El mayor eco que he tenido de una de mis recientes 'Postales' fue con aquella que hablaba de ricos y pobres, como si hubiéramos vuelto a la lucha de clase del siglo XIX, cuando creíamos haberla dejado atrás hace mucho tiempo. Han pasado muchas cosas buenas y malas desde entonces, y una de las más importantes es la aparición de una clase media que sirve de colchón entre ambas. O debería servir, mejor dicho, por estar desapareciendo. No ha mucho, la doctrina progresista daba por sentado que los hijos vivirían mejor que sus padres. Hoy pocos economistas lo sostienen y los jóvenes lo demuestran retrasando la salida del hogar paterno, mientras a mi generación le corría prisa abandonarlo, no por desafecto a nuestros padres sino por ofrecérsenos fuera más oportunidades, empezando por la plena libertad y terminando por mejores empleos y sueldos, algo hoy fuera de alcance.
Hemos sido demasiado optimistas creyendo en el progreso indefinido, que alcanzó su cima en los años ochenta del pasado siglo, con lo que Galbraith llamó «la sociedad opulenta» en lo económico, mientras en lo político se anunciaba el «fin de la historia» con el triunfo de la democracia sobre el comunismo, marcado por el desplome del Muro de Berlín, aunque hoy aquello resulta verduras de las eras visto desde la invasión rusa de Ucrania, me recuerdan algunos de mis corresponsales. Aunque la mayoría de ellos acogen satisfechos el mensaje de fondo que deseaba enviar en mi 'postal': que aunque la cosas no han salido como pensábamos, la democracia resiste y son, no miles, sino millones los jóvenes, ellas sobre todo, que han decidido lanzarse a la aventura del libre mercado, convirtiéndose en empresarios, protagonistas de la nueva era, según lo que dio en llamarse 'el manifiesto capitalista' de George Gilder, contrapuesto a la 'Biblia comunista' de Carlos Marx.
Vean cómo Gilder defiende la tesis de que el capitalismo ofrece más que el comunismo al estar basado en las virtudes y vicios de la naturaleza humana en vez de atenerse a un modelo ideal de cómo debiera ser aquella, más cerca de una religión que de una política. Es lo que le hace -sigue Gilder- más productivo y a la postre más provechoso para él y para la sociedad. Añadiendo que el socialismo (pues él engloba a toda la izquierda) parte no solo de presunciones falsas de la naturaleza humana, sino también de la falsa creencia de que todos los grandes descubrimientos están ya hechos, por lo que lo único que resta es distribuir equitativamente lo existente. Ello frena la capacidad creativa del hombre con el consiguiente estancamiento social y económico.
«Fe en el hombre -escribe Gilder con un estilo vibrante-, fe en el futuro, fe en la ventajosa recompensa por lo que se trabaja o invierte, fe en los beneficios mutuos del comercio y fe en la última providencia divina son las bases del éxito capitalista. Todas ellas son necesarias para mantener el espíritu de trabajo y empresa por encima de los retrocesos y frustraciones que sin duda alguna llegan, para inspirar confianza en la economía pese a los frecuentes desengaños, para hacer olvidar los placeres presentes por la búsqueda de un futuro que puede quedarse en humo, para promover el riesgo y la iniciativa en un mundo que tiende al acomodacionismo y a la indolencia».
Otras citas del libro que fue 'best seller' durante casi una década: «Los socialistas parecen querer la riqueza sin los ricos. Pero una economía floreciente requiere la proliferación de los ricos, la creación de una amplia clase de hombres amantes del riesgo, dispuestos a despreciar las comodidades de una vida sosegada, para crear empresas, conseguir grandes beneficios e invertirlos de nuevo. Muchos empresarios con éxito contribuyen al bienestar de su sociedad más de lo que reciben de ella. Y muchos ni siquiera se hacen verdaderamente ricos. Son los héroes de la vida económica, y aquellos que tratan de negarles la recompensa que merecen demuestran su incapacidad para entender su papel en la vida».
El problema del capitalismo en nuestros días descansa principalmente no en el deterioro del capital físico, sino en la persistente subversión psicológica de los bienes de producción -la moral y la inspiración del hombre de empresa-, con lo que se socava la última conciencia capitalista: el percatarse de que hay que dar para recibir, ofrecer para demandar.
«¡Los impuestos regresivos ayudan a los pobres! Cada vez resulta más obvio que se necesita un sistema menos 'progresista' de gravamen fiscal, para reducir las cargas de todos los sectores. Cuando se desgrava por arriba, lo ricos invierten más, en vez de buscarse paraísos fiscales. Y al aumentar sus ingresos totales, terminan pagando más impuestos en términos absolutos».
Esto se escribió hace ya medio siglo, cuando la autollamada contracultura, que en realidad lo fue, había enterrado entre cohetería el capitalismo. Han ocurrido muchas cosas desde entonces, pero también se nos han abierto los ojos para otras. Y puede que lo más importante sea que si el capitalismo tiene crisis, algo que nunca ha negado, ha sido capaz de sobrevivir a todas ellas, el social-comunismo no tiene soluciones para los nuevos problemas, como no lo tuvo para los viejos.
El mayor enemigo de un Estado de Derecho es la Rusia de Putin, que intenta regresar a la de los zares. La creíamos una superpotencia militar y lo es. Pero no ha sido capaz de someter a un vecino veinte veces más pequeño. Es capaz de destruirle con misiles a gran distancia, pero en la lucha cuerpo a cuerpo ha perdido la batalla. No es un ejemplo para nadie y empieza a ser un enemigo para todos, empezando por su propio pueblo. Sobre todo entre los jóvenes.
Mientras, en España, la alianza socio-comunista, a la que se han añadido, como si le hiciese falta, los separatistas, nos ofrece un futuro incierto como nación y más incierto todavía como Estado. Es por lo que me ha parecido conveniente exhumar las reflexiones de George Gilder sobre asuntos aún candentes. A mí me ha reconfortado recordarlas y espero que a ustedes les haya ocurrido algo parecido.
José María Carrascal