En su ‘Historia romana’ (Libro LXXVIII, 9), cuenta Dión Casio que, para afrontar el aumento de gasto en las legiones, el Emperador Caracalla no dudó en acudir a ingentes contribuciones de los ciudadanos romanos, entre las que destaca «los impuestos, tanto los nuevos que estableció como la tasa del diez por ciento que instituyó en lugar de la del cinco por ciento que se aplicaba […], a las donaciones y a todas las herencias; pues abolió el derecho de sucesión y la exención de impuestos que se había concedido en tales casos a los que eran parientes próximos del finado». Incluso, bajo el pretexto de tratar por igual a todos los habitantes del Imperio, extendió la ciudadanía romana a casi toda la población, con el fin de eliminar la exención de la que los extranjeros disfrutaban respecto de este impuesto.
Se trata de una política común a toda la dinastía Severa, que además devaluó el contenido de plata de la moneda, provocando inflación y conduciendo a la larga a la desaparición del denario bajo Diocleciano en un intento de devolver credibilidad al sistema monetario.
Con las evidentes diferencias entre un Gobierno democrático y un autócrata del siglo III, algunas propuestas del informe de los expertos sobre reforma sistema tributario recientemente presentado parecen provenir de una mentalidad similar. En él se señala que España presenta un déficit estructural, acentuado durante los años de la pandemia, que hay que corregir subiendo impuestos, especialmente a las rentas altas. En particular, y en respuesta a una de las consultas específicas que le hizo el Gobierno sobre la «aplicación y concreción de la armonización de la tributación Patrimonial», concluye promoviendo una subida de los tipos mínimos de los Impuestos sobre el Patrimonio y de Sucesiones y Donaciones.
Conviene precisar que el informe debe ser despojado del aura de neutralidad con el que se reviste. Es el Gobierno el que ha determinado la composición del Comité y quien ha orientado a través de la Secretaría de Estado de Hacienda las líneas políticas de la futura reforma fiscal, a saber, hacer el sistema tributario más «equitativo, progresivo, justo y que incorpore la imposición medioambiental, digital y la perspectiva de género». Por si alguien albergaba alguna duda de lo que en efecto se buscaba, alguno de sus «principios fundamentales» eran la consolidación fiscal y la «potenciación de la fiscalidad en áreas infragravadas».
Es evidente que con una deuda pública cercana al 120 por ciento del PIB, la consolidación fiscal es uno de los desafíos más urgentes de la economía española. Sin embargo, no está claro que el medio principal haya de ser el aumento de los tipos impositivos. El informe, al igual que el Gobierno, parte de la base de que existe una baja recaudación en España respecto del resto de la UE, que debe incrementarse para financiar un gasto público que supera el 50 por ciento de nuestro PIB y que no se quiere reducir sustancialmente. Sin embargo, no hay un dato que ligue el mayor gasto público al mayor desarrollo económico entre los Estados de la Unión. Hay casos con altos niveles de renta y de gasto como Dinamarca, Alemania (ambas sobre el 51 por ciento), Austria o Bélgica (en torno al 55). Pero también países con menor nivel de renta y superior gasto público (Francia, Italia o Grecia, por encima del 55) y otros con niveles de gasto más bajos y mayor PIB per cápita, como los Países Bajos (46). En definitiva, superados unos umbrales mínimos de gasto público, la decisión de incrementarlo no supone incrementar la competitividad ni el desarrollo económicos, por lo que la eliminación del déficit y la reducción de la deuda habrán de basarse también en la reducción del gasto, más aún si se considera su espectacular incremento coyuntural durante la pandemia, que no debiera convertirse en estructural.
Centrándonos en la armonización fiscal, si no queremos pecar de ingenuos, habremos de reconocer que el Gobierno persigue obligar a la Comunidad de Madrid a subir sus impuestos. Vaya por delante que, si dicha decisión se articula mediante una reforma de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (Lofca) y de la Ley de Cesión de Tributos de 2009, sería muy difícil su impugnación exitosa ante el TC, que sólo podría tener alguna posibilidad si se suprimiese toda capacidad normativa autonómica sobre los tributos cedidos (el artículo 156 de la Constitución garantiza la «autonomía financiera» y no la mera suficiencia de recursos de las Comunidades). Desde un punto de vista material, los postulados de los que parte son erróneos: Madrid no crece por un efecto capitalidad que dispare sus ingresos tributarios. Baste pensar en que es capital de España desde 1608 y cómo hasta hace unos pocos años no ocupaba un puesto central en el sistema económico español para descartar esta hipótesis. Ni siquiera goza de un incremento artificial de ingresos tributarios por la presencia de empresas en su territorio por efecto de esa capitalidad. Muchas de las grandes sociedades del IBEX tienen su sede fiscal en otros territorios y el Impuesto de Sociedades financia exclusivamente la Hacienda estatal.
Y, desde luego, no es cierto que Madrid practique ningún tipo de ‘dumping’ fiscal: ello sólo lo pueden hacer las Haciendas forales por disponer de competencias normativas de las que carecen las demás. Lo que ha hecho Madrid es aplicar la lógica del sistema, la corresponsabilidad fiscal y, con un cumplimiento estricto de las reglas de déficit, ha optado por una menor presión fiscal sobre sus ciudadanos. El propio Comité de Expertos es consciente de los problemas que debe afrontar la armonización al alza ambos impuestos y destaca el peligro de salida de capitales a otros países de la Unión como Italia o Portugal, que han aprobado recientemente medidas favorables a los patrimonios que lleguen a sus jurisdicciones. El problema es que confía su solución a una eventual reforma de los convenios de doble imposición o a la reforma del Derecho de la Unión Europea al respecto. Si se considera que la UE está más preocupada por armonizar las bases imponibles del impuesto de sucesiones, que es el que le interesa a efectos de eliminar distorsiones para el mercado interior, y que apenas ha conseguido avances significativos desde 2016, podemos hacernos una idea aproximada de lo ilusorio de la medida planteada.
A la postre, o afrontamos una contención de los grandes gastos de transferencia que sufraga hoy la Hacienda, o el alza de impuestos será insuficiente, antieconómico y socialmente rechazado. Recordemos cómo el propio Caracalla ha pasado a la historia como uno de los augustos más tiránicos o, en fin, y por cerrar con otro clásico, en este caso del Renacimiento, el futuro que Maquiavelo auguraba al príncipe que, por excesivamente generoso, «no repara en ninguna clase de gastos»: «para mantener esta reputación, suele luego verse obligado a cargar de impuestos a sus vasallos y a echar mano de todos los recursos fiscales, lo que no puede menos de hacerle aborrecible». Y este aborrecimiento suele ser políticamente letal en una democracia.
Fabio Pascua Mateo es catedrático en la Universidad Complutense de Madrid.