Cuatro lecciones y una polémica

Cuando se observan los impactos de la crisis sobre nuestra economía, la primera lección que se obtiene es la de que esa crisis ha sido española en su origen, tuvo entidad propia y, además, se anticipó varios trimestres a la crisis financiera internacional. Sin duda el impacto de esta última aumentó considerablemente las dificultades para financiar nuestra Hacienda, nuestros bancos y nuestras empresas y familias. Pero, pese a lo que muchos sigan creyendo, la mayoría de las dificultades actuales son consecuencia de nuestra propia crisis y, sobre todo, de nuestros propios errores en política económica.

La segunda lección es, precisamente, la del fracaso de la dislocada política compensatoria seguida por el anterior Gobierno. La profundidad de la crisis ha sido tal que sus desbocados aumentos en los gastos públicos y sus manirrotas reducciones en los impuestos no lograron frenar el deterioro de nuestro PIB, siendo su caída la más extensa y profunda que hemos sufrido desde 1960. La atrasada ideología económica del partido en el poder en aquellos momentos condujo al espejismo de que era posible compensar una crisis de esa naturaleza y magnitud con una política fiscal fuertemente expansiva, lo que se ha demostrado como totalmente falso.

La tercera lección es que el voluntarismo fiscal rinde escasos resultados, porque los ingresos públicos están relacionados casi exclusivamente con las variaciones, positivas o negativas, del PIB en valores corrientes y apenas con otras variables. Eso significa que mientras el PIB esté reduciéndose en términos monetarios, la recaudación tributaria disminuirá y las subidas voluntaristas de tipos de gravamen casi lo único que lograrán será anticipar algunos ingresos. Tal fue lo ocurrido con la subida del IVA anunciada a principios de 2010 y lo que podría ocurrir también con la del IRPF en 2012, como parece anticipar la caída de la recaudación durante el primer trimestre de este año. Por eso las autoridades europeas quizá vuelvan a pensar en exigirnos mayores recortes para cumplir los objetivos de déficit, pues prevén caídas inmediatas en nuestros ingresos fiscales.

La cuarta lección es que la política expansiva del anterior Gobierno ha provocado grandes déficits encadenados, que han doblado el endeudamiento público en pocos años y que impedirán iniciar una política expansiva cuando la crisis vaya pasando. Como empresas y familias están también fuertemente endeudadas, como la deuda global externa de España en relación a su PIB es muy alta y como las expectativas de crecimiento de nuestra producción son negativas, los mercados ponen en duda nuestra solvencia haciéndonos pagar tipos muy elevados por los fondos que necesitamos para financiarnos. Eso, además, cierra la puerta de la inversión privada, pues los intereses de su financiación superan con mucho sus rendimientos netos esperados, y acaba fagocitando una porción elevada de los ingresos fiscales por los crecientes intereses de la deuda pública acumulada, lo que hace aún mayor los déficits.

Sin perjuicio de que el BCE nos ayude comprando bonos españoles cuando la prima de riesgo se eleve, lo que debería constituir uno de sus deberes para con los países que traten seriamente de alcanzar el equilibrio, las recientes elecciones francesas y la gravísima situación de Grecia han reabierto la polémica de si deberíamos continuar con la consolidación fiscal -drástica reducción del déficit público- o si, por el contrario, deberíamos emprender una política expansiva para superar la crisis. Los defensores de la expansión suelen argumentar que sin crecimiento no se logrará ni empleo ni tampoco una mayor recaudación tributaria, con lo que resultará muy difícil reducir el déficit. Por el contrario, una política expansiva que hiciera crecer el PIB no necesitaría apenas de recortes del gasto, al reducirse los déficits gracias a los mayores ingresos impositivos derivados del crecimiento. Así, de paso, se evitaría afectar negativamente a las prestaciones del Estado del Bienestar.

Aparte de que quizá las soluciones no sean tan simples ni automáticas como se plantean, lograr el crecimiento de la producción partiendo de un bajo consumo privado exigiría de extensos programas de inversiones, que no podrían realizarse sin la existencia de una financiación suficiente y a precios razonables, impedida hoy por las restricciones y altos costes que los mercados imponen por los déficits ya acumulados. Además, con los bancos españoles aquejados de serios problemas en sus costes y con activos tóxicos cuya cuantía nadie parece conocer a la espera del próximo examen de auditores internacionales y del BCE, esa financiación amplia y barata sólo podría venir de Europa o del FMI, aunque quizá nos llevase a una directa intervención en nuestra política económica, lo que teme el Gobierno por el estigma internacional que supondría para nuestro país. Si se resolviese el problema de la financiación, esos programas de inversiones podrían generar un fuerte crecimiento.

Pero, a falta de ayuda financiera suficiente y barata, la ruptura de la trampa déficit público elevado-escasa financiación-reducida capacidad de crecimiento sólo puede encontrarse en una drástica y rápida reducción del déficit público -que inevitablemente resultará dolorosa- combinada con un profundo proceso de reformas. Incluso contando con los fondos oportunos, la consolidación fiscal y las reformas de fondo no deberían abandonarse, porque unas cuentas públicas en equilibrio y unas reformas que impulsasen abiertamente una nueva estructura productiva serían el mejor marco posible para el crecimiento de la producción y del empleo. Además y por el momento, ésa es la única solución disponible.

Bajo cualquiera de los anteriores planteamientos la consolidación fiscal debería ser rápida, porque mientras más se alarguen los déficits tratando de atenuar los sufrimientos, más numerosas tendrán que ser las emisiones de deuda pública para financiarlos y más elevadas las reticencias de los mercados. La consolidación está obligando a importantes recortes en el gasto público, difíciles de acometer sin el concurso de las comunidades autónomas y las corporaciones locales, que gestionan casi el 60% del gasto excluido de la Seguridad Social. Algunas de ellas no parecían decididas a esa tarea pero todas han aceptado los recortes. Tampoco lo está el principal partido de la oposición, cuyo abierto concurso en una exigente política de consolidación y reformas ayudaría notablemente a recuperar la confianza internacional en nuestro país.

La política de profundas reformas para hacer más productivo nuestro sistema económico resulta indispensable. Los recortes del gasto derivados de la consolidación fiscal frenan la producción pública y, en ese escenario contractivo, sólo un aumento vigoroso de la actividad económica privada puede lograr el crecimiento del PIB. A falta de otros incentivos más directos, impensables en un proceso de consolidación presupuestaria, las grandes reformas pueden impulsar la expansión de la actividad económica privada.

Por ello hay que reiterar que, en las muy difíciles circunstancias actuales, la única solución a nuestro alcance pasa por la combinación inteligente de una rápida consolidación presupuestaria fundamentada en la reducción de los gastos públicos, y de grandes reformas que mejoren abiertamente la productividad de nuestro sistema económico. Desde luego en el futuro inmediato no nos espera sangre, pero sí mucho sudor y bastantes lágrimas, incluso aunque los Santos Reyes Magos nos aporten recursos ilimitados y baratos para financiar una fuerte expansión de nuestra economía.

Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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