30 años de 'revolución' a la española

Las comillas de este título no son irónicas, enfáticas o adversativas, sino meramente atributivas, porque aluden a la primera respuesta de Jordi Pujol dentro de la memorable serie de entrevistas con los grandes protagonistas de nuestra democracia, firmada esta semana por Esther Esteban. «Se han hecho las revoluciones pendientes que tenía España; todas no, ni todas bien, pero en general se han hecho», argumenta el presidente de la Generalitat de Catalunya más duradero y estabilizador de la Historia para justificar su veredicto de que el balance del periodo arroja «muchos más aciertos que errores».

Es evidente que, con el canon de Vicens Vives en la cabeza, Pujol se refiere a que en estas tres décadas hemos dejado atrás el llamado problema de España y que nuestro país es ya una democracia europea en torno a una sociedad laica que ha prosperado gracias a la libertad económica, goza de seguridad jurídica y ha conquistado la igualdad de la mujer. ¿Pero es esto revolucionario? Si atendemos a los orígenes de la Transición es obvio que, aunque se produjeron grandes movilizaciones ciudadanas a favor del anhelado cambio político, su desencadenante no fue ningún episodio violento, ninguna toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno, ninguna sublevación contra el ocupante extranjero o el déspota local. No fue necesario, pues el viejo régimen solo desenvainó la espada para hacerse educadamente el haraquiri, apenas comenzó el baile.

Pero si, a falta de esta denominación de origen, nos fijamos en el otro parámetro aún más decisivo para caracterizar una experiencia como revolucionaria, o sea en la celeridad, profundidad y extensión de las transformaciones acometidas por un sistema político, parece claro que Pujol no habla a humo de pajas. El macrosondeo con el que iniciamos hace un mes este gran proyecto de auditoría de nuestra democracia que el próximo domingo alcanzará su momento álgido, ha demostrado hasta qué punto la sociedad española de 2008 es distinta de la de 1978.

Ni el Ejército ni la Iglesia son ya referencias de autoridad en el plano político -algo inaudito en estos lares desde que surge el Estado moderno hace cinco siglos- y eso genera a la vez una tolerancia casi absoluta en la regulación de las costumbres y una exigencia sin complejos de calidad y eficiencia en servicios como la Justicia, la Enseñanza o, no digamos nada, la Seguridad Ciudadana. Los españoles han pasado a comportarse como demócratas de toda la vida que -polémicas nominales al margen- ni siquiera parpadean ante la introducción del matrimonio homosexual, mantienen un sano utilitarismo sobre el debate Monarquía-República y creen desfasado el papel tutelar de la unidad de la patria que la Constitución atribuye a las Fuerzas Armadas. Pero nadie les sacará ya los colores por defender la cadena perpetua con juicio de revisión para los asesinos múltiples, la recuperación de competencias por parte del Estado para garantizar la enseñanza en castellano en todo el territorio nacional, o la estricta vinculación de los derechos sociales de los inmigrantes a la obtención del permiso de residencia.

Puede que todo esto no sea sino la decantación final de las influencias liberales que venían adhiriéndose a nuestro ADN colectivo al menos desde la Ilustración. Pero, tomando la perspectiva de lo que era la sociedad tradicional del franquismo, es obvio que en esta España en la que el partido conservador exhibe como timbre de modernidad la opción de libertad personal inherente a la condición de madre soltera de su secretaria general, la famosa profecía de Alfonso Guerra se ha cumplido casi hasta en su sentido más literal.

¿Hemos inventado, sin siquiera darnos cuenta, la vía de la reforma rupturista como variante de las revoluciones de terciopelo? Esa es la fascinante pregunta que en el fondo tratará de responder a partir de la próxima semana la monumental obra dirigida por Victoria Prego en su soporte audiovisual con el título de El camino de la libertad, y por Juan Carlos Laviana en su soporte literario, año a año, tomo por tomo. Tanto la autora de la inolvidable serie de TVE sobre la Transición como el departamento de Grandes Proyectos de EL MUNDO han producido una historia narrativa cargada de épica y orgullo democrático en la que brilla lo que hemos hecho bien y no falta lo que hemos hecho mal.

Nuestro propósito no es sólo rememorar e interpretar las sonrisas y lágrimas que han moldeado la aventura vital de las actuales generaciones de españoles -que también-, sino sobre todo fijar, como diría Espriu, «el toro en la arena de Sepharad». Contribuir a que podamos entender cuáles son las causas directas de los graves problemas presentes que aquejan a la piel de toro, ahora que aún es tiempo de evitar «morir de éxito», como dice Pujol que le ocurrió a Aznar en su segunda legislatura.

En su paso por Mallorca el pasado fin de semana con motivo de las recuperadas Conversaciones Literarias del Hotel Formentor que hace medio siglo movilizaban a intelectuales como Borges, Cela, Carlos Barral y otras jóvenes promesas, Carlos Fuentes echó mano de su dulce ironía para darnos una buena clave de interpretación de esta hora de España: «A veces me pregunto si cuando hay un poquito de represión no se dan mejor las cosas que en absoluta libertad».

Es lo mismo que en circunstancias mucho más dramáticas planteó el Procurador de la Comuna Revolucionaria de Paris Pierre Manuel ante la iracunda audiencia del Club de los Jacobinos en septiembre de 1792, a los pocos días de las matanzas de aristócratas y sacerdotes extraídos de las prisiones: «Une idée me tourmente: la liberté serait-elle meilleure à espérer qu'a posséder?».

Manuel, un hombre con pretensiones literarias y uno de los tipos más decentes que alcanzaron puestos de relieve durante ese periodo, estaba tan espantado ante los agraces frutos de la «posesión» de la libertad que se permitía añorar los días de la «espera» de la libertad en la atmósfera injusta y represiva de la sociedad estamental. Y lo hacía en la propia guarida de la fiera. Con tales ideas y sentimientos no es de extrañar que a los pocos meses dimitiera como diputado de la Convención en protesta por la ejecución de Luis XVI, y que él mismo terminara siendo guillotinado como contrarrevolucionario. Antes había tenido tiempo de salvar de las garras del Terror a destacadas figuras identificadas con la moderación o el partido aristocrático, incluida Madame Stäel, a quien sacó de Paris con un salvoconducto, acompañada por uno de sus colaboradores en la Comuna. El escolta elegido por Manuel fue el mismo Jean Lambert Tallien que muy pronto se convertiría en amante de Teresa Cabarrus, correa de transmisión de sus gestiones humanitarias y artífice de la caída de Robespierre.

La atmósfera espesa y sanguinaria de esos días en los que las cabezas bailaban en la punta de las picas y los más dilectos hijos de Saturno subían atónitos los peldaños del cadalso para aplacar la sed insaciable de los nuevos dioses revolucionarios, ha quedado descrita con talento, emoción y brío en la nueva novela de Carmen Posadas para Planeta, probablemente destinada a ser el gran best seller de este curso literario. Con el título de La cinta roja y siguiendo el hilo conductor de la vida de la Cabarrús, plagada por igual de avatares amorosos y episodios políticos siempre al borde del precipicio de la roca Tarpeya, Posadas ha logrado reconstruir con gran precisión histórica la dinámica social de esos cinco años -de la toma de la Bastilla al golpe de Thermidor- en los que quedaron planteados con su peor crudeza todos los debates contemporáneos sobre las relaciones entre el pueblo, el individuo y el Estado.

¿Cómo es posible que aquella semilla depositada con tanta crueldad ritual, con tan mezquina iniquidad, con tan sádica y desaforada truculencia prendiera en los surcos de la civilización humana con la suficiente fuerza como para que doscientos veinte años después los ciudadanos de cualquier democracia de la tierra nos consideremos herederos de la Revolución Francesa, independientemente de cuál sea nuestro color político? Pocos caminos hay tan atractivos y elocuentes para responder a esta pregunta como el que nos proporciona otro acontecimiento editorial de pretensiones más modestas pero de significación más honda. Me refiero a la primera reedición acometida en España en más de un siglo de la Historia de la Revolución de Jules Michelet. Es fruto del empeño personal del editor y bibliófilo Ernesto Santolaya, que bajo el sello de Ikusager y con el apoyo testimonial de la Fundación Pablo Iglesias -bravo esta vez por A.G.- ha logrado culminar un proyecto tan romántico como el propio latido de la deslumbrante prosa de quien ha sido definido como «el mayor intercesor entre la Revolución francesa y la cohorte infinita de sus hijos».

Son palabras de Francois Furet, para quien Michelet es ante todo el cronista de «la llegada del pueblo al teatro del poder» y el primer hombre capaz de captar el «universalismo filosófico» y el «radicalismo abstracto» de la Revolución. Roland Barthes ha deconstruido su código narrativo, presentándolo como una «celebración procesional» calcada de los ritos cristianos «usurpados» por las propias fiestas revolucionarias. Asistimos al nacimiento de lo que entonces sólo podía ser percibido como una nueva religión con todos sus apóstoles, mártires, demonios y pecadoras vírgenes: no en vano el último empeño de Robespierre será la organización del culto al Ser Supremo, y Teresa Cabarrús merecerá el sobrenombre de Nuestra Señora de Thermidor por su decisiva contribución a la tarea de librarse de él. Michelet reprueba implacablemente los desbordamientos del Terror pero ni siquiera eso le distrae del propósito vertebral de presentar con toda su grandeza al nuevo actor que ha entrado en escena: una ciudadanía organizada como opinión pública y sociedad civil.

Es obvio que Burke se equivocó al alegar cínicamente que «cuando una revuelta tiene éxito se convierte en una revolución y cuando fracasa en una rebelión». El gran fustigador de cuanto sucedía al otro lado del Canal de la Mancha se quedaría lívido si pudiera comprobar hasta dónde ha llegado la huella de algo que, en definitiva, sólo duró cinco años o incluso menos de dos, si tomamos como referencia la caída de la Monarquía. Sensu contrario John Reed no saldría de su pasmo al descubrir cómo sus «diez días que conmovieron al mundo» engendraron siete décadas de ininterrumpido poder soviético, y cómo esa experiencia política desvirtuó hasta tal punto el propósito emancipador del impulso revolucionario, que si el asalto al Palacio de Invierno y el fusilamiento de Nicolas II fueron calcomanías del asalto a las Tullerías y la ejecución de Luis XVI, la caída del Muro de Berlín terminó siendo celebrada, en un irónico reverso de la historia, como algo equivalente a la toma de la Bastilla, de forma que sus ladrillos se venden como souvenirs de la lucha contra la tiranía al igual que ocurría en 1790 con las piedras de aquella fortaleza del despotismo.

«¿Qué es lo que hace que una revolución tenga éxito?», preguntaba hace unos meses uno de los colegios de la Universidad de Oxford como tema de su competición anual de ensayo político para jóvenes escolares. Visto lo visto, el baremo no es ni el número de cabezas cortadas, ni la contundencia de la caída del Viejo Régimen, ni la importancia de sus triunfos militares, ni siquiera la perpetuación del gobierno revolucionario, sino la fuerza nutricia de sus ideas al amamantar un sistema político capaz de resolver de forma duradera y justa los problemas reales de la sociedad. Eso se traduce en dos requisitos básicos: buenos fundamentos y capacidad de auto reinvención.

No es casualidad que la democracia norteamericana -paradigma de los interminables frutos de una revolución triunfante- se haya vertebrado en torno a una Constitución enmendada ya nada menos que 27 veces. Sólo el hecho de que una de esas correcciones -ora cosméticas, ora decisivamente profundas- fuera la abolición de la esclavitud explica que Barack Obama haya podido presentar anteanoche su histórica nominación a la Casa Blanca como un elemento de continuidad respecto a la inmensa movilización por los derechos civiles promovida el mismo día de agosto de hace 45 años a los pies del Lincoln Memorial. El «sueño» invocado esa noche de verano por Martin Luther King es el mismo que llevó febrilmente a la guerra civil al gran presidente emancipador cuyo bicentenario celebraremos pronto, y el mismo que estimuló a preservar la paz mundial al hermano del viejo titán que con un tumor en el cerebro interpretó el lunes en Denver su último solo de violín con la elegancia inteligente de toda buena dinastía.

San Adolfo Suárez dimitió generosamente en 1981 para que la democracia constitucional alumbrada tres años antes en España no fuera un paréntesis entre dos periodos dictatoriales o autoritarios. A nuestros lectores no les habrá sorprendido que Arzalluz diga que los nacionalistas vascos no cejarán hasta lograr la autodeterminación o que Anguita pida la apertura de un «proceso constituyente hacia la Tercera República», pero sí les habrá dejado como mínimo perplejos la afirmación de Aznar de que «el régimen constitucional del 78 ha durado hasta 2004». Está claro que de igual manera que nuestra crisis económica no es de «crecimiento» sino de «modelo de crecimiento», nuestra rampante crisis política tampoco podrá resolverse con las cataplasmas del trapicheo que tanto agradan a Zapatero.

Es alentador que el presidente pronostique hoy en EL MUNDO que «nuestra generación verá la reforma de la Constitución». Pero como él nunca da puntada sin hilo, la referencia que hace a una supuesta «Constitución material» de España para justificar la falta de respuesta política al carácter «permanente» e «insaciable» de las reivindicaciones nacionalistas, produce una gran alarma intelectual. ¿Cuál es esa «materia» que permite que sea en Cataluña y no en Córcega, Gales, Bretaña, Escocia, Baviera o ningún otro lugar de Europa donde se aplique el mismo modelo de inmersión lingüística con que las Islas Feroe certifican los miles de kilómetros de océano oscuro que las separan del resto de Dinamarca?

Tengo que mandarle un día de éstos a Zapatero el curioso decreto del 3 de Pluvioso del Año II por el que la Convención francesa regulaba las normas para el buen mantenimiento del llamado Arbol de la Libertad, plantado en cada municipio revolucionario. En muchos lugares bastaba regar sus raíces y sacar lustre a sus hojas, pero cuando tocaba podar, había que podar, y las situaciones límite también tenían sus correspondientes soluciones extremas: «En todas las comunas en las que el Arbol de la Libertad hubiera perecido, será plantado otro antes del Primero de Germinal». En esa capacidad proteica está la salvación.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.