La amistad entre Alba y Marañón

En las primeras horas del 28 de marzo de 1926, Rosario Silva, duquesa de Alba y heredera de la Casa de Híjar, daba a luz a su única hija Cayetana en el Palacio de Liria. En uno de los salones de la planta baja, y acabada la cena, el duque de Alba charlaba con un reducido grupo de escogidos y fieles amigos: Ortega y Gasset, el escritor Ramón Pérez de Ayala y mi abuelo el doctor Gregorio Marañón. Los hombres, de impecable frac, discutían de política en un ambiente distendido hasta que fueron interrumpidos por el mayordomo mayor quien, con imperturbable naturalidad y flema inglesa, anunció con tono solemne a su padre el nacimiento de la niña.

Sus invitados se levantaron para felicitar con efusiva calidez al duque, y luego Marañón movió la cabeza: cómo era posible que no le hubiese dicho que su mujer estaba dando a luz. «¡La hubiera examinado con mucho gusto!». Y Jacobo Alba le contestó de inmediato con gesto amable: de ninguna manera, Marañón, él estaba allí como invitado y no como médico. Luego sonrió: pero ahora sí que aceptaba el ofrecimiento porque la duquesa estaba delicada de salud… No hizo falta más. Marañón apuró su copa y subió.

La histórica anécdota muestra con claridad la sincera amistad que unía al duque de Alba y al doctor, ya famoso y respetado de manera unánime por una España que enfrentaría en breve sus momentos más difíciles: un verdadero amigo, un humanista liberal preocupado por el destino del país, como él mismo y como otros intelectuales –a cuya cabeza se encontraba el preclaro Ortega– que representaban lo más granado de la llamada generación del 14. No es pues casual que en su célebre cuadro inacabado «Mis amigos», Ignacio Zuloaga colocara a Marañón y a Ortega en el centro del mismo, en un arduo proceso pictórico que comprende dieciséis años (de 1920 a 1936) y en el que aparecen y desaparecen figuras, como lastradas por los vaivenes de la época. Allí están también Azorín, Baroja, el torero Belmonte, Blasco Ibáñez, Valle Inclán… y naturalmente el duque de Alba.

Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, decimoséptimo titular del histórico ducado de Alba, casi diez años mayor que Marañón, era hijo de la culta y notable Rosario Falcó y Osorio que fomentó las aptitudes de su hijo para las Bellas Artes y la Historia. También era el duque una persona de mundo que ganó una medalla olímpica con el equipo español de polo, y participó en las actividades propias de la alta sociedad de su época. Fue Alba, además de un hombre de inquietudes intelectuales, destacado mecenas y profundo conocedor de su tiempo. El patriotismo del duque de Alba y su lealtad a la Monarquía y a Alfonso XIII le hicieron participar activamente en la política durante los tiempos finales del reinado.

Por su parte, Gregorio Marañón provenía de una familia burguesa e ilustrada, inclinada al estudio y el conocimiento. Su padre había sido un importante jurista, diputado por Madrid y miembro de la Real Academia de Jurisprudencia.

Prácticamente durante todo el tiempo en que se fue forjando esa amistad entre el aristócrata y el intelectual, Alba mantuvo abierta su biblioteca y dispuestos sus valiosos archivos para ayudar en la prolífica labor investigadora del médico, que con frecuencia buscó y encontró en Liria datos para sus libros históricos. Marañón, inclinado a la novísima ciencia de la endocrinología, iba perfilando una obra vasta y de variada temática en la que las explicaciones de dicha rama de la medicina daban sustento a sus estudios y teorías sobre personajes como Enrique IV, el conde duque de Olivares o Antonio Pérez –el secretario de Felipe II– e incluso para poner el dedo en esa llaga que eran Las Hurdes, el rincón extremeño donde la pobreza, el aislamiento y las carencias señalaban los grandes abismos sociales que arrastraba el país, y que era fuente de preocupación para los intelectuales del momento. Hombres comprometidos con su tiempo, para decirlo a la manera orteguiana.

El humanismo liberal al que ambos –y cada uno a su manera– se adscribían, pronto se vería cortado por la dictadura de Primo de Rivera, que interrumpió el vigoroso proceso intelectual de aquella destacada generación y sería seguramente materia de largas conversaciones en el Palacio de Liria. A principios de los años treinta, después del intento de golpe de Estado de Sanjurjo y la aprobación de una controvertida ley de reforma agraria que afectaba a muchos nobles, Marañón no dudó en escribirse con Menéndez Pidal para expresar su preocupación por las medidas antinobiliarias y en especial por el perjuicio ocasionado a Alba: «Somos muchos los liberales que le debemos un apoyo a este hombre porque es justo hacerlo», escribió, añadiendo que el duque representaba «un mecanismo liberal e inteligente en la cultura española».

La amistad de ambos se había nutrido del mutuo respeto y la admiración recíproca y se vio fortalecida –como cuenta Antonio Lopez Vega en su completa biografía de Marañón– no solo «a través del intercambio de información bibliográfica sino por su común sensibilidad al mundo del arte y de la cultura». Recordemos que ambos coincidieron en las Reales Academias de la Lengua y de la Historia y en el Patronato del Museo del Prado. Compartieron amistad con Antonio Maura y su hijo Gabriel Maura Gamazo, y con otros destacados políticos e historiadores como Manuel Gómez Moreno, Elías Tormo y el arabista Asin Palacios. Fue el duque de Alba, director en aquella época de la Academia de la Historia, quien convenció a Marañón de publicar el ensayo completo de su conferencia sobre Enrique IV de Castilla.

No debe pues extrañar que a la muerte de Jacobo Fitz-James Stuart, en 1953, fuese Marañón quien recibiese el encargo de disertar sobre la eminente figura de su amigo en la solemne sesión de la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales ante una gran concurrencia. Allí estaban, entre otros académicos, el duque de Medinaceli y el marqués de Luca de Tena junto a destacados personajes de la vida pública e intelectual del momento. El título del discurso de mi abuelo fue «El ejemplo de Alba», como recogió la amplia crónica de ABC.

Y parece ser cierto que, como postulaba Borges, a la vida le gustan las coincidencias y simetrías: por eso resulta una grata continuidad en la historia de amistad que mantuvieron Alba y Marañón, que recientemente dos de sus descendientes hayan contraído matrimonio en el Palacio de Liria, que fuera testigo de sus encuentros con la cultura como telón de fondo.

Álvaro Marañón y Bertrán de Lis es académico, empresario y patrono del Colegio Libre de Eméritos.

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