Conocimientos menores

La crónica, género menor, no debe desdeñar los conocimientos menores y los detalles. Se podría sostener que la crónica es uno de los grandes artes de lo particular. El profesor chileno Carlos Peña, rector, filósofo, jurista y pedagogo, nos aconseja a todos, sin excluir a gobernantes y magistrados, leer más filosofía. Respeto su consejo y hasta podría decir que lo comparto, y que a veces, en noches de insomnio, me doy el lujo de abrir alguna página de Schopenhauer o de Federico Nietszche. Me permito añadir un contraconsejo al de don Carlos Peña: leer más filosofía y leer más poesía y poesía difícil, como el segundo Fausto de Goethe o la del vanguardista brasileño Haroldo de Campos, que enseñaba en la Universidad de Sao Paulo y solía escribir en las revistas mexicanas del gran Octavio Paz. Ya que nos estamos acercando al Brasil, pienso que conocerlo un poco mejor no nos hace ningún daño.

Tuve la suerte de conocer el gigante brasileño por dentro a mis veintitantos años, en mi calidad entonces de joven chileno indocumentado. Había un grupo interesante, olvidado, que viajaba con plena fidelidad desde Santiago de Chile a las bienales de arte de Sao Paulo. Me acuerdo de los personajes principales de ese grupo como si fuera hoy: Leopoldo Castedo, el historiador español, con su célebre camioneta de aficionado a la arqueología y de historiador del arte iberoamericano; Sergio Larraín García Moreno, gran decano de arquitectura de la Universidad Católica de Santiago; Mario Valdivieso, también arquitecto; Nemesio Antúnez, pintor; Luis Oyarzún Peña, profesor de Estética; Enrique Bello Cruz, director de la revista «Pro Arte». Cuando ellos regresaban de sus viajes de exploración por el Brasil, las narraciones de los episodios principales del viaje por Lucho Oyarzún eran de la mejor literatura oral que me ha tocado escuchar en mi vida. En sus palabras, la magia brasileña volaba entre los campanarios y las nubes del barrio bajo de Santiago. Por mi parte, vendí algunos ejemplares de mi primer libro de cuentos, El patio, y tomé un avión de dos motores a hélice en el aeropuerto de Los Cerrillos. A las pocas horas de vuelo, mirando desde mi cabina unas canchas de aterrizaje de tierra roja, supe que hacíamos escala en la ciudad de Asunción del Paraguay. Al día siguiente, ya instalado en casa de amigos en Río, me encontraba en el segundo piso de una taberna del mercado municipal del puerto de Río de Janeiro, entre poetas y periodistas que cantaban canciones de sus provincias, de Minas Gerais o de Cachoeira de Itapemirim, que gritaban, y que habían decidido identificarme como «el sobrino de Gabriela Mistral», y que se llamaban Paulo Mendes Campos, Fernando Sabino, Newton Freitas o Rubem Braga. Comíamos maravillosos camarones y frente a nuestras ventanas se encontraba la llamada Isla Fiscal, o Isla del Gobernador, y me contaban que en esa isla, a fines del siglo XIX, se había celebrado una legendaria fiesta ofrecida por el emperador don Pedro II a los marinos del buque escuela de Chile que habían desembarcado en el Brasil después de una larga gira de instrucción por el resto del mundo. El baile de los marinos chilenos ya formaba parte de la mitología y de las leyendas cariocas.

Muchos años después, leyendo crónicas, memorias, novelas de Joaquín Edwads Bello, el más lusitano de los clásicos chilenos, que escribió un curioso Don Juan Lusitano y un no menos curioso Tres meses en Río de Janeiro. Descubrí que un oficial de marina, pariente de Joaquín y de mi abuelo paterno, apareció en la casa familiar de la calle del Teatro de Valparaíso, en uniforme de gala, con un monito tití en los hombros que, según él, le había regalado en persona, al final del famoso baile en la isla, el emperador don Pedro II.

Hacia el final de esa visita mía a Río me encontraba en un bar que se llamaba Antonio, en los confines de Ipanema, y ahora me digo que la música, la crónica, la poesía, difícil o no difícil, también eran esenciales. Se escuchaba la guitarra y la voz algo aguardentosa del bahiano Dorival Caymi. Y Acario Cotapos, que llegaba a la casa de Neruda en Isla Negra en compañía de músicos muy conocidos, don Alfonso Leng y Domingo Santa Cruz, nos hablaba a cada rato de su amistad con el gran maestro brasileño Heitor Villalobos. Comenté el tema con mi viejo amigo Rubem Braga en una de las mesas nocturnas de Antonio y uno de los señores que ocupaban la mesa de al lado, editor de música, me pidió la dirección y me mandó a la mañana siguiente un maravilloso álbum de música para piano de Heitor Villalobos: Bachianas brasileiras, Choros, y un largo etcétera. Fue un gesto, el de ese vecino de mesa, que me ayudó a entender el Brasil, y las flautas, los violines, los conjuntos corales de Villalobos, los sones callejeros, también contribuyeron a lo mismo.

Busco ahora ese álbum entre discos de antiguo formato y compruebo que tendré que conseguir un tocadiscos antiguo y un técnico que me lo sepa instalar. Pero entrar en el conocimiento de otro país por la poesía, por la conversación de cronistas y narradores, por cantantes y compositores del pasado, no es tan mala idea como podría pensar algún mal pensado. Como ahora se perfila toda una época de diplomacia diferente en el cono sur de nuestro continente americano, me digo que hay que empezar a estudiar, y a poner atención. Ya escribiré algo sobre el lusitanismo de Joaquín, que derivaba de esa estada de tres meses en Río de Janeiro y de sus apasionadas lecturas de Eça de Queiros, el del primo Basilio y el de las aventuras de Fadrique Mendes. Eça era como el hermano mayor de Machado de Assis, y yo, en los segundos pisos del mercado de Río, fui conocido durante un rato como el sobrino de Gabriela Mistral, broma que dio para bastante. Así como Vinicius de Moraes era el gran nerudiano de la nueva poesía, y como Neruda, que contaba conversaciones en las callejuelas de Catete con Gabriela Mistral y con Alfonso Reyes, el gran ensayista de nuestra lengua, que había sido embajador de México en el Brasil: «cosas idas y vividas», como escribiría otro gran brasileño profundamente conectado con Chile, Joaquín Nabuco, embajador de su país en Santiago y autor de un notable ensayo biográfico sobre nuestro presidente Balmaceda, ensayo que prologué alguna vez para una editorial brasileña.

Me despido entonces con el propósito de releer un cuento de Machado de Assis, y de terminar su novela de madurez sobre el tema de la dualidad y de la polarización acción extrema, Esaú y Jacob, novela sobre el destino y los falsos profetas políticos, casi siempre equivocados.

Jorge Edwards es escritor.

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