Con la Iglesia, EN LA FRONTERA

Ahora que han pasado más de cinco semanas de su conclusión, y con el Santo Padre en Estados Unidos como signo de su cuidado universal del Pueblo de Dios que es la Iglesia Católica, es el momento de analizar en profundidad sus palabras a la Congregación General XXXV de la Compañía de Jesús, clausurada en Roma el 6 de marzo pasado con una Eucaristía en la iglesia madre del Gesú. La cita de Benedicto XVI con los representantes de la entera Compañía, en número de 230 jesuitas, tuvo lugar el 21 de febrero, ya en la recta final de los trabajos. Una cita que marcó el clímax del evento y que los mismos reunidos esperaban con serena pero también interrogante dinámica eclesial. Hagamos memoria de este encuentro y para esta tarea tomemos las aguas desde sus orígenes. Ahora ya sin las presiones emocionales de aquellos días de rara intensidad.

Días después de la inauguración de la Congregación General XXXV, máximo órgano legislativo de los jesuitas, y en carta dirigida al hasta entonces Superior General, el holandés Peter-Hans Kolvenbach, que había presentado su renuncia con el beneplácito del Santo Padre, Benedicto XVI indicaba varias cuestiones doctrinales/pastorales que deseaba fueran estudiadas explícitamente en los días de reunión máxima. Entonces, algunas voces y plumas exquisitas, poco favorables al futuro de los jesuitas en la Iglesia y en la sociedad contemporánea, insistieron en lo que consideraron una grave admonición de parte del Sucesor de Pedro y, por extensión, de la Iglesia Jerárquica, en palabras ignacianas. Hasta hubo sonrisas irónicas al preguntarse cómo interpretarían los jesuitas tales palabras papales, precisamente en el arranque de una Congregación General que, además, debía de elegir al nuevo Prepósito General de la Compañía.

Al cabo, unos y otros, jesuitas expectantes y críticos interesados, tuvieron cumplida respuesta en audiencia especial concedida por Benedicto XVI a los congregados, ya con el nuevo Prepósito General en cabeza, el español Adolfo Nicolás: a las palabras de gratitud por el encuentro y a la promesa de fidelidad del mismo recién elegido, el Santo Padre pronunciaba un discurso de enorme trascendencia para la Compañía de Jesús. Ahora ya no cabían ni dudas ni interrogantes. Ahora las exigencias y expectativas de la Santa Sede estaban perfectamente manifestadas. La carta del comienzo había encontrado su exégesis definitiva.

El discurso de Benedicto XVI despide en primerísimo lugar una conjunción de cariño, de respeto y de esperanza relativos al conjunto de los jesuitas, a quienes demuestra conocer perfectamente. Al respecto, alude a los Ejercicios Espirituales que el P. Albert Vanhoye, cardenal de la Santa Iglesia, impartió al mismo Papa y a sus más inmediatos colaboradores vaticanos en días anteriores. Son palabras como desde hace años no escuchaba la Compañía desde la cúpula eclesial, que la animan y comprometen intelectual pero también emocionalmente de cara a su inmediato futuro en el servicio que, desde siempre, ofrece al Cuerpo de Cristo en la historia humana, encabezado por la persona y personalidad, en este caso, de Benedicto XVI, hombre discreto y teólogo eminente. Suponemos que, a estas alturas, aquellos que se sienten más vinculados al Santo Padre en cuanto líder moral y teológico de la Iglesia, habrán acogido tales palabras con espíritu devoto y obediente, descubriendo la misteriosa voluntad del Señor Dios en el discurso en cuestión, sin permanecer en su intento de desacreditar a la Compañía de Jesús tanto en su ser como en su proceder. Y modificarán sus palabras y sus escritos ante los relevantes matices impuestos por el Papa actual. Porque a todos y a todas afectan sus palabras. Sin excepción.

Pero en el mismísimo corazón del texto, descubrimos la misma insistencia con que, en aquellos años postconciliares de feliz recordación, sorprendiera Pablo VI, al recordar a la Compañía de Jesús la urgencia de mantener su fidelidad al Magisterio de la Iglesia y al Papa en concreto, en función del célebre Cuarto Voto, junto a la tarea carismática de servir al Cuerpo de Cristo en la historia dondequiera que necesario fuere, sobre todo en materias afectantes al diálogo interreligioso, desafío cultural e investigación teológica, siempre en la frontera donde fe y razón, fe y ciencia, fe y ateísmo desarrollan un encuentro conflictivo pero necesario. Dicho de otra manera y recogiendo el título de este artículo, Benedicto XVI encarga a los jesuitas trabajar en terrenos fronterizos de tal manera que el Evangelio de Jesucristo alcance a personas y situaciones siempre complejas y en muchas ocasiones evidentemente peligrosas para los mismos jesuitas implicados en semejantes tareas evangelizadoras. Se nos solicita una tarea típicamente ignaciana, en la que la Compañía de Jesús se ha dejado jirones de su vida en el camino, desde Francisco Javier hasta Mateo Ricci, pasando por las Reducciones del Paraguay, entre tantas otras muestras de fidelidad carismática en y a la Iglesia. Y el mismo Santo Padre cita, además de los casos anteriores, la magna obra de Pedro Arrupe: el Servicio de Jesuitas para los Refugiados, una de las tareas pioneras en la Iglesia desde finales del siglo XX.

Todo lo anterior tiene, en opinión del Papa, tres referentes extraordinarios: una devoción afectiva y efectiva a la Iglesia y al Sumo Pontífice, en la más original dinámica ignaciana de «sentir con la Iglesia y en la Iglesia», pero también una identidad clara y explícita de nuestra misión, de tal manera que en sí misma resulte testimonial y evangelizadora, y en fin, la fidelidad a la tradición de los Ejercicios Espirituales ignacianos como escuela de formación interior y misionera. Todo esto enmarcado por una opción preferencial por los pobres, entendiendo tal obligación como tener siempre presente todo tipo de pobreza también en nuestras sociedades desarrolladas. De esta manera, permanecer en la frontera con el anuncio del Evangelio del Señor Jesús y en comunión con el Magisterio de la Iglesia, misión prioritaria de la Compañía de Jesús, se modula mediante estas referencias espirituales, que aparecen como «condiciones de posibilidad» para realizar la misión obligada por carismática y oficialmente reconocida por quien puede y debe reconocerla.

¿No apuntaba a este conjunto doctrinal el anterior Superior General, Peter-Hans Kolvenbach, cuando hablaba de una «fidelidad creativa» como dinámica de «puesta al día», años atrás postulada por el Vaticano II y por el mismo Pedro Arrupe? Puede que los jesuitas hayamos cometido errores en la realización de esta tarea, tan difícil y costosa en imagen y en personas, pero parece que la intuición era la misma, a pesar de los avatares que todos conocemos. Y es que Benedicto XVI, en sus palabras oficiales, dirigidas a la Congregación General XXXV, con Adolfo Nicolás al frente como Prepósito General, confirmaba una intuición que, desde siempre, ha dominado la existencia toda de la Compañía de Jesús: servir a la Iglesia en donde más urgente pareciere, en estrecha comunión con el Vicario de Cristo, sin mirar al propio bien sino al bien de las misiones recibidas. Siendo capaces de arriesgar porque en la frontera puede hasta derramarse sangre, pero siempre se experimenta el gozo del trabajo consumado «a mayor gloria de Dios».

Mientras el Santo Padre recorre Estados Unidos, donde trabajan unos 2.900 jesuitas en tan diversas tareas evangelizadoras, siempre en comunión de alta intensidad con el episcopado, pienso en estos hermanos míos que le recibirán con un esperanzado gozo. El mismo que experimentaron los congregados en Roma hace unas semanas, cuando escucharon las palabras papales y supieron, de nuevo, que servir a la Santa Iglesia según su vocación ignaciana, tiene pleno sentido para el Sucesor de Pedro y por lo tanto para sus propias vidas. No es poca cosa para unos hombres tan amantes del discernimiento como son los hijos de Ignacio. Más bien, es muchísimo.

Norberto Alcover, S.J., profesor de Comunicación en la Universidad Pontificia Comillas.