Seamos vulgares (como mandan los cánones)

Por Manuel Mantero, escritor y catedrático en la Universidad de Georgia, Estados Unidos (ABC, 03/09/05):

... La pregunta de la razón de ser famosos los desprovistos de talento tendría que contestarse desde la voluntad de quienes los encumbran: la gente. No toda la gente, o habría muerto la esperanza...

En la revista «Radar», cuyo primer número acaba de publicarse en Estados Unidos, leo un interesante artículo, titulado «Famous for what?» («¿Famosos por qué?»). Lo escribe Daniel Radosh, y en él denuncia el triunfo actual de la imagen sobre la verdad, del éxito sobre el talento y del oportunismo sobre el trabajo. Lo que importa es el engaño, la impostura a cualquier nivel de nuestra sociedad. Debajo de la máscara -afirma Radosh- sólo hay máscaras.

Yo quisiera ir más allá. La pregunta de la razón de ser famosos los desprovistos de talento tendría que contestarse desde la voluntad de quienes los encumbran: la gente. No toda la gente, o habría muerto la esperanza. En esta hora, en esta sórdida epifanía de la frivolidad, las grandes compañías despiden a sus empleados de siempre y los contratan muy baratos fuera; los gastos militares de Estados Unidos suponen la mitad de los del mundo entero; una guerra -la de Irak- ensombrece cada día más la presidencia de Bush y la valoración internacional de su país; las cuentas de ahorro de los americanos se llenan de telarañas, no de dólares; la sindicación de los trabajadores ha bajado, en el término de cincuenta años, de un treinta y dos al doce y medio por ciento de la fuerza laboral, y en el sector privado sólo pertenece a los sindicatos el ocho por ciento de los trabajadores. Etcétera. ¿Reacción de la gente? Idolatrar a los famosos, a su aura de vulgaridad; el público quiere olvidar problemas y quiere parecerse al famoso, en el que se ve reflejado. Es uno de los suyos, aunque el famoso viva muchísimo mejor.

Los famadictos por asociación (perdonen el neologismo) en España no son menos adictos a la fama. Y cómo esquivan los problemas nacionales. Casi nada, la propiedad de la vivienda constituye el ochenta por ciento de los activos y hay que romperse la inteligencia pagándola; desordenan el litoral español y lo geometrizan con feos edificios legales e ilegales; cada vez se instalan en España menos empresas extranjeras; la Unión Europea prepara cortes al chorro de euros recibidos; en el País Vasco, Galicia y Cataluña algunos locos organizan la ceremonia del descuartizamiento nacional; a la Constitución española, ante las reformas que vienen, le tiemblan de miedo los artículos de su texto (iba a decir articulaciones); el terrorismo nos dirige su foco como una circular amenaza diaria..., estos son problemas serios, y el famadicto prefiere lo no serio, prefiere imitar la brillante vacuidad de los llamados famosos, vestir como ellos, hablar como ellos, andar como ellos. Ser ellos.

De los tres votos religiosos tradicionales de pobreza, castidad y obediencia, el famadicto se pirra por el tercero, el de obediencia. ¿Los otros? De pobreza nada, todo lo contrario; su única pobreza deseada es la de ideas. Admira al que hereda o gana mucho dinero, se emboba con los sueldos de futbolistas y estrellas de cine. No importa que algunos personajes habituales en la prensa o la televisión rosa hayan conseguido su fortuna saltándose la ética, incluso delinquiendo; les envidian el don picaresco de sus enjuagues. Si, como decía san Francisco de Asís, el dinero es tan despreciable como mierda de burro, para el famadicto el dinero es mierda de oro. Admiran en los millonarios fulleros la avaricia de un carácter que yo llamaría nibelungo -no sabrán qué es eso-, en recuerdo de aquellos famosos enanos de las leyendas germánicas, que destacaban por sus riquezas, sus chulerías y sus trucos de hampones.

En cuanto al voto de castidad, vale para el famadicto lo contrario, el voto de lujuria, en imitación de sus dioses efímeros. Han degradado el erotismo a pornografía, y casi nadie se escandaliza por los sucesos amatorios de tantas figuras de pacotilla y sus insomnios genitales. El tercer voto, el de obediencia, lo practican hasta extremos ridículos los famadictos; yo he conocido a un alcalde de pueblo andaluz que pidió que lo enterraran envuelto en la bandera de su equipo de fútbol. Otro ejemplo: entiendo que haya personas republicanas en España, pero ¿nostálgicos de la Segunda República, la de 1931? ¿De «esa» República? ¿La que tuvo diecinueve gobiernos en poco más de cinco años? ¿La que padeció más de cuatro mil huelgas? No me alegra el mínimo peso social de los sindicatos en Estados Unidos y, por ello, la casi inexistencia de huelgas, pero me llenaría de pavor su multiplicación incontrolada.

Si el famadicto adora la popularidad, será fanático de los cánones que le imponen desde arriba. Cánones son modelos a imitar, son listas, reglas, y asentir al canon proporciona la llave para entrar en lo políticamente correcto. Los cánones hoy son sustituidos a gran velocidad, pues así interesa a la comercialización de las modas; el público (especialmente el joven) se renueva, y el famadicto sólo impone una condición, la persistencia de la mediocridad. Claro, es difícil olvidarse de algunas cosas. Por ejemplo, yo he leído novelas incluidas en el canon de lo que hay que leer (según determinados Fulanos), y son memorables..., memorables por malas. Hoy aguantamos a mucho novelista-taxista, cobra por llevar a los lectores-viajeros a donde éstos quieren, a su territorio de frivolidad, cuando toda novela ha de ser un viaje, pero pensado por el novelista. Los críticos literarios, tan cambiantes según sopla el aire -ojo, no todos-, debieran ocuparse de los libros como los médicos hacen con las personas que van a una revisión: confirmar que se encuentran bien, o señalar sus carencias, sin apelar a curanderías de moda; pasado mañana serán basura. Hay libros que presentan la viva imagen de la salud, son fortaleza y dan fortaleza. No tienen que tratar de temas optimistas, a mí me encanta la obra de Leopardi, tan pesimista; me ocurre igual con la de Schopenhauer. ¿Razón? Son dos escritores formidables, y además me obligan a meditar y sentir, aunque no pueda compartir muchas de sus ideas. Sirven para provocarme y reconocerme. Por favor, señores críticos (no todos): abandonen su despotismo ilustrado, no pasa de nepotismo sin ilustración.

Uno de los rasgos distintivos más odiosos del famadicto consiste en el abuso de la frase hecha, del cliché. Los clichés están ahí, ruinosos en su asilo de tiempo, y los famadictos los emplean porque así imitan a los famosos -escritores o no- que acuden a lo erosionado en busca de socorro: merecerían ser miembros de lo que Dickens llama el Departamento de la Palabrería. Y hay quienes usan los clichés mal por simple ignorancia, no en procura de una transgresión que rejuvenezca el idioma. Los lectores recordarán a cierta popular señorita que soltó aquello de «estar en el candelabro» por «estar en el candelero». Yo tengo un ejemplo mejor, el de otra señorita, aprendiza de modelo, rotunda de atracción siliconada, que en lugar de decir «tengo unos senos preciosos, como mandan los cánones», dijo «tengo unos senos preciosos, como mandan los canónigos».