «Romancero gitano» y es el «Poeta en Nueva York» como Zuloaga es el retratista de «El enano Gregorio el botero» pero también el de esa deslumbrante Condesa de Noailles que nos mira tumbada en una chaise longue y que uno recuerda como una experiencia estética de las tardes perdidas de la adolescencia en las que frecuentaba el Museo de Bellas Artes de Bilbao, donde, por cierto, Zuloaga aún no tiene una sala propia, incomprensiblemente.

La exposición sobre la experiencia parisina de Zuloaga fue un inteligente esfuerzo por situar en el marco de la cultura europea a un artista cosmopolita que se movió por el viejo y el nuevo continente, como por toda España, sin prejuicios ni complejos. Fue una esclarecedora «exposición de contexto» que le hacía justicia a un artista que no viajó a París para copiar a Gauguin sino, al contrario, para que le terminara imitando el mismo Émile Bernard a quien Gauguin había imitado. El París de las vanguardias le sirvió a Zuloaga para ratificarse en esa convicción de que el arte se justifica por sí mismo, que tanto crispa a quienes, desde el nacionalismo sabiniano o el realismo socialista, coinciden con el nazismo en considerar «arte degenerado» al que no rinde ortodoxamente cuentas a una idea nacional o a una ideología social. La exposición de «Zuloaga en el París de la Belle Époque» no merecía, en fin, este viaje de Zuloaga a la Euskadi de esta fea época. No merecía resucitar en su tierra todos los viejos prejuicios y extemporáneos litigios contra el artista. Era más bien una gran ocasión para lo contrario, para zanjarlos y darle en el museo bilbaíno esa sala que se le ha negado por unos motivos más intencionados, conscientes y perversos que la clásica desidia institucional.

Iñaki Ezkerra, escritor.

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