La otra gran revolución china

Los Juegos de Pekín y un poquito de Shanghai y otro poquito de Hong Kong -no confundamos a estas tres ciudades con China, aunque China sea la madre que parió, crió y desarrolló todo el tinglado-, han sido un gran negocio. La propaganda expresa otras emociones, como el espíritu deportivo, la armonía, la cultura, el afecto y la unión de la gran familia universal. Eso también. No es nuevo. Llevo 11 Juegos a mis espaldas y, desde 1968 en México, el final siempre es el mismo y los lemas, todos iguales. Incluso cuando la incomprensión, las armas o el drama han extendido barnices negros sobre la historia olímpica o su propio desarrollo.

Los Juegos que ayer concluyeron han supuesto una enorme experiencia y una sonora revolución que abrirá la frontera de un antes y un después en el modelo, los conceptos y la gestión deportivas. Es la otra gran revolución abanderada por un inmenso país -que ni siquiera muchos chinos conocen bien-, con un crecimiento económico del 10,5% anual de media y que ni pestañea con las inversiones realizadas en recintos e infraestructuras urbanas, calculable en más de 220 billones de yuanes (unos 22 billones de euros al cambio).

El evento comenzó el día 8 de agosto de 2008 a las 8 de la tarde, porque el 8 es el número que representa el dinero; igual que el 9 es el guarismo por antonomasia, el imperial; el 4, el de la mala suerte -en muchísimos edificios en China el piso cuarto no existe, sustituido por una F de four-; y el 6 el de la suerte. Todo muy chino. Con 1.300 millones de habitantes, el país es un mundo inmenso, un estremecedor abanico de estilos, métodos y costumbres que aportan las más de 40 etnias que lo pueblan y cuyos únicos nexos de unión son el nacionalismo sin tregua, el orden sin fisuras y la disciplina espartana. Sin todo ello, me decía un español que lleva viviendo en China varios años, el país no podría sobrevivir a su propio gigantismo. Eso y la burocracia, terrible, inasequible al desaliento, martirizante, pero bajo cuyo amparo hemos vivido la experiencia pequinesa con una absoluta y total tranquilidad, protegidos por medidas terminantes y vigilancia permanente. Lo que los Juegos exigían para mostrar facetas amables, ordenadas, serviciales y aliñadas siempre con una sonrisa. Por delante y por detrás, hay otro mundo, en el que personalmente no me correspondía indagar, pero que existe.

El pueblo chino, ciñéndome al pequinés junto al que he convivido durante las últimas semanas, adora a sus ídolos; los convierte en héroes y admira sus conquistas deportivas, sociales y económicas. Desde el punto de vista de un observador que ha estado en Pekín para ver, visitar o informar de los Juegos Olímpicos, el resultado es satisfactorio, gratificante e inolvidable. Pero tras la inmensa pantalla olímpica, hay carencias, agravios y, sobre todo, una vida vieja, antigua, preñada de historia, belicismo, cultura milenaria, imaginación, inventos y costumbres que aún se cultivan y respetan. Por ejemplo: abandonar a tus ancianos padres te puede costar la cárcel.

Para los chinos estos Juegos han sido un indudable éxito. Económicamente, muy rentables, y desde el punto de vista estrictamente deportivo han logrado medio centenar de medallas de oro -más del 50% del total-, y han conseguido desbancar del trono casi eterno a EEUU -con más metales, pero menos oros-. Han dominado en unas cuantas especialidades, regañado en las demás y competido en todas. Su secreto es aparentemente sencillo: tienen un enorme potencial humano donde elegir, muchísimo dinero para invertir -hasta 14 técnicos extranjeros han dirigido a muchos de sus equipos, entre ellos el catalán Joan Jané al grupo de waterpolo femenino- y, por encima de todo, sus atletas, todos, sin excepción, trabajan a destajo con dos cosas que no se pueden extrapolar: orden y disciplina a rajatabla.

Gracias a eso, a todo eso, China ha hecho realidad su sueño, tanto tiempo esperado y preparado con mimo, decisión y con las ideas muy claras. Por encima de cualquier estudio, que se hará, en profundidad, valorando el movimiento deportivo chino, con lo que eso conlleva en todos los aspectos, sociales, económicos y propagandísticos, estos Juegos dejarán una huella indeleble e histórica con dos nombres emergiendo por encima de todos: el atleta jamaicano Usain Bolt, quien, por cierto, ha donado 50.000 dólares a las víctimas del terremoto de Sichuan, y el nadador estadounidense Michael Phelps. Podrían contarse también mil historias humanas basadas en la motivación, el coraje y el espíritu de superación. La lista sería interminable.

Un total de 88 países de los 205 que desfilaron el día 8 han logrado llevarse medallas. Algunos sólo el bronce. Para ellos, la gloria. España ha sumado un total de 18, con cinco oros -que serían seis si el TAS y el Comité Internacional de regatas no hubieran esquilmado sin sonrojo y de manera vergonzosa a nuestro barco-, 10 platas y tres bronces, lo que traducido a capacidades y resultados es una cosecha discreta con casi 300 deportistas.

Hemos logrado el decimocuarto puesto mundial, merced a ese quinteto de virtuosos, pero queda la impresión de que nuestro deporte necesita una revisión profunda, muy seria, en la que no sólo se estudien los rendimientos deportivos, sino también el trabajo técnico y de gestión. El modelo en vigor, sin ser perverso, tiene quiebras y requiere una reflexión amplia que evite los desequilibrios, el gasto innecesario, la justicia en la distribución de premios y becas, la valoración real que asegure la estrategia entre esfuerzo y resultados y, sobre todo, teniendo muy claro dónde, cómo y hacia quiénes debe dirigirse la inversión, calculando los riesgos y cuidando evitar agravios comparativos entre deportistas profesionales -que en la práctica de su deporte ganan sumas considerables- y los que no tienen esa posibilidad -pero luego son mirados con lupa en estos eventos-. Eso sí, exigiendo dedicación, responsabilidad y disciplina.

Los Juegos son el mayor y más universal escenario de países, deportes y deportistas, y a ellos se acude a competir con entrega absoluta y no a pensar que, con llegar, está todo hecho. Especial y decepcionante mención a los dos grandes deportes olímpicos: atletismo y natación. En el agua hemos contado con un solo finalista, y en cuanto a nuestros atletas, hemos acabado con 11 diplomas, pero sólo un gran veterano de la marcha rozó la medalla, sin conseguirla. Pobre, muy pobre aportación. Nadie puede sentirse contento de estos resultados, para cuyo viaje no se necesitaban tantas alforjas. El deporte a veces reparte mal sus afectos, pero hay que aprender a competir con otras condiciones mentales.

Los Juegos han terminado. Y empieza otro ciclo, que quizá en ocho años nos lleve el certamen a Madrid. Para entonces habrá que tener otra partitura. En la actual, hay muchas cosas que desafinan.

Juan Manuel Gozalo, periodista. Es el español que más Juegos Olímpicos ha cubierto.