La modernización de China

Por William R. Polk, uno de los directores de la fundación W. P. Carey; fue miembro con la Administración Kennedy del Consejo de Planificación de Políticas del Departamento de Estado de EE.UU. (LA VANGUARDIA, 02/10/03).

A lo largo de miles de años, innumerables millones de chinos han dependido de que el gran río Yangtse anegara las tierras agrícolas de su inmensa cuenca central. Era el tradicional “bol de arroz” de China. Hoy el  país experimenta una revolución que no tiene precedentes en su dilatada historia.

El visitante de Shanghai queda sorprendido de inmediato por la  envergadura del cambio. Sobre la ciudad se alzan enormes bloques  de oficinas y hoteles, mientras las cuadrillas trabajan sin descanso para derribar las viejas y achaparradas casas individuales de las concesiones extranjeras del siglo XIX y construyen nuevos rascacielos. Se dice que hoy trabajan en Shanghai más grúas que en todas las demás ciudades del mundo juntas.

La ciudad hace gala de una energía que se percibe recorriendo las calles. Sus habitantes se mueven con resolución. No se ven personas ociosas ni mirando los escaparates. Todo parece presa de un movimiento casi frenético. Los coches adelantan los enjambres de bicicletas... hasta que en seguida se ven atrapados de nuevo por ellas en los atascos que obturan el nuevo sistema de vías rápidas. Los conductores aprovechan hasta el máximo los diminutos espacios que se abren ante ellos, a menudo dejando sólo unos pocos centímetros libres. Sin embargo, a lo largo de varios días no vi ningún accidente.

Una especie de profesionalismo marca incluso los atascos de tráfico. La economía no sólo prospera, sino que casi literalmente estalla. El  índice más sorprendente del cambio se percibe en el comercio con Estados Unidos. Hace una década, China tenía un excedente comercial con Estados Unidos de unos 18.000 millones de dólares; el año pasado superó los 100.000 millones.

Gran parte procede de los bienes de consumo, donde los bajos salarios de los trabajadores chinos y lo que los funcionarios del Tesoro estadounidense consideran una valoración artificialmente baja de la divisa china proporcionan una ventaja tremendamente competitiva.

Sin embargo, no deja de resultar asombroso –como se ve recorriendo las calles– que los chinos estén empezando a encontrar atractivos sus equivalentes occidentales. Los establecimientos de moda, las cadenas de cafeterías y, sobre todo, los hoteles con marcas famosas influyen en parte en el estilo de la nueva ciudad.

Dos grupos de chinos del “exterior” lo han reconocido y han vuelto en masa al país. Muchas de las grandes compañías empresaria les cuentan con personas llamadas ABC (por la siglas inglesas de “chinos nacidos en Estados Unidos”) y sólo en Shanghai se han afincado unas 300.000 personas procedentes de Taiwán. Esos traslados han resuelto, al menos económica y residencialmente, las prolongadas disputas acerca de quiénes forman parte de China. China incluye a todo el que se considera chino.

Sorprende sobre todo el modo en que el Gobierno ha decidido colocar el país en la cúspide de la industria tecnológica moderna. Donde mejor se ve es en la inmensa Compañía de Hierro y Acero Baoshan. Baosteel, como se la conoce, es prácticamente una ciudad situada sobre unos 19 kilómetros cuadrados en las bocas del Yangtse, al este de la ciudad. Emplea a unos 15.000 trabajadores; el año pasado produjo 11.000 toneladas de acero y espera doblar esa cantidad el
año que viene.

China carece de mineral de hierro, de modo que Baosteel debe importarlo de Australia, Sudáfrica y otros lugares. Esas importaciones representan un 50 por ciento del coste total del acero acabado. En cambio, el país posee carbón, que se acumula en lo que parecen montañas negras en el emplazamiento industrial.

Aunque cabría pensar que los bajos salarios –probablemente la media sea inferior a los cuatro dólares la hora– constituyen el elemento clave de su éxito, ésta parece ser sólo una respuesta parcial. Los salarios representan sólo un cinco por ciento del coste de los productos.

Mientras recorre uno las autopistas, cruzando vías de ferrocarril a través de hermosos jardines y parques, y sigue el proceso de fabricación del acero a través de los inmensos edificios diseminados por el complejo, apenas ve un trabajador. La planta de Baosteel es una de las más automatizadas del mundo. Está clasificada como la segunda más eficiente.

Esta eficiencia ha permitido a la compañía un crecimiento anual superior al 10 por ciento desde su fundación hace una década. No deja de ser simbólico de la nueva China el que las acciones de la compañía se coticen en la Bolsa de Shanghai. El Estado conserva el 80 por ciento de la titularidad, pero ha permitido que los inversores extranjeros puedan acceder al restante 20 por ciento.

Como nunca antes, todo lo extranjero es importante para los chinos. Los ejecutivos de la compañía me explican con orgullo que su acero es un componente esencial de automóviles, electrodomésticos y equipos de construcción por toda Europa y contribuye a una parte importante de la producción industrial española.

Así, el tradicional “bol de arroz” de China se está convirtiendo en un combinado industrial moderno destinado a desempeñar un papel cada vez más importante en el comercio mundial y a enriquecer a los más de mil millones de habitantes de ese antiguo reino.