La casilla «cárcel»

Sigo sin conocer oficialmente a Régis Debray. Sin embargo y sin razón ninguna se mezclaron nuestros dos nombres en 1967 cuando los dos fuimos apresados. En su caso como recluta de la tiranía castrista.

Por casualidad en 1982, sin que nadie nos presentara, coincidimos en una cola para tomar el Concorde en Nueva York. Espontáneamente me dirigí al consejero de Fidel Castro:

–En sus bolsillos, con su calderilla, lleva las llaves que encalabozan a los poetas cubanos desde hace 23 años.

Ante mi sorpresa Régis Debray me respondió cortésmente: –Hago lo que puedo para liberarlos. Y le repliqué, demasiado agresivamente: –Es la mentira que repiten sistemáticamente todos los que, aliados al tirano, no se atreven a discutir su poder.

Pero hoy he leído uno de sus libros y pienso que Régis Debray dijo la verdad.

La casilla «cárcel»Para más inri él y yo fuimos invitados (en épocas diferentes) por un millonario venezolano (Miguel Otero Silva, R.I.P.). ¿En la misma cama? Lo recuerda con estas palabras: «Era un señorón comunisante que me abrió generosamente su quinta y su chalet, y ante mis ojos vi dos dibujos a pluma de Picasso en el váter, un Balzac original, varios Rodin , Cálder, Léger y Max Ernst en cada una de sus habitaciones, con sus criadas negras y sus blancas barandillas».

Sigo sin conocer oficialmente a Régis Debray. En una entrevista en Lire pretende que pasar por la casilla «cárcel» es esencial para un escritor.

Debo reconocer que guardo excelentes recuerdos (¡también!) de los que me llevaron casi en el coche de San Fernando «encadenado» del Mar Menor a la «casilla cárcel» de Madrid. En aquella época no había autopistas ni nada parecido. Obviamente mis dos inolvidables corchetes me liberaron de las esposas inmediatamente. Lo cual dio lugar a un diálogo digno de «Picnic en el campo de batalla». Cuando el soldado de la buena causa le pregunta inquieto al simpático soldado enemigo si las esposas no le hacen demasiado daño. «Aquí estamos para servirle». La kilométrica travesía, toda, según mi recuerdo, la hicimos en un carricoche deslucido y enredador. ¿Un Citroën 2 caballos? En todo caso mis anfitriones se pararon en los mejores mesones de la senda. Para servirme lo mejor de lo mejor. Obviamente desesposado. Nadie hubiera podido adivinar que aquel degustador de suculentos churros con sus dos amigos era nada menos que un enemigo. Todo estaba atado y bien atado, dicen que afirmaba el dictador.

La noche de mi detención en la comisaría los subordinados iban disfrazados malamente de facinerosos patibularios. Pero el comisario jefe estaba tan intrigado como yo:

–¿Por qué Madrid ha dado la orden de arrestarle?

Esto era su misterio y mi gran enigma. ¿Por qué me habían capturado en plena noche con cinco pistolas cuando un tirabeque hubiera podido hacer el mismo servicio? Temía que «Madrid» se hubiera enterado de mi propósito de matar a Franco. Atentado que planifiqué con Christophe Tzara (el hijo de Tristan Tzara), a la sazón doctor en ciencias físicas y especialista de energía atómica. A pesar del secreto que nuestra conspiración requería, Christophe, que era comunista, comunicó la conjura a su célula. Y el Partido Comunista («merciiii!») le ordenó olvidar el magnicidio «… porque no era el momento». Pero yo me preguntaba: ¿es que la temible policía secreta franquista no tenía entradas en el PC de París?

El comisario, incordiado por mi falta de respuesta, me dio un achuchón en el hombro (ni siquiera un castañetazo.) Y sacando fuerzas de flaqueza le dije:

–Si me tortura estoy dispuesto a confesar que he matado a mi prima.

Tras un momento de estupor el comisario gritó ante su malencarada escolta: –¡A chirona! En realidad he visitado el trullo que actualmente ocupa el mingitorio de un «King». Y por cierto la tartana de la policía que camino de Madrid me pareció rupestre ahora son de marca «Picasso». ¡Hurra!

El calabozo del comisario era un excusado amplio y limpísimo en el que hubiera podido dormir tranquilamente si no hubiera sido por mi preocupación atentatista que me hizo pasar la noche en blanco… y que a falta de papel me obligó a beneficiarme de varias hojas libres de mi pasaporte.

Al llegar a la espantosa Dirección General de Seguridad creo que fui introducido a una mazmorra inquisitorial. Y también creo que en el único banco de piedra de la jaulita (o brete) por su angostura no hubiera podido tumbarme. Pero yo tenía preocupaciones infinitamente más importantes que medir el menesteroso espacio en que pasé una noche.

La etapa siguiente se celebró en Las Salesas. Allí por el contrario gocé de un arrinconamiento grande con gratas visitas de asustadizas y recelosas ratas que salían de un boquete donde se desaguaba un misericordioso grifo.

Al parecer mi hermana se presentó al juez con la intención de canjearse contra mí. Esgrimiendo un argumento concluyente: –Mi hermano es un genio. A lo que el juez replicó más irrefutable aún: –Solo leo el periódico Pueblo.

Al parecer se inició una discusión cuasi teológica para saber si un sentenciador podía sustituir a un reo por un miembro de su familia. O si parecidamente una directora del Servicio Médico de Prematuros (era el caso de mi hermana) podía permutar a un prematuro por otro. En una segunda visita mi hermana ya sabía (gracias a guindillas lenguaraces) que en Las Salesas yo había caído enfermo casi por las mismas causas por las que Cervantes (pido que se me perdone) esquivó la escabechina de Lepanto: la disentería. Con lo que mi hermana se presentó al juez con una amplia caja de cartón llena de medicinas, limones, yogures, etc. El juez le anunció que no llevaría semejantes socorros a semejante adversario. Según la leyenda, al parecer mi hermana dejó la caja en el despacho oficial y dio un portazo declarando:

–Espero que uno de los suyos no tenga un prematuro.

La verdad: no creo a mi hermana capaz de semejante amenaza.

El caso es que en cuanto llegó a mi calabozo salesiano aquella enorme caja de cartón me dije.

–Lo que faltaba: ahora me quieren envenenar.

Y tiré la caja por el hueco del agua pidiéndole a las ratas que no tocaran parecido aguinaldo.

Es que toda la vida he tenido mucha suerte. Y sin merecerlo.

Fernando Arrabal, dramarurgo.

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