El malentendido

Demasiados formadores de opinión basan sus juicios, implícitamente, en una premisa falsa: la premisa de que los derechos sociales y económicos son inmediatamente exigibles en toda su plenitud a los poderes públicos, al modo de los derechos civiles y políticos. Se da asimismo por hecho que aquellos pueden y deben extenderse a cualquier persona presente en el territorio. Asumir una premisa falsa no es lo mismo que desear que fuera verdadera; Amnistía Internacional se sitúa en el segundo caso: «Queda mucho por hacer para que estos derechos se equiparen a los civiles y políticos en lo que se refiere a su exigencia jurídica internacional».

Los derechos sociales aparecen en la mayoría de las constituciones de forma declarativa. ¿Qué fuerza vinculante tiene el derecho al trabajo? En España, obviamente ninguna, ni en ningún otro país homologable. Sin embargo, los jóvenes franceses estaban seguros de ostentarlo en un grado superlativo: el derecho a que el primer contrato fuera indefinido. Así, al período de prueba introducido en 2006 respondieron con manifestaciones multitudinarias, huelgas estudiantiles y toma de la Sorbona. La misma Constitución Española que afirma en su artículo 47 «todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada» deja claro que tal derecho, como muchos otros, no vincula a los poderes públicos.

Durante la Guerra Fría, el bloque comunista, ajeno a los derechos civiles y políticos, pues no respetaba vidas, haciendas ni libertades, obró la introducción de derechos sociales y económicos en convenios, pactos, cartas y declaraciones emanados de la ONU, pasando de ahí a un número de constituciones nacionales que, a su vez, conminan a interpretarse a sí mismas de acuerdo con tales convenios. Es el caso de la Constitución Española. Los logros sociales efectivos en el bloque del Este son bien conocidos; se resumen en aquella resignada cuchufleta: «Nosotros hacemos como que trabajamos y ellos hacen como que nos pagan». Con abismal diferencia, las mayores cotas de bienestar real se han alcanzado en la segunda mitad del siglo XX en las democracias liberales europeas con sistema de libre mercado. Y con un gran sector público. El padre espiritual del movimiento «indignado», Stéphan Hessel, reconoce al comunismo la dudosa virtud de haber servido de contrapeso al capitalismo, y, al menos en ese sentido, lo añora. La existencia del amenazante vecino totalitario habría originado, según una conocida falacia, las bendiciones del Estado del bienestar en la Europa democrática. Con semejantes volteretas lógicas, alguien podría atribuir al nazismo el desarrollo industrial estadounidense, atizado a fin de cuentas por las exigencias de la Segunda Guerra Mundial.

Pero dejemos a un lado las falacias y la nostalgia del gulag y vayamos a la nuez. Hoy el gran interrogante europeo es si será posible mantener, al menos en sus fundamentos, el costoso Estado del bienestar, capítulo excepcional de la historia, consecución formidable por la cantidad de individuos beneficiados, isla de certidumbre y protección. La Europa de los enojados analistas y de la indignación no hace sino apurar la lógica ínsita de los derechos sociales. La exhibe en su coherencia, en inevitable choque con el aligeramiento de los aparatos administrativos y de los presupuestos, con la eliminación o rebaja de prestaciones que creía consolidadas.

¿Anuncian los tiempos la defunción del Estado del bienestar, o se trata más bien de un desmontaje transitorio destinado a que la isla no se hunda en el océano? Ni siquiera quienes defiendan lo segundo se librarán del recelo de una opinión persuadida de que el abanico de derechos sociales y económicos nos corresponde por el hecho de existir. Una convicción impecable en sus propios términos, repito, pero impracticable en todo su alcance. Y que culmina en propuestas como esa «renta básica incondicional» que, según algunos cerebros recientemente reunidos en Suiza, ha de librar a la población entera de la obligación de ganarse la vida. De momento cifran en 2.000 euros al mes la renta a cobrar cada ciudadano, trabaje o no. Y lo que es más importante, quiera trabajar o no. En el límite del modelo de protección, sostiene el más destacado impulsor del invento, el socialista Oswald Sigg, ex vicecanciller de Suiza: «La obligación de trabajar para vivir es una injusticia». Adán y Eva.

Sigg no está solo. Gotz Werner defiende la idea en Alemania con algún eco (y con menos prodigalidad que los suizos, según revela el título de su obra Mil euros para cada uno). En España, IU y ERC propusieron la renta básica en 2006 en el Congreso de los Diputados. Quien lo atribuya a la bonanza del momento debe leer a Alfredo Hidalgo Lavié, profesor de la UNED y autor de un estudio sobre la materia: «El debate sobre la idoneidad y viabilidad de una renta básica universal, lejos de su desaparición, se reactivará especialmente en este momento de desequilibrios presupuestarios».

Las generaciones que construyeron el Bienestar eran capaces de administrar la lógica de los derechos sociales y económicos de acuerdo con las restricciones de la realidad. Para muchos, eso parece ya imposible. Tal inconveniente cognitivo llega en el peor momento y supone un salto al vacío. Lo impulsa el malestar, por supuesto, pero también el desleimiento del concepto de responsabilidad. Todo apunta a un colosal malentendido; en nuestras sociedades coexisten conceptos irreconciliables de lo público, conceptos irreconciliables de lo privado, y solapamiento de lo público y lo privado. Se exigen, y se exigirán, soluciones públicas a todos los problemas, públicos o privados. La tesitura de estrecheces no permite ser muy optimista respecto a la mejora del prestigio de los políticos, etiquetados como «casta». Se anuncia una edad de oro para los agitadores de fantasmas; los neonazis griegos son un buen ejemplo, pero no el único.

El universo laboral que conocíamos salta por los aires; el desempleo juvenil alcanza aquí cotas catastróficas; despedidos en plenitud de facultades se enfrentan al odioso eufemismo de la «baja empleabilidad». Pronto veremos si los gobiernos concernidos aciertan a explicar la provisionalidad de la situación, su voluntad de preservar las bases del Bienestar. Pero, para eso, primero tendrían que saberlo.

Juan Carlos Girauta, escritor.

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