Las claves de «El Código da Vinci»

Por Jesús Trillo-Figueroa, abogado del Estado (ABC, 19/05/06):

PARA alguien como yo, que saca en procesión todos los viernes santos a la Magdalena, le parece evidente cuál es la clave teológica que encierra la historia de «El Código da Vinci»: convertir a Magdalena en la novia y esposa de Cristo, con quien tiene un descendiente que continúa la dinastía de la «diosa femenina»; significa que se diluye la divinidad de Jesucristo y desaparece la trascendencia que supone la resurrección del crucificado. Jesús es tan solo «un maestro y profeta humano».

Por el contrario, para los cuatro evangelistas canónicos, María Magdalena está presente en la muerte y en la resurrección de Cristo. Ella es el testigo humano de ambos acontecimientos, y por lo tanto de la divinidad de su «maestro». A muchos les escandalizó siempre que a la primera persona que se apareció el Dios resucitado fuera a María Magdalena, de quien la tradición dice que era aquélla de la que habían salido siete demonios. Pero es justo, pues ella fue la más valiente, y leal en la primera hora, de entre los discípulos.

De lo que se trata en esta historia es de presentar un cristianismo sin resurrección, una religión sin trascendencia y, en consecuencia, una moral sin heteronomía, donde el bien y el mal lo decide la conciencia autónoma del hombre, que se cree dios; por eso se entiende el éxito que ha logrado, que, sin duda, sintoniza con el pensamiento hegemónico. La vida que propone este tipo de pensamiento necesita ser vivida desesperadamente, apurando la copa de cada momento, como si fuera a durar eternamente, sin preguntarse ni por el comienzo ni por el final. Pero «vana es nuestra fe sin la resurrección», como decía el apóstol Pablo; porque, en tal caso, tendrían razón aquellos filósofos que anunciaron la muerte de Dios. El cristianismo ya no sería una religión de vida y victoriosa: sería una religión de vencidos.

El problema de esta movida es que no se queda en una simple novela frívola, hecha para vender libros. La intención, según el propio autor, es transmitir un determinado pensamiento en materia de religión y una actitud ante la vida. Él dice ser cristiano, pero de un cristianismo sin un Cristo Dios: Jesús es un simple hombre testigo de la religión de la diosa. No es necesario negar el cristianismo, pues, como apuntaba Nieztsche, «hasta ahora el ataque al cristianismo no solamente es tímido, sino mal dirigido. El problema de su verdad es accesorio mientras no se ponga en cuestión el valor de su moral». Sin un Cristo resucitado, la moral cristiana habría sido una moral de muerte, a la que sólo le quedaría un tímido mensaje de caridad y de misericordia. Si el hombre no es capaz de trascendencia y no sale de su conciencia, la realidad carece de valor. La valoración será un acto del hombre, producto de sus instintos, de sus deseos, de su voluntad. Sin un orden trascendente, el alemán tendría razón: «En verdad los hombres se dieron a sí mismos su bien y su mal, no los hallaron, no los escucharon como una voz salida del cielo». Y de esto es de lo que se trata: de darle la vuelta a la tortilla, de trasmutar los viejos valores cristianos por los nuevos valores paganos. De convertir en norma el «reverso tenebroso», en lugar del anverso. De hacer de la moral cristiana, que sirve de guía para lograr la felicidad, un código de represión que hay que desterrar.

Esta nueva religión, con un Dios muerto, había sido anunciada por el maestro Eckhart y por Hegel. Según el oráculo Savater: «Dios venía agonizando de manera más o menos decorosa desde el renacimiento, fue la ilustración la que precipitó fulminantemente su fallecimiento... pero su hueco quedó repleto de sólidas instituciones». Por eso, en esta religión sin trascendencia, donde no hay diferencia entre lo temporal y lo espiritual, es posible cualquier mesianismo histórico. Y, por lo tanto, también la divinización de la política: una nueva religión secular, una nueva ideología fundamentalista, que prometa la salvación en la tierra, en la historia. En fin, instituciones tan sólidas como el comunismo o el nacionalsocialismo.

El nuevo cristianismo sin trascendencia que predica Dan Brown es una nueva versión de la diosa «Gea», del «deus sive natura» de Espinoza; de la divinización del cosmos. Al cabo, un nuevo panteísmo que sacraliza a la naturaleza, a la materia y al yo. Es una religión cuyo mensaje de esperanza se traduce en la muerte como una vuelta armoniosa a la madre naturaleza, de la que el hombre había salido. Es de nuevo el triunfo de la filosofía del absurdo, del sinsentido, de la nada. De la ausencia de finalidad que caracteriza a toda la metafísica moderna, y que tanto desesperó al siglo XX; pues solamente la resurrección da sentido a la vida, al menos en el cristianismo.

«EL Código da Vinci» también tiene una clave política, que conecta con el pensamiento hegemónico y que explica bien la extraordinaria campaña de lanzamiento que ha tenido el estreno de su película. Lo que ha sucedido es que Dan Brown, como sucedió con Rodríguez Zapatero, se dejó seducir por el feminismo radical. Por esta razón, al igual que nuestro presidente, también se declara feminista. Tras publicar el libro, manifestaba en la cadena de televisión norteamericana ABC: «Después de varios viajes a Europa y dos años de investigación en torno a María Magdalena y la religión de la diosa, me convencí de que todo era cierto; soy un creyente».

¿Qué es en lo que cree Brown? En términos generales es la versión feminista de la new age, conocida como culto a la diosa. Para sus adeptos es el auténtico cristianismo; puesto que Jesús -que según Dan Brown «fue el primer feminista»- tan sólo era un hombre, profeta de la vieja religión de la madre tierra, que fue la religión de la era primitiva, en la que no existían «los cultos masculinos, violentos y excluyentes» y en donde el pacifismo, derivado del gobierno de las mujeres, dominaba el mundo. Se trata de reinventar la hipótesis del matriarcado originario, que la tradición marxista había establecido a través de Engels. Para ellos, el matriarcado era la situación social existente unos 4.000 años antes de Cristo, asimilable al comunismo primitivo: en aquel tiempo no existía ni Estado, ni la explotación del hombre por el hombre; era el tiempo de la libertad y de la plena felicidad sexual. Esta teoría fue también entusiásticamente recogida por las contestatarias feministas del mayo del 68 francés. Pero lo cierto es que la investigación antropológica contemporánea ha desechado la realidad de semejante historia.

En todo este asunto, el rigor histórico y científico es lo de menos, lo importante es interpretar las cosas de acuerdo a las teorías feministas: «La diosa nos libera haciéndonos comprender una verdad creativa e innovadora», como postula su adepta Monique Wirting. En base a esta comprensión, Brown nos relata una historia de la Iglesia como la institución que nació para ocultar el verdadero cristianismo, y que representa el instrumento más represivo de la concepción patriarcal; es decir, aquella visión de la historia como una continua opresión y explotación de la mujer por parte del hombre. De acuerdo con el nuevo evangelio de Brown, «no fue a Pedro a quien Jesús encomendó crear la iglesia cristiana, fue a María Magdalena».

Esta versión de la Magdalena tiene su oráculo en las obras de Margaret Starbird, que hace de Magdalena la diosa, el «grial» de la religión feminista, y cuya visión de la historia de la mujer obedece al estereotipo de la ideología hegemónica: la historia del cristianismo oficial ha sido la de una organización misógina al servicio de la causa machista. La realidad es muy distinta. En el mundo antiguo de Grecia y Roma, la mujer era jurídicamente inferior, casi un esclavo. Fue el cristianismo quien no hacía «distinción entre varón y mujer», pues todos somos hijos del mismo Dios, como dice la carta a los Corintios. María Magdalena es precisamente la prueba de ello. Porque ella fue la primera a la que se apareció Cristo resucitado. A pesar de que fuera una mujer, y, para colmo, de quien se cuenta que había sido prostituta, cosa que según Starbird se inventó la Iglesia para desprestigiarla, cuando lo que realmente hizo fue canonizarla. Pero es que -aún no se han enterado- Él no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores. Claro está que esto resulta reaccionario en un mundo en el que no se puede ni siquiera sugerir la existencia de conciencia y de culpa, menos aún en materia de conducta sexual.

Curiosamente, el primer movimiento de liberación de la mujer que se produce en Roma es precisamente el de las cristianas que deciden no casarse y vivir la castidad, cosa incomprensible para las familias romanas; o bien optan por defender su derecho a autodeterminarse en cuanto a la fe, llegando hasta el martirio. Este clima social-intelectual que preconiza el cristianismo reconvierte por primera vez a la mujer en ser autónomo, digno de decidir por sí mismo sobre su futuro. Los padres de la Iglesia son clarísimos al respecto. Por eso los primeros canonizados son mujeres como Inés, Ágata o Cecilia. Fue la recepción del Derecho Romano a partir de la Edad Moderna la que volvió a dar un tratamiento de inferioridad a la mujer, que culminó el Código Civil de Napoleón, producto de la revolución francesa.

El feminismo radical tiene pendiente un ajuste de cuentas con el catolicismo. Una portavoz cualificada como Shere Hite requería hace poco al nuevo Papa para que en adelante se refiera a Dios en masculino y en femenino, y fuera consciente de que en materia de sexo y de mujeres la Iglesia debía de cambiar radicalmente. Todavía no se han enterado que el verdadero cambio empezó hace 2.000 años, como sucedió con la vida de María Magdalena.