Adiós, mayo, adiós

A poco que se piense, se veía venir. Pero se conoce que se piensa poco, y nos vino de nuevas. Lo reconozco: apenas llamó ligeramente mi atención, pero no dejó de ser un detalle que terminó dejándome un leve poso de inquietud en la conciencia. Andábamos por la mitad de abril cuando, no recuerdo dónde, leí un artículo de un conocido escritor español en el que manifestaba estar aburrido "de tanta conmemoración de Mayo del 68" ¡cuando todavía ni habían empezado! A este texto siguió una traca incontenible de artículos que parecía no tener fin, pero que, casi sin excepciones, adoptaba el mismo signo: un enorme fastidio, un desdén casi invencible, por lo evocado. Pareciera que, de una u otra manera, la práctica totalidad de quienes escribían acerca del asunto se sentían obligados a marcar distancia, a través de diferentes estrategias teóricas (lo que ha quedado y lo que no ha quedado, la herencia positiva y todas las patologías sociales transmitidas, la derecha y su voluntad de reescribir la historia, etcétera), de aquellos sucesos, y semejante coincidencia acaso merezca un momento de atención.

En otro lugar y en el marco de un debate diferente, escribía yo mismo hace no demasiado que mayo del 68 se había convertido en un "lugar simbólico de peregrinación para cincuentones". Tras excusarme por la autocita me atrevo a afirmar que tal vez este sea un cabo del que valga la pena tirar para explicar tanta distancia. No pretendo pasar revista a todos los artículos relevantes que se han publicado en este mes largo, ni, menos aún, señalar con el dedo ninguna opinión. La auténtica intención de este texto es la bien modesta de intentar mostrar hasta qué punto ese acontecimiento concreto que solemos subsumir bajo el rubro mayo del 68 ejemplifica bastante bien una manera de relacionarnos con nuestro propio pasado. Una manera que --más allá de la consabida retórica acerca de lo beneficioso que resulta no dejar caer en el olvido las experiencias pasadas, especialmente para no perseverar en los errores-- esconde más bien una voluntad de rehuir el examen crítico de la historia, especialmente de aquellos episodios en los que, de una u otra manera, nos vimos involucrados. Por lo pronto, hay un primer denominador común entre un amplio sector de los críticos/displicentes que han ido escribiendo al respecto y que bien pudiera enunciarse así: aquel mayo ya no tiene que ver con nosotros. Para estos articulistas, los acontecimientos parisinos estarían remitiendo a un tiempo, a una circunstancia, a un escenario político, social y cultural, con el que no les es posible identificarse, al que no pueden referir ninguna experiencia personal, del que, en definitiva, solo les es dado hacer un análisis teórico, análogo al que podrían hacer de otro momento igualmente lejano. Un segundo denominador co- mún lo compartirían precisamente aquellos que, a diferencia de los del primer grupo, reivindican la dimensión vivida de los mencionados hechos como el elemento clave para su análisis. De esta inmediatez con los hechos mismos no derivan una fidelidad a sus posiciones de entonces, como ha quedado advertido desde el comienzo del presente artículo, sino más bien al contrario. Es como si, sin atreverse a decirlo de manera demasiado abierta, nos quisieran transmitir a los lectores un mensaje parecido a este: quién más autorizado que yo, que pasé por todo aquello, para mudar de piel y adoptar ahora la posición teórica y política que considere más conveniente (por alejada que quede de mi origen). Ambos grupos, por alejados que puedan parecer en principio, comparten un supuesto nada obvio: a saber, el de que la conciencia de los individuos que vivieron una determinada situación constituye el indicador más valioso y fiable del sentido y alcance de la misma. Pero nos sobran argumentos para probar que la condición de protagonista en modo alguno garantiza el adecuado conocimiento de lo que al individuo le va pasando (a veces incluso al contrario: el más directamente afectado por algo es el último en enterarse).

Quizá, en el fondo, en ningún momento se trató de entender lo que pasó, sino de otra cosa, anticipada en la autocita del principio. Mayo del 68 hace mucho que se convirtió en el episodio fundacional de la épica de una generación. Tal función ni redime ni condena (a fin de cuentas, todas las generaciones que en la historia han sido han procedido de parecida manera). Pero sí explica algo importante. La generación presuntamente sesentayochista es una generación amortizada desde casi todos los puntos de vista. La generalizada reserva a cuanto protagonizó expresa en gran medida la prevención de muchos hacia ese grupo. Quizá quienes vivieron aquella primavera necesiten emanciparse (más vale tarde que nunca) de un icono generacional que ha acabado por convertirse en un auténtico superyo tutelar. Y quizá los hechos mismos requieran, para liberar la explosiva carga de exceso que siempre contuvieron, desprenderse del marcaje de quienes se empeñan --reivindicando la condición de protagonistas o de legítimos herederos, tanto da a estos efectos-- en apropiárselos. De cualquier forma, y por si acaso, mejor nos vamos olvidando de celebrar los 50 años del famoso mayo. Decididamente, la conmemoración ya no da más de sí.

Manuel Cruz, catedrático de Filosofía de la UB y director de la revista Barcelona Metrópolis.