¿China se abre o se cierra?

Orville Schell, decano de la Universidad de California en Berkeley, autoridad destacada en materia de asuntos chinos (LA VANGUARDIA, 04/05/03):

Pese a la omnipresencia de la cuestión de Iraq, China vuelve a figurar en los titulares: se vilipendia este país por su actitud evasiva en relación con la epidemia del síndrome respiratorio agudo grave (SARS) y se elogia el constructivo papel que ha desempeñado de repente para contribuir a la celebración de negociaciones entre Estados Unidos y Corea del Norte sobre la insubordinación nuclear de este último país. ¿Qué nos dicen esas dos respuestas, aparentemente dispares, sobre China y la evolución de su puesto en el mundo?

La reacción de China ante la epidemia del SARS indica una actitud defensiva casi automática cuando el mundo exterior parece inmiscuirse en sus asuntos o amenazarla de algún modo que pueda ser perjudicial o embarazoso. En ese sentido, la humillación de China en el pasado a manos de Occidente y de Japón en los siglos XIX y principios del XX sigue ejerciendo una fuerte influencia, pese al surgimiento de una "nueva China" abierta a la mundialización en los dos últimos decenios. Aquellas experiencias dejaron una impronta tan profunda en la psique china, que ni siquiera el actual ascenso político y económico de China le ha permitido superar una sensación subyacente de victimización y agravio.

No sería exagerado decir que China se ha creado toda una identidad a partir de su victimización histórica. La mentalidad ideológica maoísta procedía de la teoría del imperialismo de Lenin, que, con la ayuda de incesantes aluviones de propaganda contra el capitalismo, el colonialismo y la hegemonía extranjera, contribuía a reforzar la sensación de humillación nacional. Cuando los portavoces del partido consideran que China ha sido víctima de un trato injusto, siguen diciendo con frecuencia que determinada intervención extranjera ha "herido los sentimientos del pueblo chino".

Ese recelo, profundamente arraigado, de la explotación internacional, exacerba una perspectiva –propia de la relación entre el depredador y la víctima– que atribuye la culpa al mundo exterior. Por eso, la primera reacción de China ante el SARS fue la de encubrir la noticia de una epidemia de salud pública en gestación.

Semejante hermetismo –cuya raíz es el miedo a la humillación– ha sido la reacción tradicional del Partido Comunista de China ante las malas noticias. Antes que parecer necesitada de ayuda extranjera, China prefirió echar tierra sobre la hambruna en gran escala que mató a 30 millones de personas a raíz del "gran salto adelante", a fines del decenio de 1950 y comienzos del de 1960.

En la actualidad, los dirigentes comunistas del país han actuado como si creyeran que la revelación del SARS podría empañar el "milagro económico" de China y ahuyentar las inversiones extranjeras directas (IED): unos 50.000 millones de dólares el año pasado, es decir, el 80 por ciento de todas las IED correspondientes a Asia. ¿Por qué no limitarse a mantener en secreto la incipiente epidemia y abrigar la esperanza de que acabase desapareciendo sin que el mundo llegara a enterarse nunca?

Cuando la epidemia del SARS estalló en Guangdon, en la China meridional, el primer reflejo del gobierno fue, en efecto, el de adoptar una actitud hermética, manipular las estadísticas, presionar a los medios de comunicación para que guardaran silencio, tergiversar la magnitud de la epidemia e impedir que la Organización Mundial de la Salud (OMS) se ocupara de ella desde el primer momento. De hecho, aun después de que la epidemia apareciera en Hong Kong y luego se extendiese a Pekín, los funcionarios autorizados siguieron sin informar de ello. Hasta que China fue objeto de críticas y censuras internacionales de lo más acerbas, no reconoció a regañadientes que había 340 casos declarados en Pekín, además de otros 400 sospechosos.

Esa clase de reacción insular ante un problema fundamentalmente mundial es autodestructiva. Refleja una incomodidad persistente ante un mundo globalizado y caracterizado por una mayor transparencia y libertad de expresión y una menor dependencia de la soberanía absoluta. La reacción inicial de China ante el SARS –como su desastrosa forma inicial de abordar su epidemia de sida– es, en una palabra, una vuelta a su antiguo planteamiento de los problemas en la época anterior a las reformas.

Pero, si bien la epidemia del SARS ha sacado a la luz la faceta retrógrada con la que China aborda la participación en los asuntos mundiales, este país ha mostrado su más reciente faceta cosmopolita e internacionalista al hacer de anfitrión de las conversaciones tripartitas entre Estados Unidos, Corea del Norte y China. Dichas conversaciones representan una concepción más abierta, multilateral y de amplias miras sobre el puesto de China en el mundo, que da a entender un papel diplomático más dinámico y constructivo, como intermediaria y reconciliadora en la escena mundial.

En el pasado, China ha rehuido la mayoría de las soluciones multilaterales de los problemas por miedo a sentar un precedente para que otros países intervengan en sus asuntos internos. Al fin y al cabo, si China ayuda a resolver el enfrentamiento entre Pyongyang y Washington, Seúl y Tokio, nada impedirá a esos mismos países proponer iniciativas para resolver el problema del estrecho de Taiwán, la cuestión de la autonomía de Tíbet o la amenaza de los musulmanes insurgentes en Xinjiang.

Naturalmente, al hacer de anfitriones de esas conversaciones, los dirigentes chinos reconocen también tácitamente que la soberanía absoluta ha dejado de ser una posición viable o que beneficie a China. De hecho, si logran propiciar algún acercamiento o incluso si sólo consiguen atenuar algo la crisis, su logro será importante. Cualquier éxito conferirá a China una nueva sensación de dignidad y prestigio.

Por esa razón, la entrada algo renuente y tardía de China en el escenario diplomático internacional es una tendencia esperanzadora y digna de atención. Si la actuación de China es positiva y las reuniones dan resultados, será algo en sí importante, pero, además, podría llegar a ser el símbolo de un avance más importante a largo plazo: el momento en que ese país deje a un lado su miedo al mundo exterior y empiece a perfilarse como un agente más dinámico de la cooperación multilateral.