Guerra civil en el seno de Al Qaeda

Los últimos acontecimientos de la política nacional e internacional, incluida la Eurocopa, junto a la profunda crisis económica que padecemos, han hecho que olvidemos la existencia de la grave y desestabilizadora amenaza que supone el terrorismo yihadista. La opinión pública mundial sólo se preocupa normalmente de estas cosas cuando se produce un atentado terrorista.

Sin embargo, están sucediendo importantes y sustanciosas novedades en el mundo del terrorismo yihadista y muy especialmente en el seno de la más conocida y temida red que es Al Qaeda. Al Qaeda es la heredera de la MAK, una de las muchas redes de apoyo a combatientes yihadistas que, enfervorecidos por el odio, llegaban a Pakistán con el deseo de cruzar la frontera y expulsar a los soviéticos de Afganistán. La MAK fue creada por el jordano Abdalla Azzam, verdadero padrino terrorista de Osama Bin Laden, que entonces era apenas un chaval fanatizado en busca de gloria y notoriedad. Poco a poco el joven Osama fue escalando posiciones y, entre la influencia que ejercía sobre su maestro, además de las importantes contribuciones económicas que canalizaba o que él mismo hacía, se convirtió en una figura indiscutible de la organización.

Entre los compañeros de la Yihad afgana de Bin Laden destacaba por su fanatismo, envuelto en una aparente serenidad, el pediatra egipcio Ayman Zawahiri. El joven Bin Laden, influido por sus nuevos amigos egipcios, pronto discrepó profundamente de su mentor en torno a la estrategia a seguir después de la que entonces parecía inminente derrota de los soviéticos en Afganistán. Para Azzam era imprescindible que la revolución yihadista se centrase en un objetivo concreto en cada momento, es decir, que las piezas del dominó fueran cayendo una tras otra. Para Bin Laden y sus camaradas egipcios, por el contrario, era preciso montar una yihad global y total, simultánea e intensa, valiéndose, además, de los mismos instrumentos propagandísticos que, a su juicio, habían servido tan eficazmente a Occidente. Ante la negativa de Azzam, Bin Laden y sus cómplices decidieron asesinarle, acción que inmediatamente fue atribuida, por el yihadismo, a Israel y a Estados Unidos.

Desde finales de los años 80 hasta hoy, Bin Laden y Zawahiri parecían formar un tándem indisoluble, una especie de Bonnie and Clyde del terrorismo. Sin embargo, el enfrentamiento entre ellos ha estallado de manera pública y ostensible, y lo que venía rumoreándose desde hacía algunos años ha quedado manifiestamente patente por medio de la multiplicación ad nauseam de las presencias públicas del número dos de la red terrorista.

Ayman Zawahiri aparece constantemente en los medios lanzando arengas que, en apariencia, siguen las mismas pautas ideológicas que las de su jefe y otrora respetado amigo. Sin embargo el inconmensurable afán de protagonismo del pediatra egipcio, que ha llegado a decir que estaba dispuesto a someterse a las preguntas de la prensa y de la opinión pública, demuestran que hay una intensa y profunda pugna por el poder en el seno de Al Qaeda.

Entre los dos jefes terroristas vuelve a surgir el viejo diferendo de concepciones y estrategias en torno a esa yihad global y total. Las contradicciones, incoherencias y, sobre todo, su cruel barbarie, están causando un efecto muy importante de desafectación incluso entre islamistas radicales que en otros tiempos veneraban a Al Qaeda y a su líder como los salvadores del Islam y los vengadores de «las humillaciones» de Occidente. Pero hechos tan dramáticos como que la diferencia entre víctimas musulmanas y no musulmanas de los atentados terroristas de Al Qaeda sea abismal, admiten pocas dudas respecto de las verdaderas intenciones de estos monstruos.

Para el islamismo radical en general y para el terrorismo yihadista en particular, todavía más que a Occidente, Estados Unidos e Israel, se odia al musulmán no radical, al no islamista, e incluso al islamista que no sigue al pie de la letra sus brutales postulados. Para el yihadismo todos los musulmanes que no obedezcan ciegamente y al milímetro todos sus dogmas son, pura y sencillamente, unos apóstatas que habrán de ser destruidos, asesinados. A los musulmanes se les impone la conversión a lo que los yihadistas llaman Islam puro. A los infieles, la sumisión.

En los comunicados de Zawahiri, como antes en los de Bin Laden, se aprecia de forma inequívoca la profunda, diría yo que hasta abismal, separación entre sus análisis del mundo y la realidad. Su desconexión y desconocimiento, no ya del mundo en general o de Occidente, sino incluso del mundo islámico, es alarmante. Los atentados indiscriminados, con víctimas inocentes -partiendo de la base de que cualquier víctima del terrorismo, tenga la posición que tenga, es ya una víctima inocente-, mujeres, niños, ancianos o, por ejemplo, estudiantes de colegios de primaria o sus maestros -como hace Al Qaeda en Afganistán, donde el mero hecho de estudiar constituye para los talibanes, aliados de Al Qaeda, un crimen imperdonable castigado con la muerte-. A esto hay que añadir los ataques contra mercados, contra bodas de chiíes en Irak, o ataques contra médicos, personal sanitario y cooperantes. Todo esto demuestra que Al Qaeda sólo entiende el terror como un método de imposición totalitario, sanguinario e implacable de su monstruosa ideología.

Las peleas internas, la lucha por la notoriedad y, más aún, la creciente evidencia ante la opinión pública islámica de la más absoluta ignorancia de la doctrina teológico-religiosa del Islam, por parte de Al Qaeda y sus dirigentes, subrayan su más radical falta de credenciales religiosas o de autoridad teológica de ningún tipo. Los estudiosos y teólogos del Islam moderado llevan años analizando y desmontando los disparates doctrinales del islamismo radical y de su brazo terrorista, el yihadismo.

Queda aún mucho camino por recorrer, pero se han realizado notables avances entre imanes tanto en Europa como en el mundo islámico. Desenmascarar a estos terroristas, que además son farsantes teológicos, es una necesidad imperiosa para ganar esta feroz lucha contra el terror yihadista. Al Qaeda, como ya hiciera en 1989, considera que, además de Afganistán, hay muchos otros frentes, tanto en el mundo islámico como a lo largo y ancho del planeta, que deben seguir abiertos de forma simultánea, con sus ataques crueles y sádicos en su implacable lucha por el poder total. A la crueldad y barbarie del terrorismo yihadista se une su profunda ignorancia, todo teñido de unos increíbles delirios de grandeza, de un egocentrismo megalomaniaco, que ha acompañado a todos los monstruos de la Historia de la Humanidad.

Estos síntomas que, en apariencia, pintan una organización desconectada de la realidad, instalada en la demencia y con apoyos menguantes, incluso entre sectores islamistas radicales, ni pueden ni deben hacernos creer que la victoria sobre este tipo de terrorismo, y sobre los fanáticos que lo inspiran, esté cerca. Desde Occidente nos obsesionamos muchas veces con las siglas, con las redes concretas, con las organizaciones específicas o con los nombres propios de ciertos dirigentes terroristas. Ésta es la batalla a corto y medio plazo, pero hay una mucho más importante para la victoria final sobre estas fuerzas del mal, conocer a nuestro enemigo, estudiarlo y buscar todos sus puntos débiles. Por ello, es de vital importancia no confundir a estas alimañas con el verdadero Islam, que es exactamente lo que ellos buscan para con ello ser más eficaces en el reclutamiento de nuevos adeptos.

Éste es, sin duda, uno de los mayores errores que tanto el mundo islámico como Occidente pueden cometer. Debemos subrayar sus incoherencias e inconsistencias, su ignorancia y su manipulación repugnante de la religión que profesan casi 1.500 millones de personas. Es evidente que tanto musulmanes moderados como occidentales somos sus víctimas y sus objetivos. En consecuencia, debemos actuar unidos en la batalla contra este enemigo común. El respeto al Islam moderado es esencial para la victoria sobre el fanatismo yihadista. Por ello, responsables políticos y opinadores deberían ser especialmente cuidadosos al analizar estas cuestiones tan extraordinariamente delicadas.

No estoy hablando de autocensura, y mucho menos de callar ante el fanatismo, sino de denunciarlo sin ambages y de exigir a los moderados de una y otra parte que tengan el coraje necesario para dar un paso al frente en contra del terror y del fanatismo. Muchos dirán que ésta no es su batalla, que por qué no lo hacen los poderes públicos, que por qué los gobiernos no se ocupan de garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Otros dicen que si no nos movemos no nos pasará nada. Todas estas apreciaciones pueden tener su justificación, y hasta su lógica. Sin embargo, la última es claramente el síntoma de sociedades enfermas. Sólo a través de la unión de los moderados de todo el mundo, sólo a través de nuestra acción concertada, será posible la derrota de esta plaga.

Gustavo de Arístegui es diplomático y diputado del Partido Popular por Zamora.

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