Deslegitimación de la barbarie

'Josu Ternera' antes de su detención.
'Josu Ternera' antes de su detención.

El debate en relación a la programación, dentro del Festival de Cine, de la película 'No me llame Ternera' impulsa esta reflexión que quisiera anclar desde la primera línea sobre una base ética y convivencial, concretada en la convicción personal de que quienes estimamos que el documental-entrevista debe mantenerse en la programación y quienes solicitan que se retire no estamos en bandos opuestos. Aquí no hay maniqueísmos ni equidistancias. Hay muchos más elementos que nos unen frente a los que nos separan y el punto de encuentro es el absoluto e incondicional rechazo a la violencia terrorista que representó ETA.

Desde el pleno respeto a los firmantes de la carta y mi admiración y apoyo a la persona de Ana Iríbar, la premisa reflexiva clave es que todos tenemos un común denominador: compartimos el propósito ético y cívico de deslegitimar la barbarie que representó ETA y su acción terrorista. Sin olvidar nunca el dolor de las víctimas del terrorismo y apoyándolas con la empatía y el cariño que merecen.

Reconforta leer que los firmantes de la carta que solicita su retirada afirman que el Festival de San Sebastián «rechaza el blanqueamiento del terrorismo» y «se adhiere a los principios y defensa de los derechos humanos». Su argumento crítico troncal, entendible, radica en que la película tenga como protagonista a José Antonio Urrutikoetxea y que este haya tenido muy altas responsabilidades en la trayectoria de la banda terrorista ETA.

En realidad, si todos nosotros, quienes ahora dialogamos en torno a la conveniencia o no de su programación, integrásemos con nuestra opinión una parte de esa película, el único que quedaría fuera de plano sería 'Josu Ternera', su protagonista. No debemos confundir notoriedad con mérito.

El director del Festival, José Luis Rebordinos, ha trasladado una vez más sus sólidos principios éticos y su compromiso con los derechos humanos. Ha ido más lejos, haciendo una excelente pedagogía social al afirmar que dar la voz no es ni mucho menos dar la razón, y ofreciendo realizar una proyección privada previa a un grupo reducido en su representación, estimando que la película ha de ser vista primero y sometida a crítica después, y no al revés.

Confío en el criterio del director del Festival de Cine. En su persona y en sus valores. Su compromiso ciudadano con la convivencia y contra la barbarie terrorista viene ya de muchos años atrás, antes de llegar al puesto que tan brillantemente ocupa ahora.

El diálogo acerca de nuestro duro pasado como sociedad vasca debe llevarse a cabo en el marco de los principios democráticos, de respeto, pluralidad, ilegitimidad de la violencia y reconocimiento de las víctimas. Y el debate ahora abierto en torno a la oportunidad o conveniencia de programar o no esta película dentro del Festival demuestra que queda mucho por hacer en el plano del reconocimiento de las víctimas, de la elaboración pública de la memoria y de la reconstrucción de la convivencia, pero lo lograremos si todos compartimos desde la discrepancia ese mojón ético antes descrito.

La película puede ayudar a remover conciencias demasiado tiempo dormidas y que no estuvieron o no supieron estar (por temor o por convicción) a la altura de las circunstancias. Hay que intentar recuperar para la convivencia democrática a quienes no fueron capaces entonces de entender que la violencia carecía de justificación, pero nunca ofrecerles ahora una legitimación inmerecida. Y creo que la programación de la película avanza en esta dirección correcta.

Entrelazar un relato justo, veraz y plural acerca de lo que ocurrió en nuestro terrible pasado de plomo y violencia no está resultando fácil. Nos deslizamos con frecuencia por la pendiente del recurso dialéctico pleno de retórica mediante la apelación a una supuesta (y demonizada) equidistancia y fomentamos la pereza hacia el pensamiento crítico.

La base ética de mínimos, la premisa para alcanzar este objetivo pasa por reconocer, sin ambages, que amenazar, chantajear, amedrentar y por supuesto atentar contra la vida o la integridad física de cualquier persona es, ha sido y será, sencillamente inadmisible, insoportable e injustificable. El conflicto de identidades y el de la violencia son dos cosas distintas; el terrorismo nunca fue la consecuencia natural de un conflicto político sino su perversión.

Todos los finales de la violencia se transforman en luchas para imponer una versión de lo sucedido o, cuando menos, para posibilitar un relato que exculpe ante la propia facción. Cuando el debate está ubicado aquí es una buena señal, pues indica que la violencia pertenece al pasado. Ojalá extraigamos nuevas lecciones convivenciales derivadas de este debate y busquemos los puntos de encuentro que nos unen y que favorecen la concordia y la convivencia.

Juan José Alvarez, Catedrático de Derecho Internacional Privado de la UPV/EHU.

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