Barclays y el sentido reverencial del dinero

Se ve en algunos pueblos ribereños un letrero más o menos tosco en el que a una fecha determinada le sigue la leyenda siguiente: «Hasta aquí llegó la riada». Como indicando por un lado que lo inverosímil fue un día posible y, por otro, a modo de conjuro para que aquel desbordamiento no vuelva a repetirse.

Y el recuerdo de esa inscripción rural le viene a uno a la cabeza al leer la magnitud del escándalo del Barclays londinense a cuenta de la manipulación del Libor y Euribor -nada menos-, que ha supuesto a día de hoy las dimisiones de su presidente, Marcus Agius, Bob Diamond -consejero delegado- y su brazo derecho y director de operaciones, Jerry del Missier. Apuntemos de paso que Diamond fue en 2011 el CEO mejor pagado de las empresas que operan en la Bolsa de Londres.

Para darnos cuenta de la dimensión del desafuero, piense el lector que los citados indicadores alterados sirven de referencia para un conjunto de hipotecas, deudas y derivados que suponen un importe mundial de 350 billones de dólares (trillones anglosajones), ahí es nada. Y eso que Barclays, tan centenario, era reputado como uno de los bancos mayoristas más serios de la City, esto es, del mundo entero.

Y sin embargo, el affaire Barclays no es sino otro escándalo más que sumar a la descomposición moral y funcional de nuestro entero sistema financiero, que comenzó en agosto de 2007 con el drama de Bearn Stearn para proseguir luego urbi et orbi con Lehman Brothers, banca islandesa e irlandesa, la UBS en Suiza y un largo etcétera hasta hoy mismo. Y entre nosotros, que no éramos excepción alguna, se ha encarnado en la devastación de varias cajas, el atropello de las preferentes por parte de nuestros bancos, el escándalo Bankia o la impunidad rampante de consejeros indultados de graves delitos. Además de un rescate que va sobrepasar con mucho la cifra final anunciada de 60.000 millones de euros.

Catástrofe. Así las cosas, hay a mi juicio un factor que explica en gran medida lo inexplicable de esta catástrofe que encontramos desarrollado precisamente en un pensador noventayochista como fue Ramiro de Maeztu, una de cuyas virtudes era estar siempre alerta y muy pegado a tierra. Entre 1922 y 1933, Maeztu publicó una serie de artículos en El Sol y Abc de entonces en los que desgrana un hallazgo suyo sumamente original y de plena actualidad según veremos. Recordemos que el pensador vasco era hijo de un hacendado cubano de origen navarro casado con una inglesa, vivió la quiebra del negocio familiar, trabajó en Cuba en una plantación de tabaco, residió pronto en Nueva York donde palpó y estudió a fondo la obra empresarial de Henry Ford y posteriormente fue corresponsal durante ocho años en Londres, donde tanto se familiarizó con el mundo financiero de la City, Barclays incluido. Con esto pretendo señalar que Maeztu no hablaba de oídas cuando de finanzas y banca se trataba. Todo lo contrario.

Y así, diseccionando la crisis financiera de finales de 1919 que le tocó vivir deduce él que, en última instancia, existen dos percepciones opuestas sobre el dinero y cada una de ellas supone una gestión diferente del mismo con consecuencias muy diversas, funestas unas y saludables otras. Hay, por una parte, un «sentido sensual del dinero» por el que éste es visto como un mero medio al servicio de nuestros placeres. La riqueza es en este sentido pues y meramente posibilidades de placer y su dimensión de uso es lo instantáneo: no sabe del largo plazo. Su divisa, tan común entre nosotros, es aquélla de que el dinero es redondo porque está hech o para que ruede. A ello se le opone como su antítesis un «sentido reverencial del dinero» por el que éste es considerado en cambio como poder, esto es, como posibilidad de realizar diferentes bienes que -en cuanto potencialidades- son futuros. Por eso inspira respeto y se atiene a las consecuencias de su uso que implica, de paso, que nuestra actividad económica no queda separada del resto de la vida. Al hombre meramente carnal le corresponde un uso sensual del dinero en tanto que al hombre de espíritu, fortalecido de sus impulsos instintivos, le corresponde un uso reverente. La lúcida distinción de Kierkegaard entre el hombre estético y el hombre ético se adivina en el trasfondo del planteamiento de nuestro intelectual vitoriano. Y aquí nos encontramos con la primera gran paradoja: El espíritu sensual conduce a la miseria en tanto que el espíritu reverencial produce la prosperidad y bienestar materiales. Sólo hace falta fijar la vista en la naturaleza de nuestra crisis económico-financiera con el concepto de dinero fácil y las bacanales bancarias con sus retribuciones dionisiacas, para dar razón de tal aserto.

Siendo así las cosas, está claro -añadirá Maeztu- que donde más se conoce si se posee o no un sentido reverencial del dinero es en la inversión que se hace de él cuando llega a la caja de ahorros o al banco en cuestión. Por eso, la función del banquero es al mismo tiempo que la más noble, la más compleja y delicada. No olvidemos que la banca trabaja, como su materia prima, con depósitos ajenos que de por sí son -debían ser- sagrados. Ha de concentrar los ahorros de una generación para preparar el trabajo de la generación siguiente, gestionando provechosa y cautelosamente los capitales que se le confían. El corolario que de todo ello saca Maeztu resulta bien palmario: los directores de la vida financiera de un pueblo han de ser espíritus formados y educados en dicho sentido reverencial del dinero pues si no el desastre está asegurado. Al banquero sólo le cabe la ascética de la prudencia, que implica un dominio del yo y sus pasiones. De lo contrario sucede lo que anticipaba ya en 1873 Walter Bagehot, aquel economista inglés autor de Lombard Street. Una descripción del mercado monetario, su obra clásica bien conocida por Maeztu: «Un gran banco es precisamente el sitio donde una persona vana y superficial, si es hombre metódico, como ocurre a menudo, puede hacer infinito daño en corto tiempo y antes de que se le descubra. Si tiene la suerte de empezar en tiempos de bonanza, es casi seguro que no se le sorprenderá hasta que llegue la hora de las dificultades, y entonces harán falta cifras muy elevadas para contar el mal que ha hecho». Donde escribe Bagehot «gran banco» añada nuestro lector «y/o caja de ahorros», tanto da, para confirmar la honda verdad que encierra el texto y comprender cabalmente el desafuero de los traders del Barclays o la ruina de Bankia, por ejemplo.

Debilidad. Pero lo terrible del caso actual es algo que Bagehot no podía prever, pero en cambio sí Maeztu: que el hombre con un sentido sensual del dinero pasara de ser una excepción más o menos comprensible en las entidades financieras dada la debilidad humana, a convertirse en el prototipo directivo de nuestras élites bancarias. No otra cosa se deduce al leer con estupefacción el contenido de los e-mails incriminatorios de los citados traders de Barclays. O al conocer el perfil profesional (su ausencia más bien) de tantos y tantos consejeros de nuestras cajas y rectores a su cabeza. O la falta de prudencia directiva entre los altos cargos de nuestros bancos en apariencia -sólo eso- sólidos. Para quien tenga la desgracia de conocer nuestras elites financieras -y poder compararlas con las de la generación anterior mismamente- nada hay más desolador que comprobar como el sentido reverencial se ha visto trastocado por un sentido sensual del dinero donde la apetencia del bonus ha predominado sobre el respeto sacro hacia los depósitos de los clientes. O hacia la obra social de las cajas, por ejemplo.

Y estas distinciones tan básicas como necesarias me temo que no se están enseñando en nuestras Escuelas de Negocios. Como si nos pudiéramos permitir que la profesión financiera esté en manos de la sensualidad imperante, cuando lo que habría que hacer sería precisamente esculpir en los frontispicios de tales escuelas: «No entre aquí quien no tenga un sentido reverencial del dinero». Me parece la única manera de poder decir de verdad que hasta aquí llegó la gran riada que nos ahoga.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares.

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