Mahoma, Jesucristo y la libertad de expresión

Por Juan A. Herrero Brasas. Profesor de Etica social en la Universidad del Estado de California (EL MUNDO, 21/02/06):

El alboroto causado por la publicación de unas caricaturas del profeta Mahoma ha puesto sobre el tapete la cuestión de si la libertad de expresión de unos debe estar subordinada a las creencias religiosas de otros. Para ser exactos, la pregunta que parece ser objeto de debate es previa a la anterior: ¿se puede imponer límites a la libertad de expresión? Ni que decir tiene que, de un modo un tanto acrítico, todo un coro de voces políticamente correctas y democráticamente bienpensantes han puesto el grito en el cielo.

A las preguntas aparecidas en los medios de comunicación de diferentes países europeos sobre si debería estar prohibida la caricaturización o uso ofensivo de figuras religiosas, en España hemos dado el no más abrumador, con gran diferencia de otros países. Nuestra tendencia a sacralizar instituciones y principios tiene, curiosamente, mucho de religioso y probablemente tenga bastante que ver con nuestra tradición católica. El hecho, sin embargo, es que el concepto de lo sagrado pertenece exclusivamente a la religión. Fuera de la religión nada hay que sea sagrado, intocable. Ni siquiera la libertad de expresión, que no puede ni debe ser nunca absoluta.

En cualquier ámbito, la libertad absoluta -al estilo del ideal liberalista decimonónico- es necesariamente la libertad de unos pocos, o incluso de uno solo, y el avasallamiento de otros. La libertad que garantiza el sistema democrático es siempre una libertad limitada. No puedo, por ejemplo, entrar en una casa ajena cuando me plazca, usar un coche que no me pertenece, o tener relaciones sexuales con quien quiera o donde quiera sin el consentimiento de la otra persona. Esas son restricciones a mi libertad de acción cuyo objeto es garantizar el respeto a los derechos y la libertad de los demás.

Este mismo principio se aplica igualmente a la libertad de expresión. Hay ciertas expresiones que no están permitidas. No me está permitido, por ejemplo, salir a la calle y ponerme a insultar a quien quiera, proferir amenazas, dar falsos testimonios o difamar. «Si no te acuestas conmigo, te despido» es un mero acto expresivo que puede llevarme a la cárcel. Es evidente que nuestra libertad de expresión es limitada, y en justicia así debe ser. La necesidad de respetar la libertad ajena hace que no podamos expresar en cualquier momento cualquier idea que se nos antoje. El debate no es, por tanto, sobre si se puede poner límites a la libertad de expresión, sino sobre qué límites están justificados.

El derecho a la libertad de expresión tiene dos aspectos, el material y el formal. Dicho de otro modo, la libertad de expresión incluye el derecho a expresar lo que se quiera, con palabras, con imágenes, en el estilo de vestir, en una lengua o en otra, etcétera. Poner límites a la libertad de expresión -en lo material o en lo formal- es algo que requiere una poderosísima justificación. Esta sólo puede basarse en la evidencia de que un determinado acto expresivo, en su forma o contenido, produce en otros un daño constatable, una injusta denegación de la libertad y derechos ajenos.

Aplicando este principio a otros asunto actuales, la prohibición de llevar el velo islámico u otros símbolos religiosos en las escuelas públicas francesas es un brutal e injustificado asalto a la libertad de expresión de muchos de sus ciudadanos, que ha contribuido, sin duda, a poner al país en estado de excepción como se encuentra en este momento, algo insólito en la Europa democrática.

Asimismo, penalizar a los comerciantes y profesionales que no se expresen en una determinada lengua, como se ha venido haciendo últimamente en Cataluña, constituye una injustificada, y presuntamente inconstitucional, denegación de la libertad de expresión en su aspecto formal.

Para establecer las circunstancias extremas en las que está justificado poner límites a la libertad de expresión es necesario establecer también una distinción entre lo público y lo privado. Determinadas formas de expresión pueden ser lícitas en el ámbito privado pero no en el público. Es perfectamente legítimo orinar y defecar, pero generalmente no son formas de expresión que hagamos en público, pues resultan ofensivas para otras personas. Lo mismo ocurre con las actividades y expresiones de carácter sexual. Por eso, en una democracia en la que se respeten realmente los derechos del individuo, la pornografía está limitada al ámbito de lo privado y de la opción individual.

La cuestión en el caso que nos ocupa es si el derecho a la libertad de expresión incluye el derecho a caricaturizar o ridiculizar a personajes que millones de personas consideran sagrados, o a blasfemar, insisto, no en el ámbito privado sino en el público y notorio. ¿Existe el derecho a ridiculizar en unas viñetas la figura de Mahoma?, ¿a usar la figura de Jesucristo para cualquier grotesca ocurrencia u originalidad comercial que se nos ocurra, o a exponer grandes carteles en pleno centro de Madrid anunciando una obra de teatro titulada Me cago en Dios?

La respuesta es compleja. Por una parte, es necesario tener en cuenta que figuras como Jesucristo y Mahoma (y, claro, Dios también) pertenecen al ámbito de lo sagrado, es decir, lo sublime e intocable. ¿Está todo el mundo obligado a respetar ese concepto, incluso quienes no creen en él? En mi opinión, lo estamos, al menos en la misma medida en que también estamos obligados a no imponer en público imágenes pornográficas o de cualquier otro tipo que puedan ofender.

¿Se deriva de esto que tales figuras no pueden ser objeto de seria investigación científica, es decir, que están blindadas a cualquier uso que no sea el estrictamente religioso? Al igual que con la imaginería sexual, yo propondría que hay un uso legítimo, científico, y otro pornográfico. El uso científico siempre se dará en circuitos mucho más restringidos que el pornográfico, y dentro de un marco conceptual claramente diferente.

Sin igualdad no puede haber libertad auténtica. Cuando se pisotean los derechos y la sensibilidad de otras personas se les está denegando su igualdad, y ahí termina la auténtica democracia. Del mismo modo que no es aceptable la pública ridiculización de grupos raciales o religiosos, tampoco ha de ser permisible la pública ridiculización e insulto de las figuras que las grandes religiones consideran sagradas. Quizás pueda existir el derecho a poner un gigantesco cartel en pleno centro de Madrid cagándose en los judíos o en los negros, pero si algún demente o extremista lo hiciera, el clamor público sería tal que habría de ser retirado inmediatamente. En nuestra sociedad, no así en otras, por consideraciones de corrección política, un cartel de esas características pero con el matiz religioso puede no producir el mismo clamor, pero no hay duda de la gravísima ofensa que supone a la sensibilidad de millones de personas.

Por lo que se refiere a la cuestión de las viñetas de Mahoma, el asunto tiene complejidades añadidas, pues a todo lo dicho hay que sumar diferencias culturales insalvables, y además la sagaz manipulación de los acontecimientos por parte de ciertos políticos. Lo que podría ser (que no lo ha sido en este caso) la amable caricatura de un personaje sagrado, que en el ámbito católico y europeo sería aceptable incluso en publicaciones religiosas, en el ámbito musulmán puede resultar completamente inaceptable. En cualquier caso, sí podemos extraer una conclusión provisional del presente incidente, y es que la misma sensatez que nos lleva a no hacer pública mofa de ciertas minorías sociales y sus iconos culturales debe llevarnos a no burlarnos tampoco de las figuras sagradas a las que veneran los grupos religiosos.