Moras y cristianas

Por Mª Ángeles García García, fiscal del Tribunal Supremo y vocal del Consejo General del Poder Judicial (EL PAÍS, 06/03/06):

La Conferencia Episcopal ha acertado plenamente cuando en el documento titulado Directorio de La Pastoral Familiar de la Iglesia en España considera la violencia doméstica como un "fruto amargo" de la revolución sexual. En el hogar "verdadero", en el hogar cristiano, no había hasta ahora violencia doméstica; en el hogar islámico aún es prácticamente inexistente. Antes de ayer -en el primero- y todavía ahora -en el segundo- el maltrato a la mujer era ejercicio legítimo del derecho de corrección, del padre o del marido. Cuando la mujer obedecía las instrucciones de san Pablo que ordena: "Que obedezca, sirva y calle", cuando la víctima seguía las máximas de la paciencia, la conformidad y la sonrisa frente a los agravios masculinos para desarmar a su oponente, el ejercicio del derecho de corrección era menos necesario, pero no inexistente. Dice san Agustín: "Mi madre (santa Mónica) obedecía ciegamente al que le designaron por esposo y al propio tiempo cuando iban mujeres a casa llevando en el rostro señales de la cólera marital les decía: vosotras tenéis la culpa, culpad a vuestra lengua, que es improperio de sirvientas hacer cara a sus señores, lo cual no aconteciera si al leeros vuestro contrato de matrimonio hubiereis comprendido que otorgabais un pacto de servidumbre y que por eso mismo, conscientes de su condición, no se debían ensoberbecer ni gallear con sus maridos" (san Agustín, Confesiones, capítulo XI).

Sin lugar a dudas, el artículo en la Hoja parroquial, editado por el Arzobispado de Valencia, escrito por el catedrático de teología jubilado Gonzalo Gironés, es tributario de las Confesiones de san Agustín cuando acusa de provocación a las mujeres maltratadas: "Nadie ha confesado qué hicieron las víctimas, que más de una vez provocan con su lengua". No obstante, las creyentes no son ya las mujeres que iban a casa de santa Mónica y la algarada mediática fue tal que ha provocado una rectificación matizada del arzobispo de Valencia, que, por cierto, también se llama Agustín, si bien no sabemos si llegará o no a santo.

Como se ejercía el derecho de corrección en el hogar cristiano era sobradamente conocido por una mujer excepcional, santa Teresa de Jesús, que aleccionaba a las novicias, que dudaban de su vocación, sobre lo que les podía pasar si escogían esposo terrenal: "No conocen la gran merced que Dios les ha hecho en escogerlas para sí y librarlas de estar sujetas a un hombre que muchas veces les acaba la vida y plega Dios que no sea también el alma" (Fundaciones, capítulo 31). Lo precedente evidencia que siempre hubo mujeres con la lengua muy larga.

Son sobradamente conocidas las recomendaciones del imán de Fuengirola aconsejando cómo se debe pegar a las mujeres sin que se note, lo que evidencia que en el momento actual, al menos en algunos países, han de adoptarse precauciones, innecesarias en otros tiempos.

Los flujos migratorios no nos han traído grandes novedades a las cristianas. Pertenecen o han pertenecido a nuestra cultura las máximas de sumisión, fecundidad, fidelidad; el rigor en el vestido, esconder el cuerpo, la cabeza cubierta, el pudor, el recato, la pureza, la segregación educativa y social, el ennoblecimiento de himen, etc.

Dice san Pedro: "Las mujeres están sujetas a sus maridos, las cuales ni traigan por defuera descubiertos los cabellos". San Pablo escribe semejantemente: "Las mujeres se vistan decentemente... sin cabellos encrespados..." (citas tomadas del capítulo XII de La Perfecta Casada, de fray Luis de León). San Jerónimo recomienda que "la Virgen no descubra más que los ojos para salir a la calle" (Para saber más: Los Santos Padres, imprenta de la propaganda Católica, Madrid, 1878).

No debemos olvidar el nacionalcatolicismo, tan nuestro, rescoldo de lo que venimos diciendo, y la lucha de la mujer española para "soltarse la melena".

La desalineación de la mujer a finales del siglo XX en lo que se llama mundo cristiano se debe a los progresos que la civilización ha hecho en los países de la cultura occidental. Cuando se inició el llamado movimiento sufragista, a excepción del grupo fabiano y de un hombre genial y sumamente lúcido Stuart Mill (La Esclavitud Femenina), apenas había hombres capaces de ver en la aspiración de la mujer a ser persona una aspiración legítima. La misión libertadora del cristianismo poco ha hecho por la libertad y la dignidad de la mujer más allá de establecer el culto a María. Cualesquiera que fueran las ideas de Cristo (o del Profeta) sobre la mujer, sus exegetas se ocuparon de situarla en el lugar que le corresponde.

La subalternidad de la mujer en el ámbito religioso es obscena. Los embates de las creyentes y descreídas contra el dique de la misoginia religiosa apenas han producido ligeros desconchones en confesiones cristianas no católicas. Como dice Séneca Falls: "Los hombres han usurpado las prerrogativas del propio Dios y asignan a las mujeres su esfera de acción propia en la religión". La participación igualitaria de las mujeres en el poder religioso es absolutamente inexistente. En todas las religiones son los hombres los que, arrogantemente, ostentan el monopolio del púlpito y, desde él, deciden como ha de estar la mujer en el más acá para alcanzar el más allá, como a ellos les parezca bien. Ellos deciden si han de ser sabias o les basta con ser discretas (se inclina por lo segundo san Josemaría, máxima 946 de Camino), cómo se han de vestir, cuándo se han de desvestir, qué parte del cuerpo ha de mostrar, cuándo han de dejar de ser doncellas y con quién; y los que pueden deciden, ya en este mundo, las consecuencias del incumplimiento de lo ordenado que va desde la exclusión social a la mutilación o la muerte.

Hemos de terminar con una frase de Nawal Al-Saadawi (feminista egipcia considerada como la Simón de Beauvoir del mundo árabe): "Hay que retirar el velo de la mente de las mujeres", y hemos de añadir de todas, cristianas, musulmanas y descreídas, porque la dignidad de la mujer y su consideración como ser humano, el libre desarrollo de su personalidad y los derechos inviolables que le son inherentes, considerados por la Constitución Española y por la Declaración Universal de los Derechos Humanos como fundamento del orden político y de la paz social, están por encima de las etnias, las religiones (cualesquiera que sean) la historia y las tradiciones, y su vulneración merece una persecución sañuda y una crítica rotunda sin concesiones a un multiculturalismo pazguato.