Comprender a Libia

Todas sus cuentas en las redes sociales han desaparecido de pronto, se han cerrado.

Es el 4 de abril de 2019 y el mariscal Haftar acaba de dar a sus tropas la orden de “marchar” hacia Trípoli. Al día siguiente explica: “Voy a limpiar la ciudad de terroristas”. El tono es inequívoco.

Los que han cerrado sus redes sociales son los numerosos libios, procuradores, jueces, abogados y activistas con los que trabajo ya desde hace años, que se encuentran en Bengasi, Trípoli y otras ciudades y que, en la incertidumbre sobre lo que va a ocurrir, se esconden mientras esperan el fuego de mortero y los bombardeos. Están atrapados, ya no pueden salir. Las comunicaciones son cada vez más escasas, solo a través de Signal o Telegram, frases cortas, como “de momento estoy bien, no sé qué va a pasar, pero creo que todo va a salir bien”, que me envía Emad, como quien manifiesta un deseo. Un deseo expresado en medio del espeso silencio de la noche que envuelve Trípoli.

La ofensiva de las tropas del Ejército Nacional Libio (ENL) no es, por desgracia, más que otra manifestación de la violencia entre las muchas que sufren los libios desde hace decenios, igual que para todos los migrantes secuestrados por unos cuantos desde hace años en centros de detención y prisiones, todos violados, torturados, extorsionados.

El 7 de abril, el ENL, la fuerza paramilitar dirigida por el mariscal Haftar, llevó a cabo su primera incursión aérea contra la parte sur de Trípoli. Las fuerzas leales al Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA, en sus siglas en inglés) habían realizado su primer ataque aéreo el día anterior como medida preventiva.

El mundo entero ha protestado tras las declaraciones del mariscal Haftar; las capitales occidentales, con una hipocresía insoportable, apelan al mariscal a que ceda y detenga su avance. Pero ¿hasta qué punto esta decisión, que todos califican de sorprendente, lo es verdaderamente? ¿Qué tiene de asombroso? Las que protestan son las mismas capitales y organizaciones internacionales que reciben y acogen a Haftar desde hace años, empezando por Francia. Esos Estados y organismos que fingen estar sorprendidos saben, además, que Haftar no va a detenerse. ¿Por qué va a hacerlo, si hasta ahora se le ha permitido todo? Y, para colmo, el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, está en Libia precisamente cuando el mariscal pone en marcha su ofensiva. ¿Ironía o burla a la ONU?

¿Quién puede presumir hoy de comprender la situación en Libia? Nadie. Y, aun así, es una pregunta frecuente. ¿Cómo hemos llegado aquí? La respuesta es sencilla: porque el mundo entero ha decidido dejar Libia en manos de las redes mafiosas, debido al miedo a la ola migratoria que Gadafi había prometido que inundaría Europa, por motivos económicos y, sobre todo, porque este país, en realidad, no ha conocido ninguna transición, ningún proceso de justicia y verdad, nada que arroje luz sobre los años del Gobierno de Muamar Gadafi.

Qué lejos queda ya aquella revolución de 2011, llena de promesas y un futuro prometedor.

Ni el Gobierno reconocido y sostenido por la ONU, el GNA del primer ministro Fayez al Sarraj, ni los anteriores, han hecho nada para tratar de reconstruir el Estado de derecho en Libia, restablecer la seguridad y emprender una labor de justicia y reconciliación. Sin embargo, existió esa esperanza entre 2011 y 2014, cuando Libia incluso llegó, gracias al empeño del ministro de Justicia Salah Marghani, a aprobar un decreto pionero que reconocía las violaciones cometidas a millares durante la revolución de 2011, e incluso antes, bajo el régimen de Gadafi.

En efecto, durante toda la revuelta libia la violación estuvo presente, utilizada por el régimen como instrumento de represión contra las protestas. Se trataba de romper a la oposición, de aterrorizar y demoler a los manifestantes. La estrategia de la violación tenía sentido en la lógica del régimen. El líder ha construido un muro ultraseguro alrededor del poder, en un régimen que se proclamaba autoritario. La población oprimida debía convivir con unos servicios de seguridad e información fundamentales y omnipotentes.

La muerte del líder libio no acabó con esta práctica, sino todo lo contrario Hoy se mantiene. Algunos explican que Gadafi creó “una cultura de la violación” en el país y, como consecuencia, los grupos armados utilizan la violencia sexual de forma habitual. A esa generalización contribuyen también el caos político y social y la lucha constante por el poder territorial. La violación se ha convertido en un instrumento de venganza y terror en manos de las milicias, las katiba, y de las tribus rivales, que la emplean para aplicar la ley del talión.

La hostilidad entre las tribus se ha agudizado por culpa del conflicto que se prolonga desde 2011. Y por encima de él planea la sombra de la estrategia de la violación que no terminó con la muerte de Gadafi. Un libio entrevistado para el documental Libia, anatomía de un crimen explica: “Al ordenar a sus tropas que cometieran violaciones, él sabía lo que hacía: la violación exige venganza y engendra un ciclo de represalias sin fin. Antes teníamos un solo Gadafi, hoy tenemos miles como él”.

Desde que murió el líder libio, la lucha de poder se desarrolla entre las milicias que controlan el territorio, y la violación se ha convertido en un método para anular políticamente a los rivales. La experiencia deja heridas irreversibles en la víctima, pero también en la tribu a la que pertenece, y hay que tener en cuenta que las redes tribales son el centro de la vida política del país. Es decir, afecta también a muchos hombres, que son quienes dominan la vida política y pública. Y, por un efecto dominó, la violación es también el mayor instrumento de humillación contra casi todos los inmigrantes encerrados en los centros de detención y en las rutas migratorias. Es una herramienta fundamental, un arma que destruye todo a su paso y deja profundas secuelas durante generaciones.

La comunidad internacional y, sobre todo, Naciones Unidas y la Unión Europea deben apoyar una política de restablecimiento de la seguridad y el Estado de derecho en Libia, y deben empezar por resolver la situación de esos miles de migrantes víctimas del tráfico de personas. Para ello, lo primero es dejar de hacer el juego al mariscal Haftar y desplegar una política clara, que esté a la altura de los valores representados por la ONU y la UE. Además, la Corte Penal Internacional debe acelerar sus investigaciones sobre Libia, empezando por definir los crímenes cometidos contra los migrantes como crímenes contra la humanidad. Y, por último, todos nosotros debemos ayudar a los libios y las libias, activistas y ciudadanos corrientes, a construir su país sobre unos cimientos democráticos y respetuosos con el Estado de derecho, como tantos lo desean. Los libios son las principales víctimas de este caos intolerable, abandonados por una Europa en la que creían. No lo olvidemos.

Céline Bardet es investigadora internacional especialista en crímenes de guerra y fundadora de la ONG We Are Not Weapons of War.

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