Yo, Pedro

Yo, Pedro

Acabamos de asistir a una nueva performance de un personaje político indudablemente dotado para el espectáculo. En esta ocasión, no se trata de un simple golpe de efecto, de los muchos que ha prodigado a lo largo de su carrera teatral, sino a una ruptura de la representación, a un desafío en el que el autor/director/actor pretende obligarnos a adivinar, nos quiere pendientes de su decisión y su destino.

Como espectáculo ha sido casi único, pero como política parece desastroso. Presentado como un striptease sentimental y moral, estamos ante lo contrario de la trasparencia, porque es casi imposible creer en los argumentos que emplea el presidente para explicar su mutis. Su resultado inmediato ha sido que la prensa extranjera asocie su nombre a la corrupción, algo de lo que, hasta ahora, se había visto libre, mientras que en el plano nacional no cesa de crecer el estupor.

Su actuación está tan fuera de lo normal que no hay más remedio que pensar en que, por las razones que fuere, Sánchez parece haber perdido los papeles, que su educación moral y sentimental no le ha hecho capaz de contenerse y actuar de manera más reflexiva. Algo muy gordo, y distinto a lo que se nos cuenta, debe haber sucedido para que un personaje con cierto dominio de las tablas se haya ocultado tras cuatro folios de intención dramática pero cuya lectura pone de manifiesto que el mal que refiere no es de amores sino de impotencia.

Tal vez sea interesante fijarse en sus últimas apariciones públicas. En horas veinticuatro le hemos visto pasar de recibir al rey con las manos en los bolsillos, con esa sonrisa suficiente que expresa su alta autoestima, a una hipócrita respuesta de oficio en el Congreso con cara de muy pocos amigos. Desaparece después y parece que algo bastante grave debió ocurrir esa tarde para que, al día siguiente, sin la menor imagen mediante, nos topásemos con una carta al universo mundo cuyo texto pretende mezclar la amenaza con el llanto, una misiva que pide comprensión, pero aplica un juicio sumarísimo a las muchedumbres enemigas de su ego.

Es muy difícil saber qué está pasando de verdad, tanto en la realidad desconocida como en su almario, pero creo razonable estimar que el hasta ahora presidente del gobierno está intentando hacer lo que en las películas de submarinos dice el comandante cuando han recibido un pepinazo: «control de daños». Sin descartar del todo el arrechucho sentimental de una persona poco entrenada frente a la crítica, cabe pensar que las últimas andanzas internacionales de Sánchez no han sido un éxito inenarrable: no han servido para reforzarlo con vitola de gran estadista mundial, ni han anulado su imagen de presidente en precario obligado a seguir las instrucciones de algunos orates que le tienen muy pillado.

Tal vez Sánchez haya ido demasiado lejos en lo de evitar a los palestinos, y en el fondo a Hamas, los supuestos excesos de Israel y en convencer a Europa del reconocimiento de un estado palestino, pues, al fin y al cabo, las soluciones verbales son muy propias de su genio político. Tal vez haya ocurrido que los israelíes, que no son enemigos a los que convenga irritar con parvo motivo, se hayan tomado a mal tantos desvelos: cabría imaginar, en tal caso, que alguien con autoridad (como ocurrió con Zapatero) lo haya llamado al orden en esa tarde oscura y que esa coincidencia con las desagradables noticias judiciales sobre su amada esposa se le haya hecho insufrible.

Si tal cosa hubiese sucedido es seguro que se le habría dado la oportunidad de una retirada que haga innecesaria la demasiada sangre, y esos cinco días de mutis le estarían dando el tiempo suficiente para dibujar una estrategia política que pueda permitirle sobrevivir a tamaño contratiempo. La hipótesis es poco favorable a la figura de Sánchez, pero es que, como dijo Arendt a otro propósito, “el mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios” y bien pudiera ocurrir que Sánchez haya pecado de ingenuidad de tanto subirse al Falcon equivocando de medio a medio sus posibilidades internacionales. Si con esta tesitura se conecta el maloliente asunto del espionaje a sus teléfonos mediante Pegasus hay base suficiente para sospechar futuros sobresaltos si no se ponen a tiempo las debidas precauciones.

Ha sido bastante común interpretar la performance como una de tantas tretas del personaje, pero pensar que todo se reduzca a montar un numerito victimista para agitar el gallinero de sus seguidores, tal vez algo amodorrados, y obtener ventaja en las campañas inmediatas se antoja un poco fantástico. Si Sánchez no culmina de manera terminante su amenaza de dimisión tendrá que resignarse a soportar una imagen no de resistente sino de llorón; puede hacer, en efecto, lo que acaba de hacer Xavi Hernández que anunció su dimisión como entrenador del Barça para desmentirla en medio del alborozo de su peña, pero parece poco inteligente presentarse como un hombre sensible y enamorado que no soporta los alfilerazos a su Dulcinea cuando se ha cultivado largamente la imagen de tipo duro, de un resistente casi sobrehumano.

A todo esto, no cabe olvidar que el panorama político al que Sánchez se habría de enfrentar, antes de sus cinco días de reflexión, pero también después, es todo menos simple y prometedor. A Sánchez parece bastarle con presentarse como el valladar frente a la barbarie, pero ese argumento tiene menos valor que su palabra, que no cotiza a gran altura, como es bien sabido. Su realidad es muy otra, depende de votos y exigencias de políticos que no darían un duro por su vida si llegase el caso, que lo utilizan con descaro mientras tenga algo que darles, pero cuando se refiere a los resultados electorales del País Vasco diciendo que ha ganado por nueve a uno no le cree ni siquiera Patxi López.

Está endeudado hasta las cejas y puede pensar que unas semanas más en el potro de tortura de la presidencia acabarían por dejarle sin la menor oportunidad de intentar otras aventuras menos comprometidas, si es que no la ha perdido ya por completo. Le queda el apoyo de los suyos, pero ese apoyo está ligado a que tenga posibilidades de seguir con mando en plaza, porque en cuanto se huela que sus debilidades lo podrían derribar habrá una carrera brutal entre los ex leales para obtener plaza en la nueva nomenclatura.

El lunes sabremos de qué ha ido todo esto, pero a fecha de hoy las apuestas por un final feliz son casi insensatas. El pueblo español, al que Sánchez se ha dirigido, saltándose una vez más al Congreso que es quien le ha nombrado, será más o menos valiente, depende del caso, pero es seguro que aprecia más los gestos de valor torero que las espantadas de finos artistas que tiemblan ante las astas del bicho y, aunque el maestro se vuelva luego de su refugio tras las tablas para intentar el descabello, lo hará siempre en medio de pitos y de una gran bronca. Sánchez que es un economista y reconocido doctor universitario está pensando si se corta la coleta, pero si piensa en salir a hombros después de esta faena me temo que puede haberse confundido de medio a medio.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es 'La virtud de la política'.

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