Escucho los pódcasts a una velocidad de 1.5x, pero no puedo vivir así

Escucho los pódcasts a una velocidad de 1.5x, pero no puedo vivir así

Vengo a poner una queja sobre la velocidad 1.5x. Hace años, trabajé con un hombre que decía que había dos tipos de personas en el mundo: pájaros y conejitos. Según su punto de vista, algunos de nosotros somos adorables y otros bruscos. Y no, no se puede ser ambas cosas.

Durante mucho tiempo, me divertí mucho asignando en secreto a todas las personas que conocía a uno de los dos grupos. Pero luego llegaron los pódcast, y ahora sé que los dos tipos de personas en el mundo no son pájaros y conejitos, sino personas sensatas y aquellas que escuchan pódcast a una velocidad de 1.5x.

Mi esposo es un tipo bastante sensato, o al menos pensaba que lo era, pero cuando escucha un pódcast deportivo y estoy atrapada con él en el auto, es como si estuviera en la escena de La naranja mecánica en la que al personaje de Malcolm McDowell le mantienen los párpados abiertos con una pequeñas pinzas de metal. Excepto que en mi caso son mis oídos, y soy una ciudadana que obedece la ley y que no ha cometido ningún delito excepto querer escuchar a alguien hablar sobre los Bucks de Milwaukee a una velocidad normal.

Para dejarlo claro, no me molestan las personas que hablan rápido. De hecho, quienes hablan lento (conejitos, la mayoría) están en mi lista de “personas que me perturban”. Pero algo tiene esa voz metalizada de pódcast a 1.5x que me ataca con una velocidad a-la-Tesla que hace que todo mi cuerpo se enerve.

Este parece ser mi destino, y no creo que Apple tenga una solución. En cuanto a mi esposo, y debido a una antigua y complicada regla familiar de que el conductor controla lo que se escucha, simpatiza con mi situación pero ni se inmuta.

Por supuesto, los pódcast son solo una parte de mi problema. En medio de la pandemia, me ha consternado descubrir que la mayoría de mis amigos caminan más rápido que yo. Aparentemente, fui la única que pensó que los períodos de confinamiento del invierno y la primavera pasados representaban una oportunidad para retornar a algo más lento y con un ritmo más razonable, porque las zancadas de mis amigos se mantuvieron enérgicas como siempre. Mi destino parecía ser quedarme rezagada, independientemente de la edad, condición física, consumo de cafeína o uso de cubrebocas. Les sigo el ritmo porque adoro a mis amigos, pero ser tan lenta es algo vergonzoso.

Y ni hablemos de conducir un auto. Cuando me subo al automóvil con uno de mis hijos adultos al volante, no me queda duda de que cualquiera que no sea yo conduce demasiado rápido. Aclaro, mis hijos solo están siguiendo el ritmo de los autos que los rodean. Pero igual lo siento demasiado acelerado, y sé que no le hago ningún favor a nadie cuando ahogo un grito involuntariamente cuando mi hijo/conductor tiene que frenar de repente en la I-95. Sentarme en el asiento trasero ayuda.

Por un momento, este verano, pensé que podría haber un lugar para personas como yo: Corea del Sur, que le prohibió a los gimnasios reproducir música que superara los 120 pulsaciones por minuto para frenar la propagación del coronavirus. Los científicos calificaron la idea como descabellada y los dueños de los gimnasios la llamaron poco realista (hola, audífonos), y ahí mismo desapareció mi sueño de mudarme a un lugar donde pudiera estar rodeado de lentos.

Al igual que muchas personas, he tenido prisa durante lo que parece ser la mayor parte de mi vida: trabajando tiempo completo, cuidando a los niños mientras trato de llegar a tiempo al tren de la mañana, atendiendo el hogar y un matrimonio. Hablando metafóricamente, mi vida estaba repleta de pódcast, y tenía que escucharlos todos en 1.5x solo para superar el día. No quise controlar mi ritmo, tal vez porque pensé que no podía hacerlo; quizás porque tenía miedo de lo que podría pasar si lo hacía.

Ahora, la pandemia ha alterado nuestros velocímetros. El año pasado ha logrado que el concepto de ritmo se sienta abstracto: todo parece haberse tanto acelerado como ralentizado, y ciertamente estar fuera del control de cualquiera. Ya ni siquiera sé si tengo un ritmo, pero vivir la vida de forma más acelerada ha perdido su atractivo para mí. Ya ni siquiera estoy segura de que ir más rápido signifique llegar antes a cualquier lugar.

Siempre que estoy confundida, miro a mi madre. Tiene más de 80 años y siempre se ha movido a un ritmo deliberado y sin prisas. Me enseñó a hacerle el dobladillo a una falda con pequeñas puntadas cuidadosas, espaciadas de forma uniforme. Me enseñó a sentarme tranquila con un libro y un perro a mis pies, y sentirme cómoda en el amigable silencio que puede existir entre una niña y un animal.

Baja el ritmo, parecía decirme. Tómate tu tiempo. Todo saldrá bien.

Kristin van Ogtrop es exeditora en jefe de la revista ‘Real Simple’ y autora del libro ‘Did I Say That Out Loud?’

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