He leído con detenimiento la Ley de Memoria Democrática. Superar el Preámbulo de 14 páginas, una justificación más que otra cosa, debería tener premio. En el siglo XIX abundaron las «Memorias justificativas» que trataban de salvar las conductas de sus autores. No recuerdo Preámbulo tan extenso y farragoso en mis muchos años de lector de leyes recién salidas del horno, incluso de colaborador en su andadura parlamentaria. En las líneas que siguen no es mi intención, obviamente, hacer apología de nada ni molestar a nadie, y menos ser reo de cualquier culpa que merezca castigo. Mis antecedentes penales no existen. No todos los parlamentarios del radicalismo de izquierdas podrían decir lo mismo. ¿Por qué no los tienen los de la derecha? Porque dejan sus escaños al ser investigados en casos que a menudo luego se archivan. Los de la izquierda, incluso con condenas firmes, son premiados con cargos públicos y agasajados con viajes turísticos aunque tenga que apañar su entrada en Estados Unidos el Ministerio del Interior.
No me preocupa, o no tanto, que se quiera reescribir la Historia –con mayúscula–. Ya se venía haciendo y unos se creían las imposturas y otros no. La historia de Cataluña es, en su conjunto, una falsedad y se enseña en las escuelas; la del País Vasco según se nos presenta, también. Desde la hégira de Zapatero los amantes de la Historia venimos padeciendo la deconstrucción de lo probado, seguida de la reconstrucción a gusto del consumidor, de páginas de la historia del siglo pasado, sobre todo desde 1931. Pero no me preocupa esa versión parcial edulcorada de lo grato y amarga de lo ingrato. Allá la ignorancia. Lo que me inquieta y habrá de ser valorado en la historiografía cuando corresponda, va más allá: su obligada censura. Que la versión reescrita pueda llegar a ser obligatoria, ocultándose y censurándose la realidad. En la ley se crea una fiscalía y se prevén penas para los infractores. ¿De qué?
¿Hay que censurar la realidad? ¿Será delito recordar lo que se decidió e hizo desde 1939 a 1975? ¿Serán como años no vividos? ¿Y qué hacemos los que seguimos, investigamos y contamos la historia? ¿Aceptamos lo «correcto» o nos atenemos a lo documentado? No me extrañaría pensar lo peor comprobando, por ejemplo, el castigo en los vivos por lo que se entiende hicieron sus abuelos. Hay algún pellizco de monja al Rey Juan Carlos, cómo no, en la disparatada supresión de los primeros títulos nobiliarios otorgados por el Rey en el ejercicio de sus facultades. Los otorgados durante el franquismo pasaron en su mayoría el trámite de la sucesión ya con la sanción del Rey. Un conflicto legal abierto.
¿Debemos dar por no vividos cuarenta años, desterrar lo que vimos, lo que estudiamos, sustituirlo por lo que nos dicen? Me resisto a creerlo.
Recientemente en la tribuna del Congreso de los Diputados, la ministra Montero –la de la pasta no la fina lingüista de igual apellido– se encolerizó porque produjeron risa sus afirmaciones de que la sanidad pública, la educación para todos, la dependencia, y el sistema público de pensiones se debían a gobiernos de Felipe González. En la misma línea, durante una visita de Pedro Sánchez al Hospital de La Paz dijo que esa gran iniciativa sanitaria se debía a Felipe González. Ese hospital es de mediados de los sesenta. En ambos casos se mintió. No puedo creer que una licenciada en Medicina y Cirugía y menos un presidente de Gobierno desconozcan cosas elementales. Se diría que sí. En el caso del presidente alguno de sus cientos de asesores está metiendo la pata últimamente en datos geográficos y citas literarias.
Otra ministra que siempre está alegre, tan despabilada como algunos de sus compañeros, aventuró que la consideración del franquismo en España –¿?– no se hubiese podido dar en Italia ni en Alemania, que España había sido algo así como rarita. Pobre. Que lea. Es que hay algunas pequeñas diferencias. Alemania e Italia habían perdido una guerra, Hitler se suicidó en el búnker de Berlín, y Mussolini fue fusilado en Giulino di Mezzegra y luego colgado por los pies en la Piazza Loreto, en Milán. España no había entrado en la guerra mundial, Franco murió en la cama, miles de ciudadanos desfilaron ante su cadáver, el plenario de la ONU dedicó un recordatorio a su fallecimiento, España era miembro de la ONU desde los cincuenta y pertenecía a todas las organizaciones internacionales que contaban en su tiempo. En fin, nuestro parvulario político, a veces con rango de ministros y más, no lo vivió y no lo ha estudiado. El ignorante ignora su ignorancia.
Me he convencido a mí mismo –el más fácil acceso al convencimiento– de que la célebre ley no nos obliga a mentir la Historia –con mayúscula– sino a dejar que la mientan otros. La cuestión es si ello conlleva acceder obligatoriamente a algún grado de ignorancia. Se nos oculta una parte de la realidad; la ley no quiere ser objetiva. Pero eso viene de antes. Estoy concluyendo el artículo y no he analizado la ley ni siquiera el Preámbulo. Será por miedo al fiscal de guardia. Habrá tiempo de entrar en materia porque el bodrio lo merece. Confieso que mi mayor admiración la destino al redactor de las 14 apretadas páginas del Preámbulo. Grandioso. ¡Olé, campeón!
Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando.