Holoborodko parodia al tirano

Desde que Chaplin retrató a Hitler en ‘El gran dictador’ contamos con el problema de que nos queda la mofa, la caricatura psicológica del tirano, como toda recompensa a su crueldad y frecuentemente la parodia le quita dimensión a los crímenes a costa de hacer desaparecer a las víctimas, porque si las descarnadas víctimas surgen en escena la sátira no funciona (esa es la regla que sólo Roberto Benigni logró exceptuar con ‘La vida es bella’ porque prefirió invisibilizar al dictador). Al tirano le ajustamos cuentas con la burla y el humor, vista la frustración de no poder combatirlo de otra forma. De ahí la lluvia de memes con la que los adolescentes occidentales se solazan con el presidente de Corea del Norte, Kim Jong-Un, al que incluso consideran un cretino blando e inofensivo. O las incontables leyendas para señalar al general Franco como un débil mental, pese a su astucia indiscutida, como aquella anécdota de posguerra en la que le preguntaron por un conocido y respondió «a ese le mataron los nacionales». Así llegamos hasta Vladímir Putin. Todavía puede disfrutarse en las plataformas digitales una desternillante película inglesa, ‘La muerte de Stalin’, donde el terror aflora en forma de comedia y música culta, donde los formidables Steve Buscemi y Simon Russell Beale juegan a ser Jruschov y Laurenti Beria gastándose putaditas de viejos camaradas y chocando sus ambiciosas barrigas en la farra previa a la muerte del sanguinario georgiano, a comienzos de marzo de 1953. En un momento de la noche, un Malenkov bebido y con la guardia baja pregunta tontamente en mitad de la pitanza: «¿y qué ha sido de Polinkov?», provocando un silencio tenebroso; ya no podrá dejar de dar vueltas a la metedura de pata, siente que la tierra se le abre bajo sus pies y balbucea: «Estoy aturdido, ya no me acuerdo de quién está muerto y quién no».

No recuerda en fin si se lo llevaron los nacionales. La simpleza. El infantilismo. Tal cual hemos asumido las imágenes chocarreras de un Putin semidesnudo, a caballo, pectoralizado, pescando bestias del mar, ¡sobre un oso!, a lo Tirano Banderas, o protegiéndose del Covid tras una mesa interminable que le aleja de sus interlocutores. Pero frente a toda esa iconografía, está la espantosa verdad, el miedo paralizante del ministro de Defensa y del jefe del Estado Mayor cuando reciben las órdenes ante las cámaras de televisión o la manera en la que Putin arrincona a Sergei Maryshkim como jefe de Inteligencia hasta que hace una declaración exacta sobre lo que se le exige. La realidad latente de la represión, los asesinatos y envenenamientos, las detenciones indiscriminadas, la censura, la corrupción o la manera en la que está tiroteando toda Ucrania, incluyendo los objetivos civiles, las maternidades, los teatros y las vías de escape de los refugiados, mascotas incluidas.

Ya sabemos que Putin se equivocó y antes que rectificar prefiere elevar la apuesta. Pero una cosa es fracasar como estratega y vérselas después con los suyos, otra perder la guerra de la influencia internacional tras inundar las redes de propaganda y bulos, y algo muy distinto es aceptar que un adversario menor y pintoresco, Volodímir Zelenski, haya ascendido delante de su cara a la categoría de líder providencial para su pueblo, referente moral en las democracias y héroe admirado de la modernidad digital. Llevando el uno y el otro viajes inversos. Putin surgió de las mazmorras soviéticas hasta alcanzar el poder y la notoriedad, mientras que el presidente ucraniano abandera la resistencia nacional tras ser una celebridad televisiva en los países caucásicos, representando justamente a un maestro convertido en gobernante, Holoborodko, donde se permitía el gusto de divertir a los espectadores con una frase desafiante: «¡Putin ha sido derrocado!», mucho más de lo que el exagente del KGB es capaz de soportar. La serie se llamaba ‘El servidor del pueblo’, igual que el partido político que lo aupó al poder; y con estas herramientas y una fabulosa entereza humana, Zelenski ya le ha ganado a Putin la batalla reputacional, incluso la sentencia de la historia. Más allá de cómo termine esta guerra, ya ha servido para que Ucrania se separe emocionalmente de Rusia, para reforzar la identidad propia y construir las bases de un estado-nación. A los españoles, la invasión nos recuerda inevitablemente la guerra de la Independencia contra Napoleón, la épica de la resistencia colectiva, del surgimiento de héroes populares y la entrada a guantazos en la era contemporánea. Ucrania ya está escribiendo sus episodios nacionales y tiene un Galdós con teléfono móvil detrás de cada ciudad sitiada, de cada drama familiar y en cada movimiento de oposición.

Rusia ganará la guerra, con más esfuerzo y recursos, pero resulta casi inevitable; aunque cuidado, Stendhal concluyó que el traspié de su idolatrado Bonaparte ocurrió porque «los franceses cometieron la imprudencia de juzgar la nación española por las clases altas de la sociedad». Y Ucrania ha demostrado que cuenta con suficiente población movilizada y afín más allá de sus diferencias de clase. Justo lo que necesitan, porque según Azorín la patria española se construyó con los periódicos y el ferrocarril tras expulsar a los gabachos. El fin de la guerra todavía puede tardar; Rusia intensificará la destrucción, buscará aumentar las bajas civiles e impedir que las ciudades sean habitables, y parece difícil que al final no se apropie de la mitad este del país, utilizando el Dniéper como frontera política, donde surge la duda de qué pasará con Kiev, asentada justamente en la ribera del río. El final puede acabar pareciéndose a la división de Yugoslavia tras la guerra de los Balcanes, pero también recuerda algo a la partición de Alemania por la Guerra Fría, esta vez un río hace las veces del muro de Berlín, separando radicalmente dos mundos antagónicos hoy nuevamente enfrentados: el Occidente libre contra los diversos regímenes autoritarios acogidos en torno al eje Moscú-Pekín. O quizá ya toque invertir los términos. Rusia y China llevan siglos jugando al gato y al ratón, pero tras los errores de esta guerra a Putin, de sobrevivir, le va a tocar ejercer de ratón de Xi Jinping. Hace treinta años las dos economías tenían el mismo tamaño, hoy China es diez veces más grande que Rusia. China va a liderar el futuro mientras que Rusia no deja de caer en el ostracismo y la irrelevancia, más allá de su obsolescencia militar y sus recursos naturales. China se podrá convertir en cliente, proveedor y prestamista de Rusia, todo en uno, a cambio por supuesto de imponer el vasallaje a un vecino con el que comparte 4.000 kilómetros de frontera. Mao, tan despreciado por Stalin, debe estar tronchándose de risa en su tumba.

Julián Quirós, director de ABC.

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