Cada vez que aparece la noticia de la próxima excarcelación de un violador o un asesino en serie se produce una convulsión social. Pero de acuerdo con nuestros principios jurídicos, una vez cumplida la condena, estos presos han pagado ya su deuda y, por tanto, tienen derecho a reincorporarse a la sociedad "con plenitud de sus derechos". Muchos de ellos lo hacen y su rastro se pierde en el anonimato, pero algunos reinciden y dejan a su paso una nueva estela de sufrimiento y dolor. Son estos casos, que suelen ser pocos pero muy graves, los que disparan la angustia colectiva. Vivimos en una cultura que tiende a ignorar los riesgos derivados de una elección personal (tabaquismo, exceso de velocidad, deportes de aventura...), pero con una gran intolerancia a los riesgos atribuibles a otros.
Los medios de comunicación prestan gran atención, además, a todo aquello que implica algún tipo de amenaza colectiva, ya sea la gripe aviar o la presencia de un asesino en serie, de modo que se produce una reacción en espiral: la atención informativa crea alarma social y ésta a su vez justifica una mayor atención informativa. Se genera así un estado de opinión hiper-reactivo que en el caso de los violadores y asesinos en serie se traduce en demandas de mayor rigor penal.
Un episodio de este tipo se produjo el pasado agosto en Francia, tras el secuestro y violación de un niño de cinco años por parte de un pederasta que había sido puesto en libertad un mes antes. El presidente Nicolas Sarkozy reaccionó a la alarma social con dos medidas polémicas que merecieron amplios titulares en los periódicos: ofrecer la castración química a los delincuentes sexuales y abrir un centro psiquiátrico para internar a los pederastas que al salir en libertad presenten alto riesgo de reincidencia. En Derecho, las respuestas compulsivas suelen entrañar grandes riesgos y el tratamiento de los delitos sexuales es una cuestión muy delicada que merece una reflexión algo más calmada.
La cuestión se ha planteado en los últimos años en muchos países. El problema que se plantea en este caso no es tanto de duración de las penas, ya muy severas en la mayoría de los casos, sino qué hacer con aquellos violadores o asesinos que han cumplido su condena pero no se han rehabilitado y presentan un alto riesgo de reincidencia. ¿Qué tipo de medidas pueden aplicarse para proteger a las eventuales futuras víctimas? Hablar de castración química puede ser muy llamativo, pero no tiene ningún rigor científico. Ni es castración, ni es química. Es simplemente un tratamiento hormonal que se utiliza de forma rutinaria en la terapia del cáncer de próstata y que también se aplica ya en muchas prisiones como coadyuvante de la terapia psicológica que se ofrece a los delincuentes sexuales. Consiste en una inyección trimestral que reduce los niveles de testosterona en sangre y, por tanto, inhibe el deseo y el impulso sexual, pero de forma transitoria y absolutamente reversible. Cuando cesa el tratamiento, cesa el efecto.
El ordenamiento jurídico español no permite las penas físicas y la Ley de Autonomía del Paciente exige en todo caso el consentimiento informado de quien ha de recibir un tratamiento. De modo que no cabe hablar de castración química, y menos aún como pena, sino de inhibición o supresión hormonal reversible y siempre voluntaria. El tratamiento tiene, además, considerables efectos adversos y no siempre es eficaz. Aunque la supresión hormonal elimina o reduce el deseo, la impulsividad y las fantasías sexuales, no en todas las personas produce el mismo grado de inhibición y en el 10% de los casos no produce ningún efecto. La agresión sexual es, además, un proceso complejo en el que intervienen tanto factores biológicos como ambientales: se han dado casos de violadores que, estando en tratamiento y con la libido por los suelos, han cometido igualmente agresiones sexuales con palos u objetos. Porque la violencia está, sobre todo, en la mente y es la mente lo primero que hay que tratar.
Se ha discutido mucho hasta qué punto los factores biológicos son determinantes en la violencia sexual. Si bien es cierto que se han visto conductas violentas causadas por lesiones cerebrales, hay consenso científico en que los factores biológicos pueden condicionar, pero no determinar estas conductas. Las últimas investigaciones apuntan a que en la violencia sexual el problema no se produce porque el individuo tenga impulsos de una intensidad tan elevada que es incontrolable, sino que lo que falla son los mecanismos de control de cualquier impulsividad. También es errónea la idea de que los agresores sexuales tienen mayor cantidad de testosterona. Algunos de ellos tienen incluso menos.
Pero el que no se les pueda catalogar como enfermos no significa que no sean tratables. Gran parte de los agresores sexuales tienen personalidad psicopática o antisocial susceptible de ser tratada y existen ya protocolos específicos que incluyen tanto terapias psicológicas como farmacológicas. Diferentes estudios han demostrado la eficacia de estos tratamientos, entre ellos uno realizado en las prisiones catalanas, donde el 5%-6% de los presos cumplen condena por violencia sexual. Tras un seguimiento de entre cuatro y ocho años desde la puesta en libertad se comprobó que entre quienes habían recibido tratamiento, la tasa de reincidencia era del 4% mientras que entre los que no lo habían recibido alcanzaba el 18%. Si las prisiones españolas contaran con más medios para poder aplicar estas terapias, se evitarían sin duda muchos daños.
Extender este tipo de tratamientos puede reducir la magnitud del problema, pero persiste la cuestión de fondo: ¿Qué hacer con aquellos agresores sexuales en los que han fracasado las terapias o no quieren someterse a tratamiento? Aunque no son muchos los casos, la cuestión es importante porque tanto la negativa como el fracaso son de hecho indicadores de un mayor riesgo de reincidencia.
En estos casos estaría justificado sin duda aplicar medidas de seguimiento y vigilancia policial, que entrarían plenamente dentro de las funciones de prevención del delito que tienen encomendadas las fuerzas de seguridad. Pero las medidas policiales tienen un alcance limitado y por esta razón muchos países se han planteado en los últimos años reformas legales que introducen la posibilidad de que el juez, tras una evaluación del riesgo de reincidencia al término de la condena, pueda dictar medidas de tratamiento o internamiento forzoso.
La valoración del riesgo no ofrece especiales dificultades, pues si bien no existe ningún procedimiento que permita predecir la conducta de una persona, sí existen métodos acreditados para determinar el riesgo objetivo de que un individuo incurra en una conducta determinada. El Sexual Violence Risk 20, desarrollado en 1999 por Boer, Hart, Kropp y Webster, es el de mayor consenso y existe una versión adaptada por Hilterman y Andrés Pueyo en 2005 que permite además valorar los cambios que se van produciendo.
Más controvertido es en cambio decidir medidas judiciales de aislamiento del recluso sin deslizarse por la pendiente del derecho penal de peligrosidad. En nuestro ordenamiento, la responsabilidad penal se extingue con la pena y sólo pueden juzgarse hechos cometidos, previamente tipificados como delito. El juicio basado en la peligrosidad, que la dictadura franquista aplicó contra homosexuales y otros colectivos, quedó afortunadamente periclitado hace tiempo. Algunas de las reformas aprobadas en algunos países se acercan, sin embargo, a este tipo de planteamiento, aunque con las garantías del proceso democrático. Estados Unidos, Australia y Reino Unido han introducido diferentes formas de internamiento de duración indeterminada para agresores sexuales que ya han cumplido condena pero presentan alto riesgo de reincidencia. También Alemania aprobó en 2004 la figura de la custodia de seguridad posterior, que permite el internamiento forzoso tras el cumplimiento de la pena si el juez estima que representa un grave peligro para la colectividad. Otros países, como Francia o Canadá, discuten sobre ello. La cuestión está, pues, en el debate internacional. En España está aún pendiente. Sería bueno poder hacerlo sin la presión de una nueva alarma social.
Milagros Pérez Oliva