La hoguera de la integración francesa

Por Alain Duhamel, analista de Libération (EL MUNDO, 10/11/05):

En contra de lo que intentan hacer creer las televisiones americanas de información continua y el Frente Nacional, Francia no está al borde de la guerra civil, sino que está asistiendo al crepúsculo del intento original y honorable de modelo de integración típicamente tricolor. Lo que anuncian los miles de coches quemados, los centenares de enfrentamientos nocturnos, los innumerables elementos del mobiliario público descuartizado desde hace una decena de días es la agonía de una historia francesa que tiene un siglo. La agonía de una aventura idealista y ambiciosa, orgullosa y generosa, que quería convertir en ciudadanos franceses a todos los inmigrantes procedentes de todos los países y de todos los pueblos del mundo y moldeados por todas las religiones y por todas las culturas.

La República francesa quería demostrarle al mundo que, con su laicidad, su lengua, su pasado, sus valores universales y su Estado voluntarista, era capaz de metamorfosear a cualquier extranjero, viniese del continente que viniese e independientemente del color de su piel y de sus creencias, en un galo bigotudo, patriota y gruñón. Esta asimilación metódica era una de las piezas maestras de la famosa y perentoria «excepción» francesa.

Otros países, como EEUU, Gran Bretaña, Alemania, Países Bajos o Canadá, habían optado por una vía diferente, la vía del multiculturalismo.Aceptaban y animaban a los inmigrantes a mantener su cultura, su lengua, su memoria y las costumbres de sus países de origen.Les concedían, pues, un margen de autonomía y de autoorganización.Admitían, proclamaban y facilitaban la persistencia de las diferencias.En Francia, en cambio, el crisol republicano, esa marmita misteriosa y única, intentaba conseguir el objetivo opuesto: convertir en ciudadanos únicos a la multiplicidad de inmigrantes. Durante mucho tiempo, París miró por encima del hombro y con una superioridad estúpida las revueltas raciales y los enfrentamientos interétnicos que se producían en el seno de Estados que habían optado por el multiculturalismo. Hoy, le ha tocado el turno de llorar sobre su modelo incendiado.

La terrible década que atraviesa Francia, primero en los suburbios y después en todas las regiones, es un signo claro y evidente: escenifica, en el fuego y en las llamas involuntariamente simbólicas, la ejecución de la integración a la francesa. Viejo país de eterna emigración al contrario de todos sus vecinos, Francia no dejó de ser un polo de inmigración. Cuando los demás países siguen siendo a menudo pueblos de emigrantes, Francia parece haber alcanzado el límite de su modelo.

Los incendiarios, los violentos, tienen entre 10 y 25 años. La inmensa mayoría nació en territorio francés y, por lo tanto, tiene nacionalidad francesa. Los blancos que eligen son los símbolos de la sociedad: la policía, la escuela, la iglesia, los centros deportivos colectivos, el coche del vecino, la tienda del conciudadano.Se indignan contra una sociedad, cuya injusticia y discriminación experimentan en carne propia. Se sienten rechazados por ella y, a su vez, la rechazan.

Si se tratase de un debate racional, se podrían argumentar o, incluso, reconocer los errores (la guetización territorial, la desaparición de la integración, la mediación sacrificada, las asociaciones asfixiadas, la policía de proximidad diezmada) y, al mismo tiempo, subrayar los esfuerzos: renovación urbana, puestos de trabajo, enseñanza prioritaria (aunque no lo suficiente) o equipamientos colectivos. Podríamos arrojarnos cifras y siglas a la cabeza. Pero no serviría de nada.

Estamos lejos de una discusión tranquila. Está, por un lado, una fracción de la juventud más desheredada, más acultural, la que sólo conoce la pobreza, la escolaridad caótica, la ausencia de toda cualificación profesional y la perspectiva del paro.Esta juventud se echa en brazos de la violencia más provocadora, más peligrosa y más estéril, a pesar de los esfuerzos de los políticos, de los maestros, de los religiosos y de los responsables de las asociaciones. Y enfrente, en el otro lado, el Estado que multiplica, desde hace 20 años, pero con continuos e irritantes cambios de orientación, los créditos, los contratos, los planes y las legislaciones. Como si estuviese construyendo un castillo de arena que la marea arrastra.

El balance de esta cólera sin salida política o social y de esta impotencia costosa y debilitadora desemboca en el agotamiento de un modelo de integración. Por vez primera, una generación nacida en Francia se siente claramente menos integrada que la de sus padres procedentes del exterior y se comporta de tal manera que es considerada como más extraña que la de sus padres a la colectividad nacional. La sociedad francesa inicia así un proceso de disociación, en las antípodas de sus esfuerzos y de sus principios, que tienen un siglo de existencia. Las discriminaciones (de vivienda, escolaridad y empleo) se ven acentuadas por la crisis social que se ha apoderado de Francia desde hace 30 años.

Las reacciones violentas y transgresoras de los adolescentes y de los jóvenes adultos que rechazan cualquier norma social y viven en situación de anomia escenifican claramente este alejamiento.Cuando se hayan apagado los incendios y se hayan agotado los cócteles molotov, quedará una mayor desconfianza entre los habitantes de los «suburbios» y los demás.

El miedo, la provocación y la rabia han acabado con la multiculturalidad francesa. Apostar, pues, por la mezcla social en las viviendas corre el riesgo de ser algo que seduzca sólo al abbé Pierre y a Olivier Besancenot. Reconstruir la integración a la francesa será, más que nunca, una tarea de Sísifo, salvo para los que sufren de un voluntarismo realmente proporcional al desastre.

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