Las conquistas LGTBI deben ser innegociables

Crecí en un país en el que las disidencias sexuales sobrevivían entre los armarios y los heroísmos de quienes luchaban por la visibilidad. Tuvieron que pasar varias décadas para que la sociedad española fuera rompiendo los estrechos márgenes de lo heteronormativo, hasta que ya en el siglo presente nuestro ordenamiento jurídico se situó a la vanguardia en la protección de los derechos de las personas que no encajamos en los binomios. Es decir, de quienes nos hemos rebelado, no sin lágrimas, frente a los poderes —la Iglesia, la familia, la medicina, el Estado— que durante siglos nos situaron en los márgenes. Las conquistas legislativas, que se han sucedido en apenas un par de décadas, han ido acompañadas, en un positivo proceso de retroalimentación, de un cambio en la cultura, en uno de los ejemplos más evidentes de cómo el derecho puede contribuir a la maduración democrática de la ciudadanía.

Si hacemos un mínimo ejercicio de memoria, la cual es esencial para entender y valorar el presente de la dignidad, así como para imaginar un futuro habitable, en poco más de 20 años hemos roto las estrecheces de la igualdad formal para que en ella quepan todos los colores humanos. Así hasta llegar a un 2023 en el que nos encontramos ante un cambio de paradigmas. No es solo que la heterosexualidad esté dejando de ser lo normal/normativo, sino que están saltando las costuras del pensamiento binario, de las identidades claustrofóbicas, de los mandatos de género. No hay más que hablar con las generaciones más jóvenes para detectar que ya están en otro universo. Un contexto necesariamente dinámico y complejo, como lo es el pluralismo y la democracia, para desgracia de quienes viven más seguros agarrados a los dogmas. Afortunadamente, la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad nada tienen que ver con una religión. El arcoíris encarnado en los cuerpos no es sino movimiento y conversación.

Ahora bien, como siempre que pensamos en derechos, debemos estar alerta porque las conquistas no son irreversibles. Los procesos de lucha por la dignidad, como tantas veces nos ha demostrado la historia, también sufren regresiones. Lo estamos viendo en muchos países democráticos en los que los avances en igualdad de género o en reconocimiento de la diversidad sexual están siendo frenados y cuestionados. Los delitos que incitan al odio y la discriminación avanzan y contribuyen a generar el instrumento más perverso de los poderosos, el miedo. De ahí que más que nunca sea necesario vindicar y exigir el compromiso insistente de las instituciones y de la sociedad civil. Necesitamos leyes y políticas públicas, garantías no solo judiciales que sean eficaces, acciones educativas y socializadoras, como también una diaria militancia de la ciudadanía en esa praxis tan compleja que supone reconocer a quien es diferente. Sin permitirnos olvidar que vivir en una sociedad democrática es hacerlo en un estado de permanente provisionalidad.

Por todo ello, en las próximas elecciones, a través de ese poder inalienable que supone el ejercicio de nuestro derecho de sufragio, nos jugamos que determinados compromisos democráticos avancen sin retrocesos o si, por el contrario, le abrimos la puerta a la negación y al abandono. Recordemos que no hay política más contraria a los derechos que la que vacía de contenido —sustancial, presupuestario, cívico— la arquitectura institucional encargada de sostener desde lo público sus garantías. Una arquitectura que en esta última legislatura, atravesada por tantas crisis y dificultades, ha sido un magnífico ejemplo, con sus errores y dilemas también, de cómo el Estado social de derecho ha de comprometerse radicalmente con las vivencias y necesidades que hacen de cada uno de nosotros un ser singular. La Dirección General de Diversidad Sexual y Derechos LGTBi ha sido un magnífico ejemplo de cómo desde lo público hay que escuchar el latido de las calles y convertirlo en horizonte de posibilidad. Lo cual pasa por hacer que esas metas ocupen un lugar destacado en el BOE y muy singularmente en la Ley de Presupuestos.

El próximo 23-J nuestro voto será decisivo para la continuidad no solo de determinadas políticas sino también de un determinado clima social. Ese hábitat que vemos cómo poco a poco, pero sin pausa, empieza a enrarecerse por obra de quienes, sostenidos por discursos políticos que pretenden convencernos de que la libertad es posible sin la igualdad, niegan y ponen entre interrogantes lo que tantos siglos tardamos en conquistar. De ahí que este 28 de junio debamos vindicar no solo el orgullo de ser y estar, sino también el imperativo ético y democrático de la igualdad real. Una cuestión de ciudadanía y de diferencias. O sea, de dignidad. Esa bandera que no debería dejar de ondear en ningún balcón de nuestras ciudades. La de los colores que no merecen volver a la oscuridad de una papelera.

Octavio Salazar Benítez es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba y miembro del Comité Asesor del Instituto Europeo de Igualdad de Género.

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