Al leer la tribuna de Alejandro Prada del 4 de Julio pasado (“Las humanidades fabrican inútiles”), me llama la atención que esté escrita fingiendo retóricamente atacar aquello que defiende, es decir, los estudios de humanidades. Quiero ver en ello un síntoma de algo que desde hace tiempo experimento con insistencia: la imposibilidad de reivindicar abiertamente estos estudios sin conseguir el efecto contrario al perseguido, es decir, que tal defensa suene a arrogante fatuidad o a ridículo servilismo. ¿Por qué se produce este perverso resultado? ¿Es simplemente la torpeza de quienes nos dedicamos a estas cosas, nuestra soberbia al enarbolar ese estandarte?
Recordemos ante todo que si nos vemos obligados a defendernos no es por altanería o por petulancia, sino porque quienes administran políticamente la enseñanza han hecho de la degradación, marginalización y humillación de nuestras tareas una práctica sistemática. Nos defendemos porque estamos siendo atacados: la filosofía y los estudios de “letras” han quedado virtualmente reducidos a cenizas en el bachillerato (o en lo que queda de él), y la enseñanza superior lleva el mismo camino. Puede que se trate simplemente del camino que llevan nuestras sociedades, que a menudo imaginamos apoyadas en el principio de utilidad, que es justamente el que parece excluir este tipo de actividades del catálogo de las que un ciudadano debería practicar si desea tener un futuro próspero. Espoleados por esta acusación de inutilidad, nos lanzamos entonces por la peligrosa pendiente de intentar demostrar que, contra lo que dicen nuestros fiscales, se trata de ocupaciones extremadamente útiles. Y ahí es donde nos ponemos estupendos o estúpidos.
Estupendos, cuando argumentamos que estudiar a Cervantes o a Parménides, aunque no da dinero, nos hace más morales, mejores ciudadanos o mejores personas, y que sin estos estudios desembocaríamos en un mundo inhumano y bárbaro. Estúpidos, cuando intentamos convencer a “la sociedad” de que las humanidades son políticamente rentables porque nos proporcionan (esto que viene hay que decirlo muy deprisa y de corrido) “unas-habilidades-imprescindibles-para-gestionar-los-conflictos-interculturales-que-caracterizan-nuestro-mundo-globalizado”. Porque todos sabemos que lo primero no es verdad, y se nos podrían oponer infinitos ejemplos de complicidad entre la cultura literaria y filosófica más refinada y la crueldad más atroz y sanguinaria, y que lo segundo, además de falso, es una forma de entregarnos de antemano al enemigo al admitir que Epicteto, Listz o Chardin no tienen en sí mismos valor alguno, sino sólo el que pueda obtenerse de ellos cuando, una vez reciclados, prensados, desinfectados y embotellados, se hayan convertido en productos lucrativos a nuestro servicio, aunque sea un servicio meramente propagandístico.
Además, ¿ante quién entonamos tales defensas? ¿Ustedes han escuchado alguna vez a una autoridad de la administración político-educativa atacar a las humanidades? Lo hacen, pero no lo dicen. ¡Al contrario! Se deshacen en elogios de todas estas disciplinas, se hacen lenguas de su inmensa aportación al capital cultural nacional, y ello no parece impedirles en absoluto desmantelarlas o desalojarlas de sus lugares sociales. En estas mismas páginas afirmaba hace poco estar “a favor de la filosofía” el rector de una Universidad que está a punto de liquidar su facultad de filosofía, asegurando que lo hacía por el bien de los filósofos y para que se acerquen un poco más a Harvard en los rankings internacionales de la excelencia (y todavía se resistirán, los muy paletos). Quienes han convertido los estudios de filología en poco más que academias de idiomas no han dejado nunca de enaltecer el valor de la literatura para el conocimiento del mundo y para la formación de una conciencia crítica. Los mismos que han marginado el estudio de las lenguas clásicas han aprovechado la menor ocasión para exaltar públicamente el sagrado vínculo que nos une a los clásicos. Así que puede ocurrir que aquí también la mejor defensa sea un buen ataque. A quienes buscan desesperadamente una justificación del valor público de las humanidades les ofrezco esta: que sirven para desarmar y desmontar todos los discursos que “defienden” enfática y grandilocuentemente las humanidades como signo de distinción social y garantía de probidad moral, denunciándolos como baratijas ideológicas encubridoras de objetivos impresentables. Y que permiten desprestigiar y pulverizar las prédicas que hacen ostentación de la rentabilidad de la filosofía y de la necesidad de su adaptación a los tiempos que corren, mostrando que son en realidad coartadas para mejor amordazar el pensamiento. Porque estos discursos, que nosotros mismos producimos cuando nos ponemos estúpidos y estupendos, no hacen más que contribuir a la pérdida colectiva de la memoria de por qué nacieron y subsistieron entre nosotros cosas tales como “filosofía” o “humanidades”, y ayudar a romper el vínculo que une los asuntos de los que tratan estas actividades con la sociedad en la que se desempeñan.
Por tanto, la pregunta no es por qué debería el Estado financiar esas tareas, sino por qué, hasta hace poco, las financiaba sin cuestionar su “utilidad” y sin que ello generase ningún rechazo social hacia la poesía o la epistemología que obligase a recordar cada semana sus muchas “ventajas”. ¿Qué ha pasado para que Platón o Salustio hayan perdido la dignidad que tenían desde hace milenios? No somos nosotros quienes tenemos que justificarnos ante la sociedad, sino que son precisamente quienes están desmantelando el sistema educativo quienes tienen que explicar por qué lo hacen. Y no les debe resultar tan fácil cuando tienen que maquillar ese desmantelamiento con una oratoria inflamada que encarece a los cuatro vientos la importancia de las humanidades en los discursos de las efemérides culturales. ¿Será solamente una cuestión de dinero? ¿Hegel o Clarín han caído víctimas de los famosos recortes? No lo creo. Los estudios de filosofía y letras tendrán muchos inconvenientes, pero son, créanme, baratísimos. ¿Será ese el problema, que como pedimos poco dinero tenemos poca importancia?
¿Alguien se acuerda de por qué había facultades de filosofía o estudios de humanidades? Es muy posible que incluso quienes nos dedicamos a ellos, inmersos en nuestras rutinas, olvidemos a menudo por qué son actividades tan dignas y respetables como dedicarse a estudiar la fisión del átomo, el teorema de Fermat o la socialización sexual de los adolescentes del mundo rural. Ninguna de estas ocupaciones es imprescindible para la supervivencia, pero todas ellas, igual que las humanidades, investigan cómo y de qué está hecho este tinglado en el que consiste nuestra existencia. Y, más tarde o más temprano, como les ocurre a los físicos o a los músicos, los que las desempeñamos recordamos para qué preparamos clases, escribimos papers y justificamos proyectos: lo hacemos cuando descubrimos, vagando entre las líneas viudas de los textos que estudiamos y la mirada atónita de los estudiantes que atendemos, los cabos sueltos de ese hilo que conecta nuestro trabajo con la urdimbre del mundo. Todo el aparato de la administración educativo-investigadora es un obstáculo para este trabajo. Y precisamente por ello nos queda muchísimo por hacer.
José Luis Pardo, filósofo.