El PP ante el muro macabro de la memoria histórica

La dinámica de la vida política española ha entrado ya en una fase en la que casi todos los días ocurren cosas que nunca pensamos que sucederían. Más de 33.000 españoles, víctimas de uno y otro bando de la Guerra Civil, yacen todavía en el Valle de los Caídos, ahora como originalmente Cuelgamuros, la mayoría en columbarios colectivos, de tal forma que se hace muy difícil su identificación individual por el ADN. La macabra exhibición teatral de Pedro Sánchez de blanco forense ante fémures y cráneos perfectamente alineados, inédita y hasta el jueves impensable para un presidente del Gobierno en democracia, no tenía el compasivo objetivo de hacer presente la injusticia que se cometió contra aquellos, sino colocar los raíles de la narrativa política con la que competirá en el frenético ciclo electoral que está a punto de abrirse en el País Vasco.

El relato nuevamente pasará por asimilar al PP con Vox y por presentarse él como el adalid, también europeo, contra la extrema derecha. Tanto escrúpulo provocaron las imágenes que rápidamente desaparecieron de las televisiones y el periódico de cabecera prefirió para su portada una foto más bien borrosa de la caída en Villarreal de Álava de algunas grandes figuras del ciclismo.

El mensaje con el que Sánchez saludó su propia iniciativa en las redes sociales -"sin memoria no hay democracia"- o la mentira identitaria que el ministro Ángel Víctor Torres repitió durante la semana -"España es el segundo país con más fosas comunes después de Camboya"- constatan que, más allá de un apero recurrente para desviar la atención en coyunturas difíciles, la memoria histórica constituye un fundamento filosófico principal de la acción política del presidente. Sin ella no habría muro.

La identificación del PP con el franquismo pretende deslegitimar la alternativa democrática de centro derecha. Y sustituir los espacios centrales de consenso que se definieron en la Transición, a partir de la superación compartida de nuestro trágico pasado, por los elementos históricos, simbólicos y emocionales propios del antifranquismo, auténtica argamasa sentimental que cohesiona la coalición heterogénea de esta nueva socialdemocracia de minorías con el populismo disolvente de izquierdas y los independentismos de distinto signo. «Cuando se habla de una Constitución de concordia, de una Constitución de reconciliación, hay que añadir que la concordia y la reconciliación se fundamentan sobre todo en esa ruptura [con la dictadura] y en esa superación del pasado": así anunció Felipe González el voto favorable del PSOE de la Transición a la Carta Magna en 1978. Las cosas han cambiado. Ahora se trata de entroncarse de un solo golpe con la Segunda República, arcadia que sin embargo el propio PSOE contribuyó a desestabilizar.

El PP nunca ha sabido conducirse ante esta estrategia, lo que evidencia un absurdo acomplejamiento de la derecha democrática española respecto de su pasado, como si verdaderamente se sintiese heredera de la dictadura. No sólo no lo es, sino que se fundó por y para la democracia y está en su mano reivindicar el papel protagonista de todas las tradiciones que recoge en la reconciliación entre los españoles, en la recuperación y la consolidación de las libertades y en la modernización del país. Ninguna razón hay para evadirse, como hizo el Gobierno de Mariano Rajoy, de participar decididamente en el impulso a la exhumación y la identificación de las víctimas de cualquier ideología, porque hacerlo contribuye al progreso moral de la convivencia.

El PP puede y debe mirar sin miedo a los ojos de la Historia, desmontar la confusión interesada entre determinadas víctimas y victimarios, y denunciar las manipulaciones, pero es un error haber abandonado esta batalla cultural y ahora librarla con trazo grueso de la mano de Vox para hacerle el juego especular al PSOE: a ninguna concordia aporta nada la imposición desde poderes políticos autonómicos de una visión histórica maniquea que equipare a las víctimas de la violencia durante la Segunda República, por convulsa, revolucionaria e imperfecta que fuese, con las de la dictadura. La Guerra Civil comenzó con el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, y no antes.

La más reveladora incorporación a la Ley de Memoria Democrática es el pacto con Bildu que extiende el periodo de aplicación de la norma hasta 1983, cuando se crean los GAL durante el primer Gobierno de González. Con ese acuerdo se favorece el blanqueamiento de sus raíces orgullosamente vinculadas a ETA. Al permitir que Arnaldo Otegi identifique los primeros años de la democracia como una continuación del franquismo, Sánchez le facilita el cuestionamiento de la Transición en su conjunto y la persistencia en el relato inaceptable que iguala a todas las víctimas y justifica los crímenes terroristas. De todos los hitos de normalización de la antigua Batasuna, ninguno es más expresivo e importante que éste.

El resultado de ese proceso es que Bildu llega al arranque de la campaña electoral vasca con serias posibilidades de ganar las elecciones, sin haber sido sometido a la mínima exigencia de ética democrática de repudiar su pasado de violencia. El PNV se lamenta y previsiblemente conservará el poder de la mano del PSE, pero se abre un escenario en el que las dos fuerzas nacionalistas aspiran a sumar más del 75% de los escaños en liza y los dos partidos de Estado quedan reducidos a la condición de apéndices, sin apenas capacidad de condicionar las políticas y orientarlas al sostenimiento del proyecto solidario de vida en común. El reportaje de Olga R. Sanmartín que ayer publicamos, y que provocó un fuerte impacto, es estremecedor: ya sólo 3.500 niños del País Vasco estudian la Primaria en castellano. El 96% lo hace en euskera. "La lengua en la que te educan contiene una determinada visión del mundo, en este caso, claramente nacionalista, que se une al relato mítico de la historia", explicaba ayer el historiador Jordi Canal en EL MUNDO. ¿Quién podría parar un procés vasco?

Joaquín Manso, director de El Mundo.

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