La Navidad de san Juan de la Cruz

Por testimonios de sus contemporáneos, sabemos la intensa devoción con la que fray Juan de la Cruz vivía la Navidad. Según nos cuentan, preparaba concienzudamente el adviento, pero llegada la Navidad, su natural contenido se mudaba, se le iluminaba la cara y quería que la fiesta y el regocijo inundasen la vida de su Orden. Este espíritu, que compartía con la madre Teresa de Jesús, ha perdurado hasta nuestros días y sigue rigiendo hoy la celebración de la Navidad en los conventos carmelitas.

La Navidad de san Juan de la CruzLos cronistas coinciden en que celebraba estas fiestas «muy al vivo», organizando sencillas representaciones que no parecían «cosa pasada, sino el mismo suceso que se veía presente, como si entonces pasara delante de sus ojos», y que fray Juan glosaba con inspiradas palabras de gran fervor y ternura. Fray Alonso de la Madre de Dios, rememorando una Nochebuena en Granada, cuenta que fray Juan «hizo poner a la madre de Dios en unas andas y, tomada en hombros, acompañada del siervo del Señor y de los religiosos que la seguían caminando por el claustro, llegaban a las puertas que había en él a pedir posada para aquella señora cercana al parto y para su esposo, que venían de camino. Y llegados a la primera puerta pidiendo posada cantaron esta letra que el santo compuso:

«Del Verbo divino
la virgen preñada,
viene de camino,
¡si le dais posada!»

Al parecer, en ocasiones eran dos frailes «sin mudar de hábitos», quienes representaban a la Virgen María y a San José.

«Y su glosa –sigue fray Alonso– se fue cantando a las demás puertas, respondiéndoles de la parte adentro religiosos que había puesto allí, los cuales secamente los despedían. Replicábales el santo con tan tiernas palabras, así del explicar quien fuesen los huéspedes que la pedían, de la cercanía del parto de la doncella, del tiempo que hacía y hora que era, que el ardor de sus palabras y altezas que descubría enternecía los pechos de quienes le oían y estampaba en sus almas este misterio y un amor grande a Dios». Otro testigo relata la deliciosa escena de un fray Juan desatado, la imagen del Niño Jesús en sus brazos, bailando por los pasillos del convento y cantando una copla que había trocado 'a lo divino':

«Mi dulce y tierno Jesús:
si amores me han de matar,
¡agora tienen lugar!».

Por desgracia, no se conservan los poemas devocionales, muchos de ellos improvisados que fray Juan canturreaba en Navidad, porque a la luz de estos testimonios cabe imaginar que fueran preciosos. En la poesía que de él conservamos, solo una composición aborda directamente el asunto navideño: el romancillo llamado 'Del Nacimiento'. Se da la circunstancia de que este poema, como la primera parte de su maravilloso 'Cántico espiritual', lo compuso San Juan en prisión, reo del delito de rebelión, durante los nueve meses que sus hermanos calzados lo tuvieron encerrado en una letrina, sin más luz que la de una rendija, atormentado por los piojos y sometido a vejámenes y disciplinas... Lo que viene a ser, creo, la más alta y clara manifestación que conozco de que el Espíritu sopla en verdad donde quieres, cuando quiere y como quiere.

Fugado de la cárcel y refugiado en el monasterio de las Descalzas de Toledo, fray Juan recitó a las monjas 'unos romances' que había compuesto y que a fuerza de repetir y tararear había memorizado, escena que repitió poco después en su visita a las Descalzas de Beas de Segura. Por Sor Madalena del Espíritu Santo, a quien encargaron sacar unas copias, sabemos que los 'romances' eran nada menos que las coplas que decían «Que bien sé yo la fonte», casi la mitad de las canciones del 'Cántico espiritual' y unos romances sobre el evangelio, entre los que se encuentra el que nos ocupa.

El romance del Nacimiento, que carece de la altura poética del 'Cántico', tiene sin embargo una profunda dimensión teológica, por cuanto en sus escasos veinticuatro versos el poeta aborda dos temas de gran calado que confluyen en el misterio de la Encarnación. El primero es la paradójica condición de esposa y madre de Dios de María. María fecundada por el Espíritu Santo va a dar a luz al mismo Dios:

«Ya era llegado el tiempo
en el que nacer había,
así como desposado
de su tálamo salía
abrazado con su esposa,
que en sus brazos la traía,
al cual la graciosa Madre
en un pesebre ponía
entre unos animales
que a la sazón allí había».

La encarnación es, por tanto, in primis la celebración del desposorio de Dios y de María:

«Los hombres decían cantares,
los ángeles melodía,
festejando el desposorio,
que entre tales dos había;
pero Dios en el pesebre
allí lloraba y gemía
que eran joyas que la esposa
al desposorio traía».

Pero el desposorio y la Encarnación, estrechamente ligados al misterio trinitario, son presupuestos de la Redención, que constituye el sentido del nacimiento de Jesús y su misión en la Tierra. «Antes, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo. Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, que nació de una mujer y fue sometido a la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley y para que así recibiéramos nuestros derechos como hijos». (Gálgatas 4, 3, 4 y 5). A ello aluden los mejores versos del poema, en los fray Juan sintetiza el efecto de la Redención y el asombro con el que María asistía a los acontecimientos que estaba viviendo.

«Y la Madre estaba en pasmo
de que tal trueque veía:
el llanto de el hombre en Dios
y en el hombre la alegría,
lo cual de el uno y el otro
tan ajenos ser solía».

Este bello remate explica en gran medida el empeño con el que fray Juan quería que se viviese y celebrase la Navidad. Para el santo, y parece muy oportuno recordarlo en estos días en los que el consumismo llega a devorarlo todo, la alegría de la Navidad es la de la Encarnación, pues no a otra cosa que a trocar el llanto en verdadera alegría, a abrir el corazón lastimero del hombre a la alegría de Dios, vino Jesús al mundo.

Francisco Pérez de los Cobos Orihuel es catedrático de la Universidad Complutense.

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