Sobre la violencia legítima

Por Juan-José López Burniol, notario (EL PERIÓDICO, 25/05/06):

La reiteración de graves altercados del orden público, con su subsiguiente corolario de quemas y saqueos perpetrados por grupos de delincuentes más o menos organizados, con el pretexto de la celebración de grandes victorias deportivas, ha provocado un considerable número de reflexiones a las que nada tengo que añadir. Pero sí quiero afrontar el tema desde una perspectiva infrecuente que hace abstracción de los recientes sucesos: la de que el primer requisito para la erradicación de esta forma de violencia es la existencia de una voluntad firme de impedirla por parte de un poder público dispuesto a neutralizarla con el empleo --en toda la medida y la extensión que sean necesarias-- de la violencia legítima cuyo monopolio ostenta, por delegación y al servicio de la sociedad democrática a la que representa. Lo que nos lleva a la cuestión central y permanente de toda reflexión de teoría política: la de quién --en cualquier sociedad-- debe mandar y quién debe obedecer.
En una sociedad democrática, la respuesta es clara: debe mandar aquel a quien se manda mandar. Es decir, debe mandar quien ha recibido el mandato de mandar a través de un proceso electivo en cuyo desarrollo se hayan observado todas las garantías establecidas para preservar su pureza.
De ahí que la primera obligación de quien manda --superior en términos absolutos a cualquier otra-- sea precisamente mandar, para, luego, responder de lo mandado. Lo que trae aparejada la consecuencia de que la más grave infracción de sus deberes que puede cometer quien ostenta el poder público sea la elusión de su obligación de mandar. Da igual cual sea la causa de su inacción: la simple debilidad, el error de percepción, el cálculo electoral, los prejuicios ideológicos, el falso progresismo, la mala conciencia de abusos anteriores o la torpeza manifiesta. En todo caso, quien culposa o dolosamente provoca un vacío de poder incurre en la responsabilidad política máxima, al permitir que la violencia de algunos lesione los derechos de uno o más ciudadanos.
Un Estado es en esencia --más aún que una estructura de poder organizada jerárquicamente desde el primer magistrado al último agente-- un sistema jurídico, es decir, un plan vinculante de convivencia en la justicia articulado sobre la base del único principio ético no metafísico de validez universal: el de que el interés general ha de prevalecer sobre el particular.

ES CIERTO, POR tanto, que no todo orden es justo; pero sí lo es que no puede haber justicia sin orden: un orden fundado en aquel principio ético. De lo que resulta que este orden justo debe ser mantenido frente a los ataques violentos de quienes lo rechazan o pretenden subvertirlo. Y ha de ser mantenido a toda costa, esto es, neutralizando la violencia ilegítima de los infractores del orden jurídico con la violencia legítima de sus servidores, empleada esta en toda la medida que sea menester.
Se ha dicho que el derecho, como declaración de lo que es justo, es un producto de la autoridad de la mayoría. En esta declaración no interviene fuerza alguna, pues carece de toda violencia, pero su mandato no integraría un verdadero orden jurídico si no estuviera reforzado por una disposición jurisdiccional capaz de hacer violencia para conseguir la aplicación del derecho. Esto es lo que se quiere decir cuando se habla de la coacción como nota esencial del orden jurídico. Así, el orden jurídico puede ser violado, pero él mismo dispone de unos mecanismos de violencia ejecutiva que restablecen la juridicidad vulnerada.
Dicho con otras palabras, la definición tradicional de la justicia como voluntad constante y permanente de dar a cada uno lo suyo quedaría en el limbo de los buenos deseos sin una violencia que la haga efectiva. Así es: sin una posible violencia legítima que lo imponga, no puede haber un orden justo. "Por eso --afirma Álvaro d'Ors-- es interesante ver cómo el dulce y manso san Francisco de Sales, comprendiendo esta necesidad de una violencia que haga cumplir el orden de la justicia, añade la nota de "fuerte" en esta definición, cuando dice que justicia es la "voluntad constante, permanente y fuerte de dar a cada uno lo suyo". Lo que implica que una voluntad fuerte exige fortaleza en quien pretende ejercitarla. Por lo que puede hablarse de fortaleza política.

LA FORTALEZA política no es la del dictador que impone sus decisiones con el aparato represivo del que arbitrariamente dispone. La fortaleza política es la del representante de los ciudadanos y servidor de la ley, que preserva el orden establecido por esta con todos los medios y con todas las garantías que la norma autoriza e impone. La fortaleza política no está reñida con la prudencia que --habida cuenta de que no existe la justicia absoluta-- exige, antes de adoptar una decisión, la evaluación cuidadosa de cada caso concreto.
La fortaleza política no excluye, sino que --antes al contrario-- fomenta la prevención como recurso prioritario para evitar la represión. Ahora bien, la fortaleza política no permite eludir o dilatar las decisiones ingratas o impopulares, cuando llega el momento de mantener el orden jurídico con el empleo de toda la violencia legítima que sea necesaria. Aun al coste de que, al menos a corto plazo, padezca la popularidad de quien no ha hecho más que cumplir con su obligación de mandar.
Quizá el lector que haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí se pregunte a qué responde esta retahíla de obviedades. Tengo la percepción de que --en España-- la gente de mi generación y la inmediata siguiente no las suele tener del todo claras. De ahí que las repita de cuando en cuando.