El Papa de un momento histórico

Por Antonio Moreno Moreno, Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz (ABC, 20/04/05):

No es la más apropiada una crónica contrarreloj, escrita febrilmente y a pie de televisor, tras el paso relámpago del Papa Ratzinger por la balconada de San Pedro, para trazar con devoción y respeto un perfil aproximado de su figura singular, ya en la alta madurez plateada de sus 78 años. Y menos, si quien la firma es un viejo arzobispo de su quinta, obligado a la cordura con Su Santidad y también con los fortuitos y generosos lectores de estas líneas. Pero mandan el reloj y las rotativas y no excusas que valgan. ¡Allá voy!

Con su dulzura, mesura y atractiva timidez, entra en la historia el nuevo Papa, rompiendo lugares comunes, obviedades y apreciaciones acríticas. Ingresó de Papa ayer tarde en la Sixtina, y de Papa ha salido esta tarde por la misma puerta majestuosa. Accede al Pontificado con mayor edad que Juan XXIII, el voluminoso Papa Roncalli, hoy ya beatificado. Y emprende su andadura, a la hora de la jubilación, cuando tantos han o hemos puesto en tela de juicio la longevidad y la debilidad física de los Papas. Ha salido al cuarto escrutinio y casi se tiene el atisbo de que si no llega a suprimirse en el Nuevo Estatuto del Cónclave el procedimiento electivo por aclamación pentecostal, quizá en esta ocasión habrían estado de más los cuatro escrutinios.

¿Es que los ciento quince cardenales, con una media de edad superior a los 70 años se han dejado arrastrar por la marea oceánica del fervor mundial hacia la figura de Juan Pablo II? ¿No hemos visto todos lo que, en expresión muy italiana «la rosa de los candidatos», con una docena de pétalos, todos ellos papables de alto listón? Ese era precisamente el reto de este Cónclave: ¿Cómo concentrar 77 votos sobre cualquiera de ellos, y además hacerlo pronto? Yo nunca pensé, lo saben muchos, que este Cónclave iba a ser tan rápido.

Entiendo ahora por qué los cardenales, cuyo cociente intelectual agraviaría a quien piense lo contrario, han captado la singularidad de este caso, asumiendo la responsabilidad de elegir a un hombre de edad avanzada, de gran nombradía, y por ende muy conocido, discutido y «fichado» por millones de católicos y no católicos. A sabiendas pues de que la elección generaría análisis rigurosos y también frustraciones y desencantos, los cardenales han compartido ante Dios, ante su conciencia, ante la opinión pública mundial y ante la Historia una decisión comprometida consciente y audaz, apostando por el bien de la Iglesia y de la Humanidad. Y dándonos así a cuantos lo esperábamos en vilo a quien ellos consideran en este momento exacto como el mejor Papa que la Iglesia y el mundo necesitan.

La elección de Ratzinger puede ser entendida como un continuismo, casi clónico, de Juan Pablo II, del que seguramente fue elector el cardenal Ratzinger en 1978, y a quien ha servido fielmente en la Curia Romana, desde el más alto menester de la fe, durante 23 años. Mas, quien observe con rigor los biotipos personales del Papa polaco y del Papa bávaro no dejarán de apreciar entre ellos unas marcadas diferencias, y quizá por eso se han compenetrado tanto. No concibo a ninguna de estas dos personas con inclinación para ser fotocopias, segundones o estómagos agradecidos de nadie. Muchos esperamos de Benedicto XVI un pontificado marcadamente distinto del de Juan Pablo II.

No veo al nuevo Papa como viajero incansable y líder de multitudes por todos los meridianos del planeta. El sabe que su fuerte no es el activismo arrollador, aunque sabe valérselas con acierto en las concentraciones humanas que acompañan ese oficio. Pero sé también que el nuevo Papa posee, y en alto grado, un encanto personal que irradia de su inteligencia y de su virtud. Sin escenificar lo más mínimo, son patentes la dignidad y unción religiosa que cautiva a cuantos se acercan a él. En ese sentido le encuentro más parecido psicofísico a Benedicto XVI con el Papa Pablo VI que con Juan Pablo II.

Ha sido para mí una sorpresa agradable que el nuevo Papa escoja el nombre de Benedicto XVI como hiciera en 1914 el arzobispo genovés de Bolonia Giacomo della Chiesa, que vivió muchos años en la nunciatura de Madrid y estuvo marcado siempre, en una Iglesia bastante cerrada entonces, por un talante liberal, y, ya de Pontífice, fue agente incansable de paz en la I Guerra Mundial. El nombre de Benito le es muy atractivo al nuevo Papa por su marcado europeísmo, tan propio de los monjes benedictinos. Por algo es patrón de Europa. Sí; sé que no pocos temen ahora una involución, de conservadurismo a ultranza y acento fundamentalista, en el nuevo Papa. Se puede y debe ser tradicional y lúcido tutor de la fe y de los valores evangélicos, siendo a la par enérgico valedor de la dignidad del ser humano, de su libertad personal, y de los derechos inalienables que le asisten.

Tengo la seguridad como creyente y la convicción racional, por mi propia lectura del acontecimiento, de que Benedicto XVI ha sido puesto por el Espíritu Santo al frente de su Iglesia, no para dominar, achicar o infravalorar a nadie sino como servidor de Dios, seguidor de Jesús de Nazaret y servidor de todos los hombres. Yo le diría a él en italiano lo que le dijeron a san Pío X en ocasión gemela a la presente: ¡Coraggio Eminenza!