Bukele y la tentación del autoritarismo en América Latina

Con una firme estrategia de seguridad, y en sólo tres años, el presidente Nayib Bukele ha conseguido que El Salvador deje de ser considerado uno de los países más violentos del mundo. Aunque los resultados de su política son palpables -e inesperados- el precio que está pagando el país es elevado en cuanto a la reducción de libertades constitucionales o la continua violación de derechos humanos. A pesar de estas contradicciones, el bukelismo está siendo objeto de escrutinio en el resto de países latinoamericanos, algunos de los cuales han abierto la caja de los truenos al plantear la posibilidad de importar sus políticas de seguridad.

Cuando en marzo de 2022 Nayib Bukele anunció la enésima estrategia salvadoreña para hacer frente a los altos índices criminalidad en el país, con el despliegue del ejército y la policía, y la instauración del estado de excepción, el joven presidente salvadoreño abordaba una de las mayores preocupaciones de la ciudadanía de América Latina. La inseguridad y la violencia es una constante desde hace años. En un principio las propuestas de Bukele no diferían de otras similares desplegadas en Centroamérica, y en menor medida en algunos países del resto del continente: mano dura. Sin embargo, a los ejes habituales de este tipo de políticas públicas securitizadoras, que van vinculadas también a la persecución, la represión o la estigmatización, se añadió una que forma parte del bukelismo como fenómeno político propio: un uso intensivo de la comunicación, especialmente de las redes sociales. Este factor ha sido relevante para entender el momento actual en el país y en toda la región, porque ha permitido a Bukele construir el relato de su gestión, señalando a todo aquel que discrepara de ella y, no menos importante, asociando las políticas de seguridad a su figura, fortaleciendo su imagen interna y en el exterior.

Pasados 18 meses desde el estado de excepción, prorrogado de momento sine die, hay tres hechos incontestables que podemos afirmar. El primero, si la estrategia del presidente salvadoreño buscaba una reducción de la criminalidad no hay lugar a dudas de que ha funcionado. Los índices de criminalidad han caído en picado, y hoy el número de homicidios en el país es el más bajo de toda su historia reciente. De seguir así, acabaría este 2023 por debajo de las actuales cifras que tiene, por ejemplo, Estados Unidos y, desde luego, de las más bajas de toda América Latina. El desmantelamiento de las maras, como estructura criminal que ha condicionado completamente el desarrollo de El Salvador desde los años noventa, es una realidad. La segunda certeza, es que esta estrategia se ha ejecutado a costa de la democracia del país, que ya no era boyante antes de marzo de 2022. El país lleva en estado de excepción desde entonces, prorrogado por el parlamento salvadoreño, donde el partido Nuevas Ideas del presidente tiene una mayoría absolutísima. Esta medida supone la limitación de varios derechos fundamentales que se suman a los constantes ataques que el gobierno Bukele ha ejercido, desde el inicio de su mandato en 2019, sobre la oposición, los medios de comunicación, la judicatura, los defensores de derechos humanos, así como sobre la práctica totalidad de organismos internacionales y gobiernos extranjeros que han señalado los abusos de Bukele. En definitiva, contra cualquiera que ponga en cuestión su administración y sus medidas. Y, para ello, las redes sociales se han convertido en el medio clave para el señalamiento y el ataque a la disensión. Pero hay un tercer elemento a remarcar, y es el aval de la ciudadanía a todas las medidas adoptadas por Bukele. El último Latinobarómetro confirma el apoyo abrumador (del 90%) de los salvadoreños a su presidencia, lo que lanza un mensaje que está siendo captado -y cooptado- por otros líderes políticos regionales. Una lectura del modelo Bukele podría ser esta: en una situación de excepcionalidad (y la inseguridad en El Salvador lo ha sido un grave problema durante décadas) la población avala retrocesos democráticos, siempre y cuando sea por una razón concreta y dé resultados. Que la ciudadanía salvadoreña esté recuperando el espacio público y la libertad de movimiento, que haya semanas donde no se ha registrado ni un sólo homicidio, o que se hayan reducido las extorsiones por parte de las maras, son resultados muy concretos, palpables, y reales.

Estos tres elementos son claves para entender el impacto y los riesgos que el bukelismo está produciendo en el contexto latinoamericano, tanto en el plano puramente político, con la asimilación de un discurso público duro y populista, donde el orden y la seguridad son parte esencial del mismo, como en el plano de la gobernanza y la aplicabilidad de las políticas de seguridad por parte de gobiernos y países con elevados índices de criminalidad, que podrían sentirse tentados de seguir el ejemplo.

En el primer aspecto, el político o discursivo, estamos asistiendo desde hace meses a voces políticas -y mediáticas- en Costa Rica, Panamá, Chile, Argentina, Perú, Colombia o incluso Bolivia que plantean copiar el modelo de Bukele en sus países. La realidad es que estas demandas no tienen ningún recorrido en cuanto a su aplicabilidad, de momento, pero sí están alterando el discurso público en estos países a la hora de abordar cuestiones relacionadas con la seguridad, las migraciones, las políticas de integración y convivencia, o el acceso al mercado laboral; es decir, en los campos de batalla políticos de partidos conservadores o populistas. El bukelismo como marca vende, y vende bien. Pero la situación en materia de seguridad de estos países, a excepción de Costa Rica, cuyo deterioro de la seguridad en los últimos años es preocupante, dista mucho de la vivida en El Salvador. También en el tipo de criminalidad. No hay marco comparable posible. Pero el riesgo asociado a esta dinámica es parejo a otro hecho relevante. El propio Latinobarómetro lleva años recogiendo la insatisfacción de una parte importante de la ciudadanía latinoamericana con el estado de la democracia y el sistema de partidos, y constatando como la indiferencia hacia qué tipo de régimen político gobierne gana adeptos, año tras año. Tierra abonada para el populismo y el autoritarismo, también en ascenso en toda la región.

En el segundo caso tenemos ejemplos concretos que deben ser objeto de atención y análisis: Haití, Honduras, Jamaica y Ecuador. En estos cuatro países se dan en la actualidad importantes retrocesos en materia de seguridad que están poniendo en cuestión no sólo al gobierno, sino en parte también al propio Estado. En todos ellos, el bukelismo ha aparecido en el discurso público como solución a todos sus males. Honduras y Jamaica afrontan desde hace años desafíos importantes en materia de criminalidad, similares en ambos casos al salvadoreño, y donde las maras o las pandillas son los principales actores disruptores que ponen en jaque a las fuerzas de seguridad y al propio gobierno, coaccionando, y de qué manera, a la sociedad civil. La presidenta hondureña, Xiomara Castro, ha impulsado desde el inicio de su mandato diversas políticas parecidas, en forma y fondo, a las de Bukele, pero los resultados no están siendo ni mucho menos los mismos. De hecho, como sucedió en anteriores administraciones, las medidas desplegadas en Honduras están fracasando. La línea que separa las políticas de Castro de las de Bukele tienen un nombre, estado de derecho, que en El Salvador está desapareciendo a pasos agigantados. En cambio, en Honduras, esta es una frontera que la administración Castro no ha cruzado completamente. Haití es el caso más extremo. Desde hace años el gobierno, o lo que queda de él, es incapaz de mantener el control territorial por la presencia de pandillas que actúan como líderes territoriales. Esta situación ha llevado a plantear la posibilidad de una intervención extranjera en el país (no sería la primera, y los recuerdos no son para nada positivos) por parte, por ejemplo, del secretario general de la ONU, António Guterres, o el primer ministro haitiano, Ariel Henry, y está alimentando tímidos reclamos a importar el bukelismo, como si fuera un modelo exportable y de fácil implantación en cualquier territorio. Su aplicabilidad es imposible ante la falta de competencias y capacidades del propio estado haitiano. Aunque quisiera, no podría. El caso de Ecuador es singular, pues hablamos de unos de los países históricamente más seguros de la región, hasta hace 2 años. Hoy Ecuador está en un punto crítico, veremos si de no retorno, con estados de excepción cíclicos, despliegue del ejército, violencia generalizada en prácticamente todo el país, altísimos índices de criminalidad, y se ha convertido en un territorio en disputa por parte de diferentes grupos criminales, nacionales y transnacionales. En 2022 Ecuador tuvo la cuarta tasa de homicidios más alta de América Latina. En esta espiral de deterioro, la clase política, y parte de los medios de comunicación, han abierto el debate sobre si la solución para Ecuador pasa por el bukelismo.

Pero la pregunta que muchos gobiernos o actores políticos (y mediáticos) no saben responder es qué entendemos por bukelismo. Los resultados de las políticas securitarias de Nayib Bukele en El Salvador presentan un balance claramente dual, con un coste demoledor en materia de derechos humanos. Además, los actores criminales tienen una capacidad innata para reinventarse y adaptarse a las circunstancias. ¿Qué pasará cuando El Salvador vuelva a la normalidad constitucional, si es que vuelve?

El mayor riesgo del bukelismo en estos momentos no es que se copien su estrategia de seguridad, de la cual desconocemos todavía muchos detalles, inaplicables en otros contextos latinoamericanos, en forma y fondo, sino que se copie su discurso público. En una parte importante de América Latina, la fascinación por el discurso de mano dura de Bukele infravalora los estragos constitucionales y los riesgos en derechos y libertades que han comportado sus políticas. Los cantos de sirena del bukelismo amenazan de ahondar todavía más en el deterioro continuo y sistemático de la democracia en el continente.

Sergio Maydeu-Olivares, investigador asociado, CIDOB.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *