Convencer o conllevarse, federalismo o nacionalismo

Por Pasqual Maragall, presidente de la Generalitat de Cataluña (EL PAIS, 28/08/05):

Se va a decidir el Estatuto de Catalunya -y se abrirá así el segundo cuarto de siglo constitucional, aunque el nacionalismo catalán y el español no tienen mucho interés en ello-.

Se va a decidir, crucemos los dedos, la paz en Euskadi.

Recuerdo que hace 20 años nos reunimos los ex compañeros de las Organizaciones Frente (Flp, Esba y Foc), que habían sido en los años 60 una estructura clandestina de izquierda radical, no comunista -y que al lado del PCE-PSUC de Carrillo, López Raimundo y El Guti empequeñecían-. Al final del encuentro nos autoconvocamos para una próxima reunión en San Sebastián -"cuando haya paz", dijo Recalde-. A Recalde casi lo matan, años más tarde. No nos hemos reunido.

El drama vasco/español tiene entre sus causas inmediatas (no hablo de las causas históricas anteriores), un exceso de maldad: la de Franco en el Decreto del 38 del siglo pasado, cuando sentenció que abolía los fueros del "las provincias traidoras de Vizcaya y Guipúzcoa". Franco mantuvo los fueros de Navarra y Vitoria, que le fueron fieles en el momento del alzamiento militar.

Se dirá que todas las guerras son igualmente indecentes y perversas, y es cierto. Pero añadir ese plus de odio específico, geográficamente determinado, a la brutalidad de una guerra civil, y luego arrasar por primera vez en la historia moderna una ciudad, una pequeña ciudad símbolo de una nación, Gernika, contribuyó con toda probabilidad al nacimiento del drama. Contribuyó a cristalizar el odio vengativo de los terroristas, que acabó apuntando y disparando incluso contra los que querían, contra todo odio, reivindicar el pasado y el futuro de Euskadi, como Lluch, Buesa, Gregorio Ordóñez y Recalde.

Estuve en el hospital con Recalde y en los entierros de Lluch, Buesa y Ordóñez. Confieso que desde entonces he considerado que la política puede muy poco. No puede evitar que finalmente un individuo o un grupo de individuos, para conseguir objetivos que creen que la democracia no les permite obtener, maten a un ser humano, destrocen a una familia, entristezcan a una ciudad y turben a toda una nación -al mundo entero, ya ahora- sabiendo que esa misma e impotente democracia les garantiza la vida a esos individuos. Que tiene que respetársela. Y que la venganza, la justicia vengativa, como se verá en Gran Bretaña, no mejora las cosas, las empeora, aunque de momento genere una apariencia de justicia, de proporcionalidad.

Como ha dicho el presidente Zapatero, hay que ir modestamente pero incansablemente, con pasión contenida y lúcida, a deshacer el nudo de la causa, de las causas del odio. Sabiendo que el tiempo de la solución no es el tiempo de un gobierno, ni siquiera el tiempo de la vida de muchos de los que sufrieron directamente, en sus familias, en su entorno, el daño de la muerte y el sentimiento incontenible de venganza.

No digo que no tengan justificación las actitudes machaconas en contra de los que no proclaman diariamente su repugnancia frente al terror. Esas actitudes, que no comparto porque no bastan para vencer en la porfía, tienen una función. Que es la de vacunar a la sociedad contra el olvido -esa sinuosa amenaza-.

Digo sin embargo que es imposible aislar unos problemas de otros, unos territorios de otros; que es inútil que unos, los nacionalistas catalanes, pretendan que ese drama español no nos afecta directamente; e inútil que otros, los nacionalistas españoles, pretendan que ese drama es el único, el único tema y que, en función del mismo, todo intento de avanzar en la devolución a los territorios de un mayor dominio sobre sus propias trayectorias, es el principio de una nueva traición, de un drama semejante.

No se puede hablar de España ni tampoco de Catalunya, fíjense bien, sin empezar por aquí. Pero no se puede terminar aquí.

Ni Catalunya puede ignorar los problemas de España para legitimar una vuelta "a lo nuestro"..., ni en España puede instalarse la idea de que Catalunya es "el auténtico problema".

En cierto modo sí es verdad que Catalunya es el auténtico problema. Pero no en el sentido que normalmente se le podría dar a esa expresión. Voy a intentar explicarme.

Euskadi y Navarra han sido siempre una excepción española, en el sentido estricto de que España les ha conferido o admitido siempre un régimen excepcional, y lo ha pactado -incluso Franco respetó ese pacto, como he dicho, sólo que excluyendo de los beneficios correlativos a dos de sus provincias, por su traición-.

Catalunya es demasiado grande para ser una excepción -me excuso por el atrevimiento, pero no se me ocurre otra manera rápida de que se entienda la diferencia entre un caso y el otro. Ahora matizaré-.

No es que la diferencia entre tres y siete millones de habitantes sea tan grande. Andalucía es mayor que Catalunya, ya puestos. Pero, en primer lugar, hay que recordar que España, históricamente, es el resultado de la unión de las dos grandes coronas, la de Castilla y la de Aragón, con la excepción vasconavarra y la posterior conquista del sur.

Y en segundo lugar, recordar que a partir del hundimiento total del imperio a finales del siglo XIX, una parte de la corona de Aragón, Catalunya, inició una espectacular recuperación política, económica y cultural que culminó con el primer Estatuto de autonomía, el de 1932. Vascos y gallegos siguieron después, con bastante retraso. Andalucía no llegó a tiempo. La Guerra Civil y la muerte de Blas Infante lo impidieron.

No es extraño pues que el Estatuto de autonomía de Catalunya de 1979 haya sido en buena medida un referente fundamental del Estado de las autonomías en su conjunto, siendo el caso vasco, como vengo diciendo, un hecho con más precedentes premodernos, y por otra parte un hecho inmerso en una tragedia muy especial, muy dramática.

El caso de Catalunya es muy distinto al vasco. ¿Catalunya, qué quiere? Catalunya quiere una España plural, una España de los pueblos de España, una España de corte federal, en la que coincidimos los federalistas y los soberanistas que no ven ahora otro horizonte posible porque, a mi juicio, no lo hay.

Los nacionalistas creen que todo eso son quimeras, y me refiero a los nacionalistas catalanes y los españoles. Ambos lo tienen muy claro: nación, como madre, sólo hay una, cada uno la suya, incompatibles. La conllevancia es su consigna, en el mejor de los casos. Como Joan Maragall, que al final de su largo epistolario con Unamuno concluía que lo mejor era no tratar de convencerse unos a otros, tan sólo conllevarse y mantener una relación educada.

En el fondo fue eso lo que hicieron Pujol y González. Y lo que hicieron Aznar y Pujol en sus ocho años de entendimiento es para mí incomprensible: en cierto sentido no hicieron nada. Quizás ya era mucho: convivir, cohabitar. Aznar ya hizo mucho metiendo a toda la derecha española dentro de una Constitución que él no había votado. Y Pujol hizo algo más importante. Insertar y mantener durante 20 años a Catalunya en el marco de una Constitución y un Estatuto que no fueron especialmente obra suya.

Han pasado 100 años justos del epistolario Maragall-Unamuno, 100 años, dos dictaduras y una guerra civil. Los últimos 25 años, esta vez sí, de paz, democracia y progreso económico y social. Y de integración por fin en Europa.

¿Es ingenuo pensar que "esta vez sí"? ¿Que la España plural se acepta tal como es? ¿Que los pueblos de España han encontrado el camino federal y pluralista de su convivencia? ¿Que hemos superado el mal presagio de Machado sobre la suerte que esperaba a todos los nacidos en la piel de toro, que una de las dos Españas iba a helarles el corazón, como de alguna manera le sucedió también a él? ¿Será verdad que la Oda a España de Maragall ha producido sus efectos e Iberia ha roto a llorar, como él dijo, con lágrimas de madre? ¿Que Castilla ya no desprecia cuanto ignora? ¿Que el laberinto español tiene salida?

Puede que sí. Lo malo es que todo eso quizás sea un escenario casi mitológico, anclado en una generación, la mía, que ya sólo obtura con sus ilusiones y sus pesadillas la apertura de una nueva etapa más pragmática, más matter of fact, menos nacionalista española o catalana.

Lo malo, digo, es que la ilusión quizás la tenemos solo unos cuantos. Otros, los uniformistas, tienden a pensar que la justicia es contraria a la diferencia; creen que la "asimetría" que dicen que queremos imponer consiste en "dos piernas para unos y pata de palo para otros", cuando la asimetría que realmente padecen los pueblos distintos es que se les trate como iguales en su lengua, en su derecho civil y en su historia.

Felipe V, si bien tuvo en Catalunya muchos partidarios, fue aquí un rey impuesto, que borró derechos y leyes y acabó arrasando un 25% de las casas de Barcelona para construir una Ciudadela militar desde donde mejor bombardear la ciudad. Y sus derechos.

Se dirá justamente que desde esa Ciudadela si algo se proyecta ahora no son ya artefactos explosivos, sino leyes democráticas. La Ciudadela se ha convertido en Parlament de Catalunya después de ser fracasado Palacio de la Reina Regente, cuyos símbolos todavía campean en el edificio, y luego museo de arte. La Reina, cuando la Expo Universal de 1888, prefirió alojarse en el Ayuntamiento de Barcelona, en una sala que hoy es sala de plenos con su nombre y su retrato.

Pero volvamos al hilo central. La asimetría más dañina es la obstinada negación de la diferencia. Si en algo habría que corregir la trilogía de valores de la Revolución Francesa es en eso: la diversidad es un valor tan decisivo como la igualdad. Eso hoy. Hace dos siglos, quizás menos.

Hay hoy en España una cierta delectación en generalizar las diferencias, "no sea que se conviertan en desigualdades". La cláusula de la región más favorecida prevista inicialmente en el Estatuto valenciano es sintomática de ese espíritu.

Igualmente discutible fue la ligereza con la que los Estatutos deshicieron el trabajoso equilibrio de las disposiciones finales de la Constitución, que daban un camino propio hacia la autonomía a las nacionalidades históricas que ya tuvieron Estatuto en el pasado (durante la II República) y que restablecían los fueros vascos derogados por Franco en dos provincias y rebajados antes por las leyes liberales del XIX.

Cierto que Andalucía tenía, si no un precedente claro, como las tres nacionalidades históricas, un precedente presumible, imaginable. De no haberse producido o no haber terminado la guerra civil como terminó, ya lo he dicho, los seguidores de Blas Infante probablemente hubieran conseguido un cuarto Estatuto. Y hoy las históricas serían cuatro y el resto probablemente regiones de España. La distinción entre regiones y nacionalidades no presentaría tantas dificultades.

Pero sí algunas porque, vamos a ver: ¿qué ocurre con las antiguas coronas o partes de la Corona de Aragón que comparten con Catalunya las cuatro barras en su bandera? Y aún en Aragón la lengua catalana es común en toda la zona de la Franja, y es idioma reconocido por el Estatuto aragonés. Como lo es el valenciano/catalán en Valencia y el catalán tout court en Baleares.

A todo lo dicho tiene que darle solución el Consejo de Estado, a quien el presidente del Gobierno transmitió el encargo de ir pensando en los cuatro cambios constitucionales precisos tras 25 años de navegación democrática y autonómica:

1.- La contradicción entre lo previsto para la sucesión a la Corona y la igualdad constitucional entre los dos sexos;

2.- La mención de las autonomías creadas al amparo de la Carta Magna pero inexistentes en ella -y ahí se plantea irremediablemente el tema de cuáles son nacionalidades, cuales naciones, y cuales regiones-;

3.- La creación a partir de las comunidades autónomas de un Senado que sea realmente la Cámara de las autonomías, ahora que las mismas existen, como se pretendía en 1978; y

4.- La introducción de Europa en la Constitución, tras haberse España introducido en Europa hará pronto 20 años.

El presidente del Consejo de Estado propuso (antes de serlo) que el artículo dos de la Constitución, sujeto a referéndum, se modificara para añadir a la mención de la "indisoluble unidad de los pueblos de España" la siguiente especificación: "De la que forman parte las Comunidades nacionales de Catalunya, Euskadi y Galicia, y la foral de Navarra". Sin embargo, en el encargo transmitido por el Gobierno al Consejo de Estado esa cuestión no se ha planteado.

En esas estamos. Rubio Llorente ha explicado hará casi un año -todo eso viene de lejos- que las Comunidades nacionales a las que se refiere no tienen por qué coincidir con las Comunidades autónomas respectivas, que se trata de territorios culturales y con derecho civil distinto al de Castilla y León. No sé si esa prudente consideración facilita o complica las cosas. Parece prudente en el sentido de reintegrar a una terminología común las Comunidades autónomas que utilizaron el término "nacionalidad" en sus primeros Estatutos. Pero plantea otros problemas.

Al nacionalismo español y a los autonómicos (el catalán, el vasco y el gallego) todo esto les parece una pérdida de tiempo. Mejor es ir conviviendo y "qui dies passa anys empeny", como decimos en Catalunya ("pasando los días, se empujan los años" podríamos traducir). Se hace camino al andar, como diría el poeta andaluz enterrado en la Catalunya francesa.

Se hace camino. Se ha hecho. Pero va siendo hora de que hablen los poetas de hoy, porque se abren caminos andando, "es fressen camins", como decimos en catalán, pero luego hay que ponerles bordillo y pintarlos en el mapa. De otro modo se pierden. Muchos caminos perdidos hay en nuestra historia.

Catalunya hace su Estatuto no para provocar ni para refocilarse en una derrota para algunos previsible, sino para entrar con buen pie en el siglo XXI, el de la mejora del autogobierno y la financiación de Catalunya en una España federal.

Que quede claro: para avanzar con todo el pueblo al lado. Dicen que sin que el pueblo se entere. Ya lo veremos. Puede que a algunos les agradaría que no se enterase. Pero se va a enterar, y tanto. Se está enterando.