Adiós al hombre que nos dio a Trump

Adiós al hombre que nos dio a Trump
Ilustración por Sam Whitney/The New York Times

El magnate transformado en político pasó su carrera mezclando entretenimiento y poder, escapando de escándalos sexuales y remodelando a su partido a su imagen plastificada. Dijo que le robaron unas elecciones que perdió. Las autoridades investigaron sus negocios y nunca dejó de elogiar a su amigo de toda la vida Vladimir Putin. Sus adversarios, en su lucha por derrotarlo en la política, recurrieron a los fiscales para vencerlo en los tribunales. Pero él se las arregló para que hasta eso lo beneficiara, invocando el fantasma de la persecución política para revitalizar a su electorado y mantenerse firme en el centro de la política de su país por años.

Suena bastante similar a Donald Trump. Pero, en realidad, se trata de Silvio Berlusconi, quien murió el lunes a los 86 años.

Berlusconi, cuatro veces primer ministro de Italia, dominó la política italiana durante tres décadas y transformó su paisaje e imaginario de manera radical. El entusiasta empresario, criado en el seno de una familia de clase media de Milán y que una vez interpretó canciones de amor baratas en cruceros para ganarse la vida, saltó a la fama como artífice de la televisión comercial italiana. A mediados de los noventa, tras la caída de la Primera República, se dedicó a la política con excepcional energía. En muchos sentidos, la historia de Berlusconi es inextricablemente italiana. Pero también va más allá de la península. Al aprovechó su fama y celebridad para hacerse con el poder —y, contra todo pronóstico, conservarlo—, Berlusconi le dio un modelo a la carrera política de Trump.

Las similitudes entre ambos son evidentes. Los dos tenían un ego desorbitado, no ocultaban su admiración por los autócratas, estaban obsesionados con la televisión y sentían predilección por los muebles kitsch y los chistes lascivos. Quizá lo más importante es que ambos poseían una habilidad instintiva para sacar provecho de las pasiones de la gente. Uno procedía del sector inmobiliario, el otro de los medios de comunicación: se encontraban a medio camino, en la frontera del entretenimiento. También compartían una predilección por la política de la paranoia. Mucho antes de que Trump gritara “cacería de brujas” y tachara de “psicópata” al fiscal del distrito de Manhattan, Berlusconi denunciaba el complot comunista de los jueces de “toga roja” que se habían propuesto destruirlo.

Los trucos y rarezas de Berlusconi para eludir a sus críticos competían con los de Trump, y quizá incluso los superaban. El dinero que se dice que Trump pagó a Stormy Daniels parece casi mundano comparado con la vez que Berlusconi llamó a la policía alegando que Karima el-Mahroug, una joven de 17 años invitada a una de sus infames fiestas “bunga bunga” que había sido detenida, era sobrina del expresidente egipcio Hosni Mubarak. Berlusconi siempre tenía una respuesta para cualquier acusación.

La ostentosa fortuna de Berlusconi —estimada en 6800 millones de dólares e integrada por decenas de empresas de medios de comunicación, finanzas, deportes e inmobiliarias— era la base de su proyecto político. Predicó su propia versión del evangelio de la prosperidad, la cual despertó la esperanza en los italianos desalentados por una clase política corrupta y el estancamiento económico. Dos décadas antes de que Trump atrajera el interés de los estadounidenses que la globalización dejó atrás, Berlusconi capturó la imaginación de los “hombres olvidados” de Italia, con la promesa de nuevos empleos y recortes de impuestos.

Berlusconi, una figura contradictoria, predicaba la “anarquía ética” mientras daba cabida a la extrema derecha, despertaba pasiones con las hazañas de su equipo de fútbol y se rodeaba de una corte siempre cambiante de asesores, amigos, lacayos y acólitos que esperaban aprovecharse de su proverbial generosidad. De día, se ganaba los votos de la clase trabajadora. De noche, convidaba a sus invitados a admirar un volcán artificial del cual brotaban lapilli de verdad en el inmenso jardín de la villa de 126 habitaciones en la costa sarda, que tanto gustaba a los oligarcas.

Como Berlusconi nunca separó lo personal de lo político, su caída se produjo en ambos frentes al mismo tiempo. Sus adversarios políticos lo acosaban sin cesar por intentar manipular las leyes en su propio beneficio y su estilo de vida era cada vez más escandaloso. Su nombre siempre estuvo asociado a las fiestas sexuales que insistía en definir como “cenas elegantes”. Cuando, en 2009, Berlusconi eligió a las candidatas al Parlamento Europeo entre las invitadas a estas reuniones, su segunda esposa, Veronica Lario, se pronunció públicamente en contra de este comportamiento “vulgar y desvergonzado” y le pidió el divorcio.

Dos años después, una carta del Banco Central Europeo puso fin a su carrera como primer ministro y una sentencia por fraude fiscal obligó su salida del Senado. Pero todavía no estaba acabado. Fue absuelto tres veces en juicios relacionados con sus fiestas sexuales y se le readmitió en el Parlamento en 2022. A pesar del menguante apoyo electoral a su partido, Forza Italia, siguió siendo una figura importante de la política italiana, y tuvo un papel fundamental en la formación del gobierno actual. Su capacidad de tolerancia para la montaña rusa de éxitos y fracasos solo puede definirse como trumpiana, o quizá la resiliencia de Trump sea berlusconiana.

Más allá de las grandes similitudes entre los dos hombres, existe una gran diferencia. Berlusconi era un tipo que brillaba con luz propia, que destilaba optimismo y esperanza en el futuro. Tenía una confianza casi reaganesca en el libre mercado y en el libre albedrío de los individuos, algo muy distinto del proteccionismo de Trump. Mientras que la imagen de Trump se define por la mirada sombría y enfurecida que contempla el desarrollo de la carnicería estadounidense, la personalidad de Berlusconi se transmitía mejor por su perenne sonrisa amplia y luminosa. Era él mismo cuando entretenía a sus invitados con bromas soeces y canciones festivas. Su personalidad tenía una cualidad de dolce vita de la que Trump carece.

Ya fuera que se lo propusiera o no, Berlusconi fue determinante en la creación del tipo de política de celebridades que Trump utilizó para hacerse con el poder y transformar la política estadounidense. Las dos celebridades políticas, que tanto compartían entre sí, tenían una cosa más en común. Ambos pensaban que eran los únicos que podían salvar a sus países y, a cambio, fueron acusados de ser la única causa de sus males. Que una visión tan simplista pudiera, por un momento, parecer no solo creíble sino cierta es una prueba de la enorme influencia de estos hombres del espectáculo.

Mattia Ferraresi es el director editorial del diario italiano Domani.

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