La sangre de Europa

«Curiosa ironía de la naturaleza, capaz de sugerir una imagen de las más alta espiritualidad allí donde se extinguió la llama del espíritu», escribe Thomas Mann en el «Doktor Faustus» cuando el protagonista entrega su alma al Diablo, metáfora del pueblo alemán ante la Segunda Guerra Mundial. Cita aplicable hoy a una Europa empeñada en extinguir la llama del espíritu que la hizo nacer. Porque después de su fracasada Carta Magna, del Brexit (aunque Inglaterra nunca haya participado con corazón de los ideales que forjaron la unión de Europa) y de los actuales repartos de poder en sus organismos e instituciones, se reabren las heridas por las que se ha desangrado en la historia: los nacionalismos y los populismos.

Son muchos los siglos desde Carlomagno en los que las cosechas del Viejo Continente han sido dolor, miedo, hambre, guerra, muerte. Demasiados conflictos bélicos abrasaron sus mieses y desangraron sus pueblos. Hasta que de sus cenizas unos sabios jardineros políticos sembraron la semilla de lo que hoy es un inmenso árbol en el que anidan los distintos pueblos de Europa. Unión Europea, cuyas raíces son la filosofía griega; su tronco y ramas, el Imperio romano, y su savia, el humanismo cristiano. Y, abonada su tierra con la sangre de nuestros soldados, sus frutos son la paz, la libertad y la justicia.

Lamento no coincidir con Guy Sorman, cuando en estas páginas de ABC el pasado 20 de mayo afirmó en «La danza sobre el volcán» que «nuestra Europa es un tratado en papel escrito con tinta y no con sangre». Porque creo que la sangre derramada por nuestros antepasados fue la tinta con la que se pactó y se firmó la Unión Europea. Alianza y unión nacidas de los ideales del humanismo cristiano, con la identidad común como un bien compartido y no como un factor de división y violencia. Por supuesto, descritos con gran acierto por Guy Sorman como «iliberalismo», los nacionalismos y los populismos, a derecha e izquierda, son un mero y totalitario proyecto de odio al otro, y suponen una amenaza actual de la unión de nuestro Viejo Continente. Pero para vencer estos movimientos políticos tampoco estoy de acuerdo cuando infiere que la solución es la valoración de Europa como «producto de la razón y la filosofía de la Ilustración». Porque como Konrad Adenauer postuló en sus «Memorias», en Europa «tras las dos Guerras Mundiales sólo quedó una vía para salvar nuestra libertad política, nuestra libertad personal, nuestra seguridad, nuestra forma de vida desarrollada desde hacía muchos siglos, y que tenía como base un concepto cristiano y humano del mundo: una firme conexión con los pueblos y países que tengan las mismas opiniones que nosotros sobre Estado, Persona, Libertad y Propiedad».

Y no sólo el canciller alemán defiende los valores del cristianismo como alma de la unión de Europa, sino que fue la tesis de los demás padres de la actual Unión Europea, como el presidente del Consejo y ministro de Exteriores de Francia Robert Schuman, el también francés y primer presidente de la Ceca, Jean Monnet, y el ministro de Exteriores de Italia Alcide de Gasperi. No sólo lo financiero unirá Europa en un solo pueblo, sino que Schuman definió en su conocida «Declaración» el principio cristiano de la solidaridad como motor de la economía de una Europa unida. Religioso y secular no son términos opuestos, sino complementarios, reflexionó De Gasperi en sus «Escritos políticos», al conciliar lo espiritual y lo profano en la democracia como una continua creación de Europa. Y Monnet en sus «Memorias» orientó la solidaridad cristiana a la cesión de poder bélico de los países europeos para compartir un mismo destino militar allende fronteras y ambiciones soberanistas que en el pasado arruinaron sociedades, destruyeron pueblos y corrompieron democracias y reinos del Viejo Continente.

El cristianismo revolucionó la ética de Occidente, soñando una sociedad de paz, fraternidad y bien común, por fin lograda con la Unión Europea después de siglos con millones de muertos en trincheras y frentes de combate. Cultura de raíz cristiana y grecorromana que no excluye, sino que acoge a los que llegan a nuestras fronteras compartiendo los ideales de igualdad, justicia, libertad y prosperidad, valores representados en las cruces de las iglesias de los pueblos de Europa, que recuerdan a quien murió perdonando a quienes lo asesinaron, adoctrinó el hermanamiento universal de todos los hombres como hijos de Dios y predicó el bien, la paz y el perdón en una sociedad cuya máxima era la ley del Talión. Sin la savia del cristianismo, el árbol de la Unión de Europa se secará, y sus verdes campos volverán a ser teñidos con las amapolas de la sangre de nuestros jóvenes soldados. Frente a los desafíos actuales, Europa, o es cristiana o no será.

Alberto Gatón Lasheras, sacerdote.

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