La hora de los bárbaros

En el pasado congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), el primer Vicepresidente y sucesor designado, Miguel Díaz Canel, pidió a los intelectuales y artistas de la isla que no olvidaran que la “disyuntiva es socialismo o barbarie”. La célebre frase de Rosa Luxemburgo en “The Junius Pamphlet” (1916), calificaba, a partir de una idea de Friedrich Engels, la Primera Guerra Mundial como una “regresión al barbarismo”, que amenazaba con aniquilar la civilización. Según Luxemburgo, la única forma de conjurar la debacle era por medio de un socialismo que, a diferencia del bolchevique, no centralizara burocráticamente la vida política con el “espíritu vigilante” y la “virtud del terror”, propios de un partido único, que heredaba elementos despóticos del zarismo.

El pasaje de Luxemburgo, como es sabido, inspiró la asociación y la revista Socialisme ou Barbarie, encabezadas por los trotskistas y consejistas franceses Cornelius Castoriadis y Claude Lefort entre 1948 y 1965. Castoriadis y Lefort se opusieron al estalinismo y a la expansión del bloque soviético hacia Europa del Este, desde un socialismo democrático, que adelantó algunas ideas del mayo francés del 68. Si la barbarie a la que se refería Rosa Luxemburgo no excluía los elementos autoritarios del leninismo, ya la barbarie que combatirán Castoriadis y Lefort será tanto el totalitarismo nazi o fascista como el estalinista, el imperialismo capitalista como el soviético.

A mediados de la década pasada, Hugo Chávez intentó relanzar la consigna y, más interesado en la retórica que en las ideas, desplazó su significado al “socialismo del siglo XXI”, implementado con notables diferencias por algunas pocas izquierdas gobernantes en América Latina. A la altura del 2006, el socialismo defendido por Chávez era eso, los proyectos políticos de Venezuela, Bolivia y Ecuador, mientras que la barbarie, según los propios líderes de esos países, no era otra cosa que el impopular gobierno de George W. Bush en Estados Unidos. Chávez, como antes Fidel Castro, utilizaba los conceptos de la ideología para un fin geopolítico concreto: la oposición a Estados Unidos.

Ahora, el sucesor designado de Raúl Castro, vuelve a la misma disyuntiva, pero con sentidos notablemente distintos. El socialismo que defiende Díaz Canel es el establecido en los artículos 3º, 5º y 62º de la Constitución cubana vigente, es decir, un régimen “irrevocable” de partido comunista único, ideología “marxista-leninista y martiana” y control de la sociedad civil y los medios de comunicación por parte del Estado. Un socialismo, por tanto, diferente al de Rosa Luxemburgo, Cornelius Castoriadis, Claude Lefort… y hasta Hugo Chávez. La única diferencia entre ese socialismo y el comunismo soviético es que el cubano, en las primeras décadas del siglo XXI, se abre más plenamente al capitalismo de Estado que los trotskistas cuestionaban desde mediados del siglo XX.

Pero así como es fácil entender a qué socialismo se refiere Díaz Canel, se vuelve complicado dilucidar el segundo término de la alternativa. Hay que llenarse de paciencia y leer todo el discurso ante el congreso de la UNEAC para advertir que esta vez la “barbarie” a la que se refiere Díaz Canel no es el “imperialismo yanqui” sino un mal endógeno. Un proceso de descomposición ideológica del régimen, que los burócratas llaman, conservadoramente, “pérdida de valores”. El avance del mercado, las nuevas tecnologías y el pluralismo civil está produciendo, junto a una sociedad cada vez más desigual, una cultura popular, sobre todo entre los jóvenes, que rebasa la ideología oficial.

Esa es la “barbarie”, según la burocracia cubana: un mundo de reggaeton, celulares, iPods y videojuegos, de moda, consumo, globalización y juventudes deseosas de viajar o emigrar. Una barbarie que, en efecto, está destruyendo desde adentro la civilización comunista construida en Cuba, entre los años 60 y 80. Las élites cubanas entienden la historia reciente de la isla como una lamentable decadencia progresiva del orden comunista, que arranca en los 90 y se agudiza en la pasada década, bajo los efectos de la mundialización, el acceso al mercado, el incremento del turismo y la mayor conectividad entre las comunidades de la isla y la diáspora.

Esas élites son conscientes de que la “barbarie” es incontenible, pero piensan que pueden domesticarla por medio una concepción jerárquica de la sociedad y el Estado. El mercado, piensan a la manera feudal, está bien para pequeños segmentos privilegiados –empresarios, músicos, artistas, burócratas…-, pero no para las mayorías populares , que no pueden traspasar del apartheid de la economía estatal y los organismos del gobierno. Con cierta dosis de capitalismo y nada de democracia –sin libertad de asociación y expresión, ni oposición reconocida por las leyes, ni internet-, sueñan salvar su vieja civilización de los bárbaros del siglo XXI.

Habrá que ver si lo logran, cuando llegue la hora de la desaparición biológica de los líderes históricos y de la sucesión de poderes. Apenas en dos años se iniciará un proceso electoral en Cuba que, supuestamente, debería culminar en el traspaso de mandos de Raúl Castro a Miguel Díaz Canel. Si de aquí a entonces no se emprende una reforma constitucional, que abra el sistema político a nuevos liderazgos autónomos, el gobierno sucesor nacerá marcado por un signo autoritario que le impedirá representar la creciente diversidad social del país. Esa podría ser la hora de los bárbaros.

Rafael Rojas es historiador.

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