Vuelo a Bulgaria

Por Jordi Soler, escritor (EL PAÍS, 25/02/06):

En la terminal número uno del aeropuerto de Milán, antes de que los pasajeros que viajan a Europa del Este sean sometidos al control de armas y pasaportes, puede leerse un aviso que advierte al viajero que, a partir de ese punto, abandonará el espacio Schengen, que está por cruzar la gran frontera que divide Europa de lo que el escritor lituano Czeslaw Milosz llamaba la "otra Europa". Hace unos días, cuando cruzaba esta frontera rumbo a Bulgaria, contemplé una escena que ilustra su rareza: un hombre de treinta años sostenía una conversación limítrofe, en un teléfono público, con un inglés de fuerte acento ucraniano (lo del acento lo supuse, y quizá me equivoqué, porque la noche anterior había visto en Barcelona una película que sucedía en Ucrania y los actores hablaban inglés con esa misma música). Este hombre se encontraba en uno de esos espacios indefinidos de los aeropuertos donde, si no se cuenta con la documentación adecuada, no se puede ir ni para atrás ni para adelante, y él, que estaba atrapado entre un control y otro, le reclamaba a quien lo oía del otro lado del teléfono: "No puedo entrar a Europa ni salir de ella, ¿me entiendes?". El tránsito de una Europa a la otra va más allá de los arcos voltaicos y del control de armas y pasaportes, es un tránsito que ya empieza a sugerirle al viajero que en esta Europa comenzamos a perder cosas a cambio de una salud, una seguridad y una virtud colectivas que son, desde cierto punto de vista, opinables.

No queda muy claro cómo nos hemos acostumbrado tan rápidamente a que, en un vuelo de Barcelona a Madrid, por ejemplo, al pasajero se le haya quitado el privilegio de beberse a bordo, mientras va sometido a ese proceso desgastante que es viajar encerrado en tubo a presión, una cerveza o un vaso de vino, esos dos productos típicos de la civilización europea que sirven para gozar la vida y, de paso, para relativizar el pánico que puede producir volar en avión. De un tiempo para acá comienzan a proliferar los vuelos sin bebidas con alcohol a bordo o, en el mejor de los casos, aquellos donde se nos ha dejado la opción de pagarnos la cerveza más tibia y más cara de España. Que una línea aérea controle lo que bebe un pasajero algo tiene que ver con lo que pasa últimamente en los países de esta Europa, donde a los ciudadanos se les empieza a civilizar a fuerza de controlarlos.

Más allá del espacio Schengen, una vez que el avión abandona Milán y fija su rumbo hacia Sofía, los sobrecargos ofrecen lo que solía ofrecerse en esta Europa, lo que debe ofrecer cualquier persona con un mínimo sentido de la urbanidad: una cerveza, un vaso de vino, un whisky para los más aterrorizados. Hace diez años una compañía aérea que ofreciera de beber a sus pasajeros zumo, leche o agua, nos hubiera parecido un chiste.

Recientemente el Gobierno francés ha implementado un programa para reducir la velocidad de los automóviles en las carreteras y consecuentemente sus índices de siniestralidad; el programa ha sido tan efectivo que los accidentes en las carreteras de aquel país se han reducido un treinta por ciento. Pero la causa del éxito de este programa provoca cierta desazón, resulta que los automovilistas han ido reduciendo la velocidad en la medida en que el Gobierno ha ido aumentando los controles fotográficos en las carreteras, con esas máquinas que fotografían a los coches que exceden los límites de velocidad y una semana más tarde envían a casa del conductor la multa y la fotografía de sí mismo conduciendo su bólido. El éxito de este programa se debe, más que a la conciencia y a la sensibilidad del conductor, al temor que siente de ser pillado, multado y quizá encarcelado.

Un caso parecido empieza a suceder en algunas ciudades de España, donde esos automóviles de la policía equipados con radares y cámaras van levantando multas que luego envían al domicilio del infractor, una medida efectiva pero excesivamente basada en el control policiaco del ciudadano, un control que, a la vista de proyectos como el de que los gobiernos de esta Europa espíen las llamadas telefónicas de personas que conversan de películas o de fútbol, parece que tiende a crecer y a ampliarse. La prohibición de fumar en los sitios públicos tiene que ver también con este tema, es una medida que procurará una Europa más sana pero que, sumada a todo lo que empieza a pasar, reduce todavía más nuestros márgenes de decisión. El ciudadano europeo, cada vez más acotado, ya no aparca donde no debe, no excede los límites de velocidad, no fuma, no bebe en los aviones y próximamente no dirá ciertas cosas por teléfono, y todo esto no tendrá que ver ni con su educación, ni con su madurez, ni con que sea hijo de la civilizada Europa, tendrá que ver con ese miedo infantil de ser sorprendido por la autoridad y castigado.

Evitar los accidentes y procurar la salud de los ciudadanos son esfuerzos que, sin duda, debe hacer el Estado, pero la forma en que empiezan a implementarse se parece peligrosamente a la manera en que el Gobierno de los Estados Unidos controla a sus ciudadanos, y es justamente en este punto donde Europa no debe parecerse a aquel país y hacer un esfuerzo por reorientarse. La idea es ir en sentido contrario de aquella frase del ex presidente español que nos invitaba a salir del rincón de la historia, porque lo deseable sería justamente lo contrario: husmear en los rincones de Europa, detener el corrimiento hacia la americanización y el puritanismo, buscar en ese espacio que hay entre una Europa y la otra, donde termina la Europa rica, unificada y satisfecha, y empieza la que está todavía aturdida por los regímenes comunistas, La Europa donde está todo por hacerse, donde la gente todavía vuela con copas de vino y no con zumos ni vasos de leche.