Posguerra: el ángulo interior

Por Álvaro Delgado-Gal (ABC, 16/04/03):

Cada nación se ve enfrentada a desafíos proporcionales a las hazañas o fechorías que ha cometido. Para los USA, o incluso para Gran Bretaña, la posguerra iraquí ofrece perfiles y puntos de fuga de índole geoestratégica: ¿qué papel se va a reservar a la ONU? ¿Cómo se administrará el petróleo? ¿De qué manera se influirá en los regímenes de la zona? ¿Cómo se armarán los mimbres de un futuro gobierno en Irak? Y así de corrido. Son cuestiones políticas, y al tiempo técnicas. Nos remiten, figuradamente, a una mesa de laboratorio sobre la que están dispersos cachivaches y piezas varios, que se tiene el propósito de ensamblar con este fin o el de más allá. Por desgracia, los españoles tendremos que vivir la posguerra acuciados por preocupaciones de muy diversa naturaleza. De una naturaleza, por así decirlo, terapéutica. Se han producido desgarrones importantes en la sociedad, y abierto vías de agua en todos los partidos. El que piense que el único perjudicado es el PP, es un optimista. Ha padecido el sistema, de modo imprevisto y en gran medida gratuito, y por gratuito, tanto más irritante. Empecemos por donde se debe empezar. O sea, por el principio. Es decir, Aznar.

Ya he adelantado en este diario mi diagnóstico sobre el protagonismo claramente extraviado de Aznar durante la fase anterior a la guerra. Aznar, que en varios extremos llevaba razón, se olvidó de algo esencial: el país al que representa. Es verdad que no se realizó una labor de pedagogía política puntual y oportuna. Pero no creo que esto haya sido esencial. Sencillamente, España no estaba para ciertas apuestas, y el asunto de la guerra la ha sacado literalmente de quicio. A consecuencia de esto, el PP se enfrenta a dos peligros sucesivos, uno a corto y otro a medio plazo. El peligro a corto, es el de una avería seria en las municipales y autonómicas, provocada por la variable exógena de la guerra. El percance sería especialmente grave en el País Vasco, en que no está sólo en juego la titularidad del poder local sino la integridad del Estado. Conservar el Estado ha sido una de las grandes prioridades del presidente. Un naufragio artificial en Vasconia significaría para él -y muchos más- una tragedia incalculable.

Vayamos al peligro a medio plazo. La renuncia de Aznar a renovar candidatura abrió el llamado «melón sucesorio». En su versión antigua, las discusiones sobre el melón sucesorio se centraban en las dificultades que a un partido se le presentan cuando está prevista una solución de continuidad en la gestión del poder. Si se nombra sucesor demasiado pronto, el delfín se convierte en rehén de la política del gobierno todavía en activo. Si se retrasa la entrega del testigo, el partido se inquieta, se desorienta, y entra en rendimientos decrecientes. Tales preocupaciones, enteramente justificadas, se reducen a un asunto menor en comparación de las que debería suscitar la situación creada por la guerra. Lo que puede ocurrir ahora, es un súbito y prematuro debilitamiento del jefe de un partido fuertemente jerarquizado. En semejantes circunstancias, no está del todo claro que vaya a funcionar el principio romano. Esto es, que salga sucesor el designado por el príncipe. Si se verificase un vacío de poder, no es impensable que surgieran grietas y disensiones en el PP, del estilo de las que arrasaron a UCD. El partido, de momento, se mantiene firme. Pero sólo de momento. Por eso es esencial para los populares obtener un resultado decoroso en la municipales y autonómicas. Si pinchan en demasiados sitios a un tiempo, se entrará en aguas francamente revueltas.

Paso a la oposición. Y me arranco con el Zapatero que habrían deseado los miembros más experimentados e inteligentes del PSOE. Imaginen que este Zapatero de fantasía adopta, sí, una posición muy crítica respecto a la militancia de Aznar; y que tensa un poco la cuerda del pacifismo sentimental, aunque sin incurrir en demagogias de brochazo gordo o exigir una confrontación directa con Bush, que no nos podemos permitir porque no somos Francia y que Francia, en el fondo, tampoco se podía permitir. Ese Zapatero discrepante, aunque no absurdo, habría extraído un rendimiento máximo de los errores de Aznar. En lugar de esto, Zapatero ha cometido tres dislates considerables. Uno, apuntarse a maximalismos retóricos sin pies ni cabeza. Dos, apelar a la democracia directa, reaccionando a destiempo y mal cuando la democracia directa ha desembocado en actos de violencia contra sedes y personas del PP. Tres, indiciar su estrategia al desarrollo de la guerra, por definición incontrolable. O lo que es lo mismo, rebajar la estrategia a táctica.

No me ocuparé del último punto, muy importante aunque de índole técnica. Lo que me urge analizar aquí, es el efecto combinado que han tenido las dos iniciativas anteriores. La democracia directa, o sea, la domiciliación implícita de la legitimidad en el pueblo simbólicamente congregado sobre el pavés callejero, ha entrecomillado la autoridad de las instituciones y degradado los modos parlamentarios. No sólo se han visto y oído en el parlamento cosas que ha resultado penoso ver y oír, sino que el nivel discursivo ha sido pobrísimo. El «Pare la guerra, señor Aznar», no debería haberse pronunciado cuando se pronunció, o sea, en plena guerra. La explicación es clara. Evidentemente, Aznar no podía parar la guerra en marcha, y menos, una guerra en la que no tenía puestos soldados. Conminarle a hacerlo, ha sido una manera oblicua y teatral de decirle que él la había desencadenado, y por tanto, de declararle coatuor moral de las muertes de españoles provocadas por el fuego amigo o enemigo. Esta simpleza habría carecido de importancia en una situación normal. Teniendo en cuenta que se coreaba «Aznar asesino» en muchas plazas y calles de España, la simpleza ha sido más que simpleza. Ha sido una irresponsabilidad.

Cuál vaya a ser el beneficio para el equipo actual de los socialistas, está por ver. No es posible radicalizarse y a la vez ganar el centro. Y el tiempo pasa, y viene el Tío Paco con las rebajas. Pero dejemos a un lado las averiguaciones, y restrinjámonos a lo seguro. El desenlace desgraciado es que la retórica desbocada, unida a las movilizaciones, ha extendido un mensaje ambiguo. El mensaje ha sonado así, en una suerte de in crescendo incontenible: las instituciones no están sirviendo a los intereses del pueblo. Ítem más, tal vez no estén sirviendo a los intereses del pueblo porque se hallan dominadas por la derecha. O quizá, el problema es que derecha y democracia -en los momentos de exaltación, no se repara en el detalle de las urnas- no son compatibles. Estos recados, explícitos o sobreentendidos, son profundamente destructivos. Probablemente, han constituido una segunda tragedia para Aznar, uno de cuyos objetivos más loables ha sido homologar irreversiblemente a la derecha histórica. O si se prefiere: fundir, hasta borrar sus contornos castizos, a la derecha venida del franquismo en el bloque constitucional.

Las tragedias personales de Aznar no son importantes para la vida pública. Son episodios privados. Es importante, sin embargo, que se haya cometido la temeridad de acudir a un lenguaje verbal y corporal de exclusiones terminantes. La guerra ha traído una división social que no nos merecemos, y que es extemporánea. La posguerra ha de significar para nosotros la recuperación del sentido común. Cesados los hechos sangrientos en Irak, no hay necesidad de continuar dando mandobles con el pretexto de la paz.

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