Je t'aime

Así, en francés, queda mejor. El francés es una lengua muy útil para las relaciones amorosas. Una declaración de amor en francés -mon amour o je t¿aime... moi non plus- vale tanto como una Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano o, si se prefiere, como el ¡Allons, enfants de la patrie..! de La Marsellesa, del capitán Rouget de l¿Isle.

La noticia todo el mundo la conoce ya. Nicolas Sarkozy y Carla Bruni se han declarado recíproco amor. Es casi una noticia atacada de esa vejez prematura que, en días e incluso en horas, palidece las páginas de los periódicos, pero lo cierto es que la relación sentimental entre el presidente de Francia y la cantante invita a no pocas reflexiones.

La primera, desde luego, es que frente a la violencia desatada y el crimen gratuito -aún está caliente el cuerpo de la ex primera ministra de Pakistán asesinada-, reconforta contemplar el gesto de un hombre capaz de salir a pecho descubierto para contar que un nuevo amor se ha puesto delante de sus ojos y que lo ha agarrado antes de que se le escape como una estrella fugaz. Porque si el amor mueve al sol y a las demás estrellas, según el verso de Dante, ¿qué razón hay para que no mueva el corazón de un jefe de Estado? A él, el presidente, y a ella, la cantante, vaya, si leen estas sencillas palabras, mi simpatía y mejores respetos. Ambos han demostrado que todavía quedan gentes sinceras, capaces de proclamar su amor y plantar cara al mundo y a sus convenciones, la mayoría empeñadas en negar el amor, esa realidad que nos mantiene sobre los pies. Lo decía el otro día el editorial de EL MUNDO, a propósito de la elección de Sarkozy como personaje del año 2007: que buena parte de su éxito se debe a que el lenguaje que emplea es el de la verdad. Quede claro, pues, que prefiero el amor al desnudo del presidente Sarkozy, que el disfrazado de quienes, como sus predecesores en el Elíseo, gustaron de amores ilegítimos y clandestinos. Recuérdese a François Mitterrand, que tuvo una hija fuera del matrimonio y la mantuvo oculta hasta casi la mayoría de edad; o a Jacques Chirac, el inmediato antecesor de Sarkozy, que tan hipócritamente hacía exhibición de su ejemplar matrimonio. Y discrepo, naturalmente, de quienes, como Ségolèn Royal, tildan al presidente de Francia de frívolo e indigno. El amor, como la dignidad, es una cosa que se mantiene por sí misma y, para que siga viva, basta con ser firme. Hay amores que se malogran por la intransigencia de la gente, sean familiares directos, parientes y amigos, aunque no descarto que yo llame intransigencia a cosas distintas a como piensa una relativa mayoría.

Pero ¿qué es enamorarse? O, dicho de otra manera, ¿qué es lo que, en estos momentos, quiero expresar al escribir la palabra amor? Ortega y Gasset exponía que el enamoramiento es un estado del espíritu en el que la conciencia se empobrece y paraliza. Creo que se equivocaba. A la tesis orteguiana, mi pariente Ignacio Gómez de Liaño -Iluminaciones filosóficas, Ediciones Siruela, 2001- opone la de la cristalización de Stendhal, según la cual el amor produce destellos resplandecientes y afirma que el enamoramiento intensifica el sentimiento de la realidad. Yo, por mi cuenta, sostengo que la inteligencia sin amor no siempre actúa en la mejor de las direcciones, aunque también se me ocurre si no es correcta la idea que Crébillon expone en su novela Le Hasard au coin de feu de que el acto de amor nace de las circunstancias. Todo es posible, y seguro que cada cual tiene su propia teoría a poco que busque en ese rincón tan delator e inquisitivo que llamamos memoria.

En Francia -también en España- se acusa a Sarkozy de que el idilio con Carla Bruni es un calentón de adolescente o un desfasado subidón hormonal. Otros le llaman inmaduro o playboy trasnochado y sostienen que lo suyo es pura pasión sexual. De ella, de Carla, se dice que es una Mata-Hari y una coleccionista de amoríos fugaces. Las censuras son injustas. Epicuro habla del apetito de amor, que es necesidad que dimana de la naturaleza y a la que conviene satisfacer. El amor tiene mucho de elaboración intelectiva del instinto sexual y así aparece en la mitología. Piénsese que los griegos tenían a Eros, el hijo de Afrodita, como divinidad del amor físico y que, a partir de Freud, el amor es consecuencia del sexo e imposible de ser disociado de él. Ya sé que el amor no es tan sólo el sexo, pero también pasa por el sexo. El soplo de vida fluye del silbo de Eros. Si lo de macho man -que dice Carmen Rigalt- es porque el hombre es fundamentalmente erótico y desea más que ama mientras que la mujer ama más que desea, de acuerdo; aunque visto el panorama actual, quizá hubiera que revisar el diagnóstico.

Una de las variaciones más sobresalientes que el concepto de amor ha experimentado es, sin duda y afortunadamente, el reconocimiento del erotismo como elemento vital y no pecaminoso. El erotismo es una de las fragancias del amor, nos enseña Cela. Sin ir muy lejos, el otro día, Arcadi Espada reparaba con esmero en el detalle de las braguitas que asomaban por la cintura de Carla Bruni durante su paseo con Sarkozy por Luxor. «Braguitas negras, si no me engañan la visión y el deseo, rematadas en el borde expuesto por una geometría de pequeñas pirámides», escribía. Me parece un retrato espléndido. Por supuesto que la especie humana, a diferencia de la animal, no ama tan sólo con el sexo, sino también con el alma o con el corazón, que dirían los románticos, pero si el amor es de los de verdad, a la persona amada se la desea sexualmente, lo mismo que la tierra seca desea la lluvia. Por el camino contrario, un amor que renuncia al sexo termina oxidándose igual que una cazuela al aire libre.

«Dios mío, si yo tuviera un trozo de vida (...) viviría enamorado del amor. A los hombres les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, ¡sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse!». Estas palabras pertenecen a la carta que Gabriel García Márquez envió a sus amigos hace unos meses. En su última campaña electoral, Sarkozy declaró que para él «el amor es lo más importante». En mi opinión, a los 52 años -y a los 80- aún es bello enamorarse. La juventud es noción que no se rige por el calendario, pese a su desbocado e inclemente deshojar. El amor y el deseo de amor es algo que rejuvenece, mejor dicho, evita el rápido envejecimiento y, si no lo consigue, sí, al menos, mantiene la ilusión de la juventud. En su libro Viaje al amor, Eduardo Punset sostiene que la gente feliz está siempre enamorada y que al contrario de lo que se cree, el amor no es un rapto juvenil porque para enamorarse hay que buscar en la memoria y comparar. Hay jóvenes ancianos y viejos mozos y un viejo que no simula sentir la juventud de la que carece, no llega a viejo jamás.

Hace tres meses, José María Plaza escribía en EL MUNDO una de las más bellas crónicas de amor. Fue a propósito de la muerte del filósofo André Groz y del libro Carta a D. Historia de un amor, que el filósofo francés escribió a su esposa, Dorine, y que se publicó en París el año pasado. «Tú vas a cumplir 82 años. Has menguado seis centímetros, no pesas más de 45 kilos y aún eres bella, graciosa y deseable. Hace 58 años que vivimos juntos y te amo más que nunca. Siento de nuevo en lo más profundo de mi pecho un vacío devorador que sólo puede llenar el calor de tu cuerpo con el mío». Ojalá que cuando llegue a viejo, circunstancia para la que aún le queda mucho tiempo, Sarkozy pueda hacer una confesión de amor y de agonía semejante a ésta. A Carla Bruni o a quien, por entonces, esté a su lado. Él, a lo que parece, sabe que el amor no tiene vocación de mártir y de ahí que a lo largo de su vida haya desgranado sus ansias de amor. No hay amor a destiempo y, si lo hay, el corazón lo ignora.

En su magistral columna de fin de año -Dios tomó Madrid-, Raúl del Pozo, ese oidor siempre atento al murmullo de la vida, dicta sentencia: «Yo digo que el mar tiene límites, el amor no». El amor es el gran arma que el hombre -y la mujer, claro es- esgrime contra la derrota del alma. Recuérdese que, para Ovidio, el amor es una suerte de guerra y el amante un soldado en campaña. «El amor es indudablemente el mejor de los viajes», dice un anuncio de la firma francesa Louis Vuitton. Esto es lo que parecen pensar los dos protagonistas de este modesto comentario. Nicolas Sarkozy y Carla Bruni -tanto monta, monta tanto-, después de varias experiencias, se aprestan a encararse con un nuevo lance de amor y a amarse durante el tiempo que el amor dure, que tampoco es sensato pedir la eternidad. Brindemos por el presidente de Francia y la top model. Los dos han sabido romper las esclavitudes de los demás para conquistar su propia libertad amorosa.

Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado excedente.

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