Déjenos oír las campanas el 11-M

Por José Joaquín Iriarte, periodista, ex director de Mundo Cristiano (EL MUNDO, 07/03/05):

Tenga usted la convicción de que somos muchos los que estamos a su lado, sobre todo en esos momentos de especial escozor en el alma que sentirá en la soledad de cada noche. O en el despertar de cada mañana, cuando nos preguntamos dónde estamos, qué nos mueve a seguir adelante, por qué vivimos, para quién vivimos. Probablemente de madrugada, o en una fase del sueño que nos despierta con violencia, se sobresalte usted con la imagen de los años infantiles o juveniles de su niño y se pregunte el sinsentido del odio ciego de unos terroristas que arrancaron de cuajo sus ilusiones y esperanzas (las de su hijo y las de usted). Supongo que le dará un vuelco el corazón cuando se dé cuenta de la irreversibilidad del hecho y de que aquel gesto, aquel ser único e irreemplazable, aquella sonrisa divertida o maliciosa, aquella manera de ser y de sentir, se fueron para siempre.

Él, con sus años mozos, y con él todas las víctimas de aquella barbarie, tenía un proyecto de vida que se vino abajo con el estallido inmisericorde de las bombas. Niños, jóvenes, gente mayor Todos los muertos de aquel espantoso día vivían proyectados hacia el futuro -aunque alguno frisara la cincuentena-. Ese futuro se hizo trizas por la vesania de una mente de malnacido. Una mente que, a día de hoy, desconocemos. Los pesimistas, que abundan en nuestro país, piensan que no llegaremos nunca a conocer quién o quiénes diseñaron la barbarie. Pero eso es otro cantar. Yo estoy incondicionalmente cercano, solidario, con esa Pilar Manjón que piensa y siente en soledad, fuera de micrófonos, cámaras y fotógrafos, alejada de la política y de los políticos, de las ideas, de los aplausos, del vocerío

En cambio, no me siento tan solidario cuando, un año después del atentado, repaso el contenido de su discurso en la Comisión de Investigación del 11-M. Me falta lo principal, lo más radicalmente humano: la imagen de la madre dolorosa anegada en lágrimas.

Leer en frío su proclama en el Congreso de los Diputados, sin ver al tiempo el tono de su lamento y el rictus de su amargura, produce una cierta desazón. ¿Por qué le aconsejaron con tan poco tino o por qué se dejó aconsejar en la redacción de aquellas cuartillas? Hay veces en que no es lo mejor pedir consejo. Sea cual sea su ideología, tan legítima como las demás, lo propio de aquel momento hubiera sido un discurso de hechura humana, la voz de una madre herida de muerte, el retrato de un dolor -sólo un dolor- que contara su drama en el atentado más terrible de la Historia de Europa. Pero, no, hizo política y la política muchas veces destruye todo.

A partir de entonces, reconózcalo, sus declaraciones no han sido siempre afortunadas. La última, más que desacertada, es triste.Nos entristece especialmente a los cristianos que, con otros, luchamos por hacer de este mundo un lugar de convivencia y de respeto. Si, como dice, ha recibido cientos de correos electrónicos en los que le muestran su indignación por la iniciativa del Gobierno de Madrid de que el próximo 11 de marzo, primer aniversario de la matanza, las 650 campanas de la Comunidad doblen en señal de duelo, tenga la seguridad de que miles y no cientos habrán aplaudido la iniciativa aunque no le enviaran correos para decírselo.

En este país de nuestros pecados somos más aficionados a escribir para protestar que para animar, para indignarse que para alegrarse.A mí, ¿qué quiere que le diga?, el repique de campanas me suena a una sociedad viva. Es cierto que ahora se oyen menos (y no digamos en la periferia) pero es un sonido relacionado con el alma de un pueblo. ¿No es peor el olvido? ¿No es peor el silencio? ¿Le gustaría que fuera el viento gélido de estos días el que le recordara el horror del 11-M? Y que dijera, como en los versos de Machado:

El viento me ha traído

tu nombre en la mañana;

el eco de tus pasos

repite la montaña.

No te verán mis ojos;

¡mi corazón te aguarda!

Tan lejos ha llegado usted que parece que la iniciativa se está reconsiderando. Sería un error, a mi juicio. «Las tendré que oír [las campanas] porque, desgraciadamente, tengo una iglesia católica en la puerta de casa», ha manifestado usted recientemente.¿Cuál es su desgracia? ¿Tener una iglesia católica al lado o que inexorablemente vaya a oír las campanas? Este tipo de discursos, perdóneme que se lo diga, es rancio, trasnochado, impropio de una persona como usted que aparece en la televisión con aire de mujer de hoy, libre de prejuicios y de dogmatismos periclitados.La veo siempre con abrigo negro y me parece la estampa de una mujer de elegancia natural. Pero, fíjese, qué tradicional se muestra con el luto y qué discordante con otras manifestaciones de duelo.

Déjenos sentir, querida Pilar Manjón, que entre usted y la sociedad no hay -no puede haber- una fractura. Las campanas han sido siempre elemento de cohesión y de unidad. Unas veces se voltean para dar noticia de acontecimientos felices, otras para comunicar desgracias. También repican, como en este caso, para que no olvidemos a nuestros muertos. Su tañido, siempre, es una invitación a la solidaridad.

¿Acaso usted no se despertará ese día a las 7.37 h, con o sin sonido de campanas? Es posible que ni siquiera necesite despertarse.A esa hora de hace un año, con la lucidez de los que sienten la muerte próxima, tal vez su hijo tuvo un pensamiento para su madre. Un pensamiento intenso, cariñoso, agradecido Dicen que poco antes de morir, en unos segundos, pasa por la mente la película de nuestra vida. Si es así, aparecería usted en muchos de los fotogramas, en los más hermosos, en los que su hijo se sintiera querido. Deseo de corazón que, además de acordarse de usted y de rendirle el homenaje filial en su último suspiro, se acordara de lo que significa esa iglesia cercana a su casa y con ella el sentido profundo de toda existencia humana.