Manifiesto demasiado redundante

Por Xavier Rubert de Ventós (LA VANGUARDIA, 27/06/05):

Algo de ambivalente tienen casi todas las sensaciones. Pocas emociones son puras y monocromas. Hay un gusto que se puede encontrar en cierto dolor, como hay una angustia que surge en la plenitud del amor -y no sólo como post coitum, tristitia-. Hoy quiero referirme a esta ambivalencia cuando surge del sentimiento de pertenencia, de identificación con un grupo. Ser de un club, de una peña, de un colegio profesional, de un partido o de un proyecto nacional: he aquí una familia de situaciones que se supone nos producen un placer identitario que va desde el corporativismo hasta el fascismo pasando por el nacionalismo y toda la gama de sensaciones gregarias. Frente a estas peligrosas pasiones comunitaristas, parece que sólo una sana religión civil, ilustrada y racional puede salvarnos.

La realidad es algo más compleja y los románticos fueron los primeros en advertirlo. El propio sentimiento de pertenencia puede ser tan ambivalente como el amor o el dolor, y tiende como ellos a generar respuestas encontradas. Por un lado, claro está, sensaciones gratificantes de empatía, solidaridad, compadrazgo. Pero también la angustia, la desazón y el rechazo instintivo que sentimos ante cualquier lema, regla, institución o colectivo que parece o pretende dar por buena nuestra disolución en una rúbrica colectiva. Un rechazo que puede extenderse incluso -así yo lo he sentido- al papel que uno representa, al personaje que encarna, a la obra que uno ha escrito, etcétera, que se constituyen en un corpus simbólico y social con el que ni el cuerpo ni el alma de uno llegan a sentirse identificados. Un corpus, además, que tiene la peligrosa tendencia a irse haciendo más y más coherente, concéntrico y compacto.

Alguna vez he dicho que si alguien resulta ser, pongamos por caso, excursionista, y católico, y de Vic, y sardanista, y del Barça, y convergente... lo suyo no es ya una identidad, sino una redundancia. Una redundancia parecida y complementaria a la que expresa ese Manifiesto por un nuevo partido político en Cataluña, donde está más claro lo que les irrita -un supuesto pujolmaragallismo nacionalista e identitario- que aquello que les gusta. Parece así, como diría Jules Renard, que ce qui leur déplait les déplait plus que ce qui leur plait, leur plait.

No pretendo negar el sentido y valor de su reactivo sentimiento identitario, que para el caso acostumbran a llamar cosmopolitismo. De hecho, pocas cosas hubieran cambiado en este mundo sin el activo y creativo resentimiento de todos los que se sentían explotados o excluidos: proletarios, mujeres, indígenas, homosexuales, ancianos... Un resentimiento, adela que apela justamente a su derecho como grupo ya que fue qua mujeres, indígenas, etcétera, que resultaron discriminados. Entonces el salir del armario no es ya sólo un derecho individual, sino el derecho colectivo de un sexo, una nación, una etnia indígena.

Comprendo y acepto, pues, el sentimiento colectivo que expresa este manifiesto, pero me sorprende tanto su contundencia como su falta de ambivalencia. Yo, la verdad, nunca he conseguido sentir un rechazo tan puro y duro respecto a otros nacionalismos; ni tan sólo respecto al nacionalismo que ellos encarnan pero no nombran. Soy independentista catalán, cierto, pero sólo aspiro a poder dejar de serlo. Creo en autodeterminación de los pueblos, sí, pero sólo porque creo más racional e ilustrado que las fronteras sean las votadas por los ciudadanos que las diseñadas en otro siglo con la sangre de los soldados y el semen de los monarcas. Me siento catalán, cierto también, pero ni Catalunya, ni mi propio sentimiento al respecto me resultan especialmente simpáticos. En Madrid descubrí, ya maduro, que tenemos un serio problema con una España a la que, como dijo Félix de Azúa, le cuesta entender su unidad de un modo fractal y no radial. Pero me gusta Madrid; le voy incluso al Real Madrid por poco que juegue con el Inter o el PSG; me siento más solidario de cualquier habitante de Cáceres que de Burdeos, y hace bastante tiempo escribí un elogio de la hispanidad por el que fui acusado, no ya de españolista, sino lisa y llanamente de franquista. Ya ven ustedes las cosas que pueson de llegar a ser un independentista catalán dispuesto siempre a dejar de serlo y con un coeficiente de nacionalismo más bien escaso. Escaso, sin duda, pero no tan nulo y ciego como para ignorar que el nacionalismo, armenio o kurdo, irlandés o catalán, no son meras muestras de "ese invento perverso que constituye la madre de todos los desastres". Se trata, antes que nada, de hechos, de hechos tozudos. Y yo sólo a los jesuitas y a los comunistas de otro tiempo les había oído decir que los hechos que no les convenían eran eso: malos o peligrosos.

Ambivalencia, ironía, distancia respecto de los propios sentimientos y convicciones, esto es lo que no acabo de encontrar en un manifiesto que ciertamente no incurre en eso del fundamentalismo relativista que nuestro Papa va por ahí denunciando. Para el caso, tampoco pecaba de relativismo el manifiesto de los 2.300, donde los funcionarios decían ver pisoteados en Catalunya sus derechos adquiridos y sus legítimas aspiraciones a utilizar cualquier plaza ganada en la Península -Sevilla, Barcelona o Bilbao- como relé o trampolín para alcanzar su destino manifiesto. Un destino bien descrito en aquel remedo de Alejandro Nieto al poema de Jorge Manrique: "Los funcionarios como ríos, que van a parar al Mar, que es Madrid".

El actual manifiesto es mejor, sin duda, y pienso que también de alguna utilidad. Teníamos hasta ahora els altres catalans codificados por Paco Candel, pero nos faltaban els uns, que este manifiesto viene por fin a diseñar. Ahora ya tenemos els uns i els altres catalans, con lo que el equilibrio se restablece y se completa el espectro: los nacidos fuera y convertidos aquí y los nacidos aquí pero con alergia al polen local.

La mayoría dels uns de mi época eran de familia catalana, pero hablaban y había que hablarles en castellano porque eso del catalán les parecía un poco pesado, o pueblerino, o difícil de pronunciar bien (aunque cuando iban a Francia, claro, hablaban francés). Al primer altre català lo conocí compartiendo calabozo en Via Laietana. Hablaba un perfecto charnego y era un feroz catalanista. Éstas fueron sus palabras: "En Jerez, el hijo del señorito, de 10 años, me llamaba Pepito yme hablaba de tú. En Barcelona, el primer empresario me llamó señor Fernández yme habló de usted. Me sentí otro. Desde entonces no dudo con quién estoy".

Yo tampoco. Aunque trato de mantener un mínimo de ambivalencia romántica y poder felicitarme así por la aparición de ese Manifiesto por un nuevo partido político en Cataluña. Suerte, y excusen ustedes la lectura que hago aquí de su escrito, sin duda parcial y tendenciosa.