Donald Trump hace irresponsable a Estados Unidos… de nuevo

El plan de Donald Trump para imponer aranceles a las exportaciones mexicanas salvo que nuestro vecino haga algo —Trump no ha especificado qué— para detener el flujo de refugiados es casi seguramente ilegal: las leyes estadounidenses de comercio les otorgan discrecionalidad a los presidentes para imponer aranceles por varias razones, pero detener la inmigración no es una de ellas.

Además, es una violación evidente a los acuerdos internacionales estadounidenses y reducirá la calidad de vida de muchos estadounidenses, destruirá muchos empleos en la industria manufacturera estadounidense y afectará a los agricultores.

Pero vamos a dejar todo eso de lado y hablemos de lo realmente malo.

Trump dice que “ARANCEL es una palabra realmente hermosa”, pero la historia real de los aranceles estadounidenses no es bonita; no solo porque los aranceles, sin importar lo que el “tuitero en jefe” diga, son en la práctica, impuestos para los estadounidenses, no para los extranjeros. De hecho, ahora lo más seguro es que los aranceles de Trump acaben con las exenciones que los estadounidenses de la clase media obtuvieron del recorte fiscal de 2017.

El hecho más importante es que hasta la década de 1930, la política arancelaria fue un sumidero de corrupción y política de intereses especiales. Uno de los principales objetivos de la Ley de Acuerdos Comerciales Recíprocos de 1934, que acabó convirtiéndose en la base del sistema de comercio mundial existente, fue drenar ese pantano específico al eliminar la naturaleza caprichosa de la anterior política arancelaria.

Las acciones erráticas de Trump en lo que respecta al comercio, libres de lo que solíamos pensar que eran las normas jurídicas, han revivido esa naturaleza caprichosa, y la antigua corrupción —si no es que ya está ocurriendo— no tardará en llegar.

Además de eso, la política arancelaria está estrechamente vinculada con la función de Estados Unidos como superpotencia mundial. La expectativa de que Estados Unidos es confiable y responsable (que honrará los acuerdos que celebre y, en términos más generales, que diseñará sus políticas teniendo en cuenta los efectos de sus acciones en el resto del mundo) es fundamental para esa función.

Trump está echando todo eso por la borda. Sus aranceles a México violan tanto el TLCAN, que se suponía garantizaba el libre tránsito de productos en América del Norte, como nuestras obligaciones con la Organización Mundial del Comercio que, al igual que el derecho estadounidense, permite que se impongan nuevos aranceles solo bajo ciertas condiciones específicas. Entonces, Estados Unidos se ha convertido en un actor sin ley en los mercados internacionales, un Estado rebelde, debido a sus políticas arancelarias.

Pero hay más. Con el uso de los aranceles como garrote contra todo aquello que no le gusta, Trump está regresando a Estados Unidos al tipo de irresponsabilidad que exhibió después de la Primera Guerra Mundial; una irresponsabilidad que, aunque evidentemente no fue la única ni incluso la principal causa de la Gran Depresión, el ascenso del fascismo y la consecuente Segunda Guerra Mundial, ayudó a crear el entorno para esos desastres.

Me parece que es bien sabido que Estados Unidos le dio la espalda al mundo después de la Primera Guerra Mundial: se negó a unirse a la Liga de las Naciones y le cerró la puerta a la mayoría de la inmigración (por fortuna unos años después de que mis abuelos llegaron a este país).

Lo que no es tan conocido, sospecho, es que Estados Unidos también adoptó una actitud marcadamente proteccionista mucho antes de la infame Ley Hawley-Smoot de 1930. A principios de 1921, el congreso promulgó una Ley Arancelaria de Emergencia, que en breve fue sustituida por la Ley Arancelaria Fordney-McCumber de 1922. Estas acciones aumentaron en más del doble el promedio de los aranceles a las importaciones sujetas a esos derechos. Al igual que Trump, los defensores de estos impuestos aduaneros afirmaron que traerían prosperidad a todos los estadounidenses.

No fue así. En efecto, hubo un auge en la industria manufacturera, impulsado no por los aranceles sino por nuevos productos, como los autos asequibles y las nuevas tecnologías como la línea de montaje. Sin embargo, los agricultores pasaron la década de 1920 padeciendo los bajos precios de sus productos y los altos precios del equipo agrícola, que condujeron a una oleada de ejecuciones hipotecarias.

Parte del problema fue que los aranceles estadounidenses se enfrentaron a represalias; incluso antes de que golpeara la Gran Depresión, el mundo estaba inmerso en una guerra comercial que aumentaba gradualmente. Para empeorar las cosas, los aranceles estadounidenses pusieron a nuestros aliados de la Primera Guerra Mundial entre la espada y la pared: esperábamos que pagaran sus enormes deudas de guerra, pero nuestros aranceles hicieron que les fuera imposible ganarse los dólares que necesitaban para hacer esos pagos.

Además, el nexo entre la guerra comercial y la deuda creó un clima de desconfianza internacional y rencor que abonó a las crisis políticas y económicas de la década de 1930. Esta experiencia tuvo un profundo efecto en las políticas estadounidenses después de la Segunda Guerra Mundial, que se basaron en la visión de que el libre comercio y la paz iban de la mano.

Entonces, ¿estoy diciendo que Trump está repitiendo los errores en las políticas que Estados Unidos cometió hace un siglo? No. En esta ocasión es mucho peor.

Después de todo, aunque Warren Harding no fue un muy buen presidente, no abolió de manera rutinaria acuerdos internacionales en un ataque de ira. Mientras que Estados Unidos en los años veinte no logró ayudar a construir instituciones internacionales, no hizo lo que Trump y trató de socavarlas activamente. Además, si bien los gobernantes estadounidenses de entreguerras pudieron haberse hecho de la vista gorda ante el ascenso de las dictaduras racistas, en general no alabaron a dichos dictadores ni los compararon favorablemente con regímenes democráticos.

No obstante, hay suficientes paralelos entre la política arancelaria estadounidense de la década de 1920 y el trumpismo de hoy para que nos demos una idea de lo que ocurre cuando los políticos piensan que los aranceles son “hermosos”. Y es desagradable.

Paul Krugman ha sido columnista de la sección de Opinión de The New York Times desde 2000. Es profesor distinguido de la Universidad de la Ciudad de Nueva York y en 2008 fue galardonado con el Premio Nobel de Ciencias Económicas por sus trabajos sobre el comercio internacional y la geografía económica.

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