Amar el trabajo es abrazar nuestro sometimiento

Conocí a N. en una app de citas. Paseamos por Alicante buscando una pizzería y hablamos de nuestras ocupaciones. N. estudia Bellas Artes y trabaja en un outlet de ropa deportiva. Me cuenta que su trabajo es un poco tedioso, pero que se pone música en los auriculares y se le pasan las horas. Y luego prosigue con desconcierto: sus compañeras están encantadas con la empresa. Tiene valores verdes y feministas, les hace un descuento en toda la tienda y les premia con un bono si trabajan a buen ritmo. Un cóctel de ética verde, competición y chantaje consumista vuelve encantador un curro mal pagado que consiste en apilar cajas de zapatillas para hacer deporte y estar en forma para apilar cajas de zapatillas. No imaginaba llegar a conocer en una sola tarde semejante despliegue de seducción.

Amar el trabajo es abrazar nuestro sometimiento
Enrique Flores

Paul Lafargue escribió en El derecho a la pereza que todas las miserias de las sociedades capitalistas tenían una sola causa, y esa causa es el amor al trabajo. Lafargue no se refiere a la codicia o a la envidia, sino a la pasión desatada que los propios trabajadores sentimos por nuestras ocupaciones. Situaba así la fuente de nuestras fatigas en la esfera de la reproducción social, un cambio de mirada que nos permite cuestionar el trabajo desde el apego y su economía libidinal: ¿cómo hemos aprendido a amarlo? ¿Quién lo volvió tan atractivo, tan extrañamente edificante? ¿Por qué nuestros trabajos nos encandilan con una retórica de vida buena cuando no hacen sino impedirla, saturando con sus demandas todos los tiempos, todos los afectos, todas las capacidades que tenemos?

En su libro Intimidades congeladas, la socióloga Eva Illouz nos habla de los experimentos Hawthorne, desarrollados por Elton Mayo en el Chicago de los años veinte. Sus resultados revelaron que la productividad no aumentaba tanto con una mejora de las condiciones materiales del puesto de trabajo, sino prestando atención a los operarios. Mostraban que el cuidado de un vínculo afectivo entre trabajador y empresa era una clave para el éxito y la explotación tan sofisticada como desconocida. A partir de ese momento, valora Illouz, el estilo empresarial y el management comenzaron a revolucionarse, y las empresas se dedicaron a invertir en las oscuras artes de la seducción: se llenaron de psicólogos y coaches ontológicos, hicieron de su entorno un espacio siniestramente amigable, enarbolaron las banderas de la ayuda humanitaria. Lo que Mayo descubrió en los años veinte, la película Monstruos SA nos lo enseñaba en 2001: las pasiones alegres generan mucha más energía que el miedo.

No importa qué trabajo tengas, cualificado o no, manual o intelectual, sedentario o nómada. No importa si cargas cajas o enseñas álgebra, el trabajo siempre tratará de seducirte, confundiéndose con tu vida, con tu credo, con tus valores, con tus anhelos. La clave de la servidumbre no está ahora en gobernar el cuerpo con disciplinas varias, como en tiempos de capitalismo industrial, sino en gobernar las almas, esto es, gobernar el deseo. Se trata de implicar al sujeto plenamente en la conducta que ha de seguir, como explican los pensadores Christian Laval y Pierre Dardot, de relativizar en favor del capital la férrea frontera entre ocio y negocio. El amor al trabajo que denunciaba Lafargue, en suma, es una versión contemporánea de lo que La Boétie denominó servidumbre voluntaria: amar el trabajo es abrazar nuestro sometimiento.

Si atendemos a lo que el sociólogo Renyi Hong explica en Passionate Work, esta jerigonza del entusiasmo cuenta con dos rasgos esenciales. El primero es una trampa ideológica: debemos ser felices y vivir bien pese a las dificultades económicas. La segunda pasa por reconocer que la pasión por el trabajo no es un mero sentimiento, sino una estructura afectiva: las formas contemporáneas del trabajo se han vuelto a la vez más deseables y más explotadoras, de modo que se nos pide que sigamos nuestros sueños precisamente para combatir los problemas de la economía. La pasión por el trabajo se moviliza como un escudo, un medio de atenuar el drenaje psíquico de la incertidumbre económica y la escasez de ingresos. Así, el trabajo deja de ser un espacio de ejercicio de la virtud (“el trabajo dignifica”) para leerse en términos de compensación psicológica (“no te quejes, trabajas de lo que te gusta”): nos ofrece más glamur y menos sueldo, disfraza la precariedad con los ropajes de la aventura, llama flexibilidad a la disponibilidad absoluta. La realización personal que promete es una exigencia velada de no dejar de trabajar, de volvernos emocionalmente dependientes de nuestra ocupación. Estamos ante una nueva cultura de las emociones donde estar motivado es sinónimo tanto de alto rendimiento como de la ausencia de cualquier cuestionamiento crítico.

Lo que quiero decir, me explica N. con un trozo de pizza en la mano, es que a veces tenemos que protegernos de lo que queremos, como clamaba la artista Jenny Holzer en sus carteles luminosos. O que, al menos, hemos de ser conscientes de cómo deseamos, de qué damos cuando amamos: ya que tenemos que vender nuestra alma para pagar el alquiler y los carbohidratos, vendámosla un poco cara. Si los aprendizajes de nuestro corazón sobre la vocación y sus fanfarrias nos han llevado a estar sometidos en nombre de la libertad y la pasión, la disidencia consiste en preguntarnos si podemos amar distinto, si podemos transformar el modo en que deseamos para boicotear así la cultura de las emociones profesionales.

Y lo cierto, por suerte, es que no estamos solos en este aprendizaje del desamor. Allí donde parecía que era necesario trabajar 10 y hasta 12 horas, la huelga de La Canadiense nos mostró, en 1919 en Barcelona, que bastaba con trabajar ocho, y hoy entendemos que sobra con 32 semanales. Allí donde parecía que las mujeres tenían que dedicarse al hogar, y que lo suyo no era trabajo sino el tributo debido de su amor, los paros feministas que se iniciaron en Argentina en 2016 criticaron la división sexual del trabajo y visibilizaron esa mayoría silenciosa que se desloma en casa y no cobra. En la segunda mitad de 2021, unos veinticinco millones de estadounidenses dejaron sus trabajos: querían una vida con menos reputación y más salud mental, se dijo. El fenómeno fue bautizado como la Gran Renuncia, y aunque duró muy poco, aspiraba a inaugurar lo que The New York Times denominó “la era de la anti-ambición”. Las huelgas en Francia de la pasada primavera contra la reforma de las pensiones se alzan para vindicar que la vida está en otra parte, más allá de la meritocracia. Todas estas son historias de desamor, pero de desamor del bueno: nos enseñan a desenamorarnos del trabajo. Nos recuerdan que nuestra relación tóxica con nuestro empleo no es incondicional, nos animan a vivir y amar de otro modo. Porque no es amor, no. Lo que sentimos se llama obsesión.

Solo cuando el proletariado se desenamore y diga “yo no quiero”, se esfumarán todas las miserias capitalistas, nos promete Lafargue. Solo desenamorándonos del trabajo podremos dirigir nuestro deseo a inventar una vida buena. No he vuelto a ver a N., creo que ahora vive en Bilbao. La pizzería cerró la semana pasada por falta de personal.

Juan Evaristo Valls Boix es escritor y profesor Filosofía de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Metafísica de la pereza (editorial NED).

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