No a la rendición preventiva

Por Jorge Moragas, diplomático y diputado del PP (ABC, 17/03/05):

España va a sufrir en los próximos meses un profundo proceso de revisión que combinará eternas sesiones de diván parlamentario con mucho pacto opaco y bastante enjuague periférico. Este segundo acto de la función de la rendición preventiva que se anuncia, contará con un reparto variopinto donde oportunistas y demás trileros de lo nacional buscarán acuerdos con el inmaculado Gato de Alicia. Mientras tanto, ya hemos presenciado el primer acto de la rendición preventiva.

España ha sido hasta hace muy poco una referencia internacional de prosperidad, modernidad y responsabilidad. No es este un mérito atribuible en exclusiva a un solo partido político ya que en los últimos años que precedieron a la primera victoria de José María Aznar, España ya era reconocida en el mundo como una nación rejuvenecida que apuntaba buenas maneras. Sin embargo, fue en los últimos ocho años cuando nuestro país dio un salto no exento de riesgos para reclamar con argumentos, resultados y compromisos tangibles un lugar en el exclusivo grupo de las naciones que nunca llegan tarde a las grandes citas históricas. Muchos de los españoles que sólo recordamos de Franco la semana de vacaciones que nos dieron en el colegio, hemos crecido con una conciencia nacional algo torpe porque nuestro país había llegado tarde a todo y porque la dictadura había atrofiado la conciencia nacional con su apropiación indebida de todos los símbolos nacionales. Nos sentíamos europeos pero sufríamos la sensación de que la historia nos había orillado. Los americanos y la libertad que sembraron en Europa pasaron de largo y a nosotros nos tocó nacer y vivir en un viejo país ineficiente, algo así como España entre dos guerras civiles que diría Gil de Biedma. A los españoles de mi generación nos tocó vivir esa segunda guerra civil de las palabras y los rencores que la izquierda gobernante sigue estirando como un viejo chicle desabrido. Pero España salió adelante. En los últimos años ese esfuerzo se convirtió en una determinación muy clara para explicarle al mundo que España renunciaba al carácter efímero de todo país de moda, es decir, España estaba dispuesta a asumir riesgos y responsabilidades en el mundo libre. Luego pasaron muchas cosas, errores y aciertos hasta que un once de marzo nuestro país fue cobardemente atacado. La democracia española fue violada y el autor del estupro sigue libre, es más, muchos no quieren que conozcamos el nombre de nuestro enemigo. Esta es la paz perpetua de los cementerios.

Pero volvamos al tajo inmediato y recordemos que nunca es aconsejable hacerse trampas en el solitario. La imagen exterior de la España de hoy es como una de esas putas tristes que dan título a la última y senil entrega de García Márquez. Pero no nos engañemos, la descapitalización de la política exterior española actual nos entristece sólo a una minoría del hemiciclo en donde reside la soberanía popular. La mayoría parlamentaria de izquierdas cabalga a horcajadas sobre un programa político de borrón y cuenta nueva dictado por aquellos que ven en la debilidad del gato Zapatero una irrepetible ventana de oportunidad para constituir un nuevo Estado gaseoso. Y en esa tarea de tabla rasa que se han encomendado, qué mejor que comenzar por descoser las costuras que nos daban forma y presencia en el mundo. Muchas gentes de la izquierda no son conscientes de esta estrategia de renuncia, y no lo son seguramente porque albergan la ingenua creencia de que la diplomacia internacional es sólo un arte de gente bien educada en donde la sonrisa vale tanto como la inteligencia. Esa visión algo cateta de la política internacional es la que el actual Gobierno intenta inocular a una sociedad española que desea la paz, ama la libertad y cree en la democracia. La política exterior es un campo de batalla en el que los actores ganan cuando defienden sus intereses con más coraje e inteligencia que el adversario. Ahí fuera no existe el vacío de poder y pese a la retórica del lenguaje diplomático, ahí fuera no hay amigos sino aliados e intereses que defender. Los Estados serios no renuncian a sus intereses por la amistad. Lo siento, pero como dicen los viejos políticos, quien quiera un amigo que se compre un perro. Cuando uno cede una posición la acostumbra a perder para siempre. En el tablero internacional, el precedente pesa igual que lo hace una carta en la mesa de una partida seria. Se llame esa carta Estados Unidos, Europa, Sahara, Cuba o Gibraltar. Y cuando se ceden muchas manos lo que acostumbra a ocurrir es que a uno lo empiezan a reconocer por su estilo de mal jugador. Y mientras nuestro Gobierno promueve la politización del sueño con la paz perpetua y la alianza de las civilizaciones, sus aliados parlamentarios y los nacionalistas que todavía no lo son, se frotan las manos al comprobar cómo el prestigio de España se diluye como un azucarillo en la taza de la que sólo beben las naciones poderosas del mundo, las naciones que no dudan sobre su identidad y su fortaleza. Para esos mercaderes de identidades, esta renuncia a la posición de España en el mundo es el prólogo ideal para la segunda rendición preventiva, la nacional.

Que la sociedad española prefiere la tranquilidad a la crispación nadie lo discute. Pero pensar que ese reclamo de serenidad pueda convertirse en un salvoconducto para la narcosis colectiva es confundir la inquietud de una sociedad perpleja ante un agrio debate político con la voluntad de que desaparezca el mismo debate político. En aras de la serenidad colectiva y de esa nueva contribución a la historia del pensamiento político español que es el talante, no podemos dejar que se nos imponga con calzador una nueva censura que impida el libre contraste de ideas y convierta en excéntrica nuestra disidencia con la nueva realidad nacional. A muchos les gustaría proclamar con nuestra aquiescencia la nueva república multinacional de lo políticamente correcto porque en esa nueva dictadura de terciopelo, muchos hombres y mujeres libres seríamos condenados a deambular como radicales en la periferia del poder de un nuevo estado postmoderno. La generación de los que nacimos en los sesenta o más tarde y nos situamos en el centro político abierto a la derecha democrática y liberal, tenemos ahora un deber antipático si queremos impedir el empobrecimiento intelectual y sentimental de nuestro país. Podríamos tener la tentación de adaptar nuestras ideas y principios a la humana necesidad de no sentirnos excluidos de esa nueva mayoría socialista y nacionalista que dice representar a la España joven. Si nos dejamos envolver por ese almibarado complejo estaremos practicando la rendición preventiva en nuestra propia casa. Por eso los hijos de ese baby boom tenemos hoy el deber de utilizar nuestra imaginación y nuestra fuerza para generar una ilusión y un nuevo campo magnético en torno a un ideal liberal y a una idea de España que sigue más vigente que nunca. Por lo menos deberíamos intentarlo, ¿o no?