La universidad de Castells

Afrontamos el tercer curso universitario de pandemia. Nunca lo hubiéramos imaginado. Los universitarios llenarán las aulas con medidas Covid y los gestores universitarios, nuevamente, volverán al desvelo por una presencialidad segura que les hará muy difícil ocuparse de planificaciones estratégicas. En esta ocasión iniciamos curso con una novedad: dos leyes universitarias que podrían y deberían ser una.

En la universidad los cambios normativos siempre abrieron potentes debates. Espero que en esta ocasión también se produzcan porque es imprescindible escucharlos, de verdad, sin sordinas ni posicionamientos políticamente correctos, con su autocrítica y valorando sus críticas. Una pena que deba suceder con la angustia de una pandemia interminable, el desconcierto ante las dificultades de la juventud española apresada entre dos crisis por encontrar empleo y la incertidumbre de los estudiantes que han vivido una universidad diferente y que saldrán de ella sin conocer la que fue y que probablemente no volverá.

Como dije en diferentes ocasiones en las comparecencias de Castells, el ministro ha ejecutado impasible, tras la caricatura que los tiempos evanescentes en los que vivimos quisieron hacer de él -que aceptó de buen grado a sabiendas de que eso le facilitaba una capa de invisibilidad para cumplir sus objetivos-, una hoja de ruta que varió repentinamente en la cronología anunciada, pero cuyos cambios nunca se debieron a las prioridades que necesitaba una universidad en tiempo de pandemia, ni siquiera la universidad española pre-pandemia a la que no conoce ni ha querido conocer. Siempre es más sencillo ejecutar un plan si se desconoce la realidad sobre la que va a actuar porque desaparecen los remordimientos por los efectos colaterales.

Nunca quiso el ministro ocuparse de las necesidades sobre las que clamaban los rectores para que el sistema universitario funcionara en confinamiento y con duras restricciones para contener el virus. Escondido tras la autonomía universitaria que esgrimía como escudo una y otra vez -la misma que hoy no duda recortar en su proyecto de Losu-, sobrevoló los problemas para dejar solos a los gestores universitarios.

Hoy, tras un aparente diálogo previo, con unos y con otros (seguramente no con todos los necesarios), nos presenta su texto construido de espaldas a esos diálogos en gran medida y, sobre todo, de espaldas a las verdaderas prioridades de las universidades para afrontar sus retos, que son las que debiera tener un gobierno serio para incorporarlas como motor turbo de una imprescindible recuperación nacional.

Como nos anticipaba cuando hablaba o escribía como Castells, no como ministro, nos presenta una ley donde prima la ideología y los prejuicios sobre las bases de construcción del consenso; que huye de la cultura del esfuerzo, el mérito, la capacidad y la excelencia; que entierra en más burocracia y estructura a unas universidades que necesitan soltar lastre para, con agilidad, flexibilidad y adaptación a sus fortalezas, poder trabajar en su modernización, especialización, internacionalización y en formar los mejores equipos para sus funciones docentes, investigadoras y de transferencia.

Es esta una ley que cambia los principios universitarios indiscutibles de la creación y transmisión de conocimiento por internet y Wikipedia; que aspira a dejar las manos libres a unos cuantos que le apoyaron como ministro y que quieren desligarse del sistema español (cuidadosamente borrado del título de la ley y con exclusión del Jefe del Estado de sus competencias) a costa de hacer tambalear al resto del sistema e ignorando a las administraciones autonómicas que son el actor principal para garantizar la financiación de las universidades sobre las que habla la ley para, una vez más, servir el café que han de pagar otros. Nunca ha querido escuchar el ministro, una vez reconvenido en sus veleidades por Hacienda, que se afrontara con carácter previo una revisión de los fondos que las Comunidades Autónomas deben recibir para poder afrontar un buen sistema de financiación.

La ley se ocupa de desgranar obsesiones que poco o nada van a contribuir a mejorar la docencia e investigación, que hacen flaco favor a la lucha de las universitarias durante tantos años, dando la espalda a coordinar de una vez el sistema de ciencia en España en el que las universidades son y deben seguir siendo el elemento esencial.

Cambia el paso de la carrera universitaria para dar una estabilidad a la precariedad con menos garantías y sentando bases para alcanzar el efecto contrario, que se profundice en una precariedad generalizada.

Sustituye el mérito por la arbitrariedad y confunde la revisión de la gobernanza por cambios en quién puede ser rector y su posible elección por un enigmático consejo que se suma al claustro, los consejos de gobierno, el consejo social y un largo etcétera de órganos universitarios. Ignora que además de competencia, profundo conocimiento de la universidad y disponibilidad plena para ocuparse en su mandato las 24 horas del día, los rectores han de ser buenos líderes y gestores, cualidades que no se garantizan por ser el mejor investigador en tu especialidad, porque en estas funciones prima que tenga la suficiente auctoritas para que la comunidad universitaria se sienta representada por ellos y esa no se encuentra ni en las acreditaciones ni en los sexenios.

El sistema universitario español no puede reactivarse de espaldas al marco constitucional ni pervivirá si premiamos o miramos para otro lado a los que fraudulentamente superan las disciplinas, se apropian del trabajo de otros, reciben el apoyo del esfuerzo de la sociedad con un cheque en blanco para hacer lo que quieran. En las sociedades democráticas los derechos no pueden desvincularse de los deberes y la convivencia se asienta en el respeto a unas reglas que obligan a todos. Ello es igualmente aplicable a la Universidad, pero no parece que se perciba con claridad en la proyectada ley de convivencia universitaria.

Es ahora cuando el Ministerio ha puesto las cartas sobre la mesa. Es ahora, con la letra pequeña impresa, y no frente a preguntas de diagnóstico y conversaciones educadas, cuando pueden contraponerse principios, propuestas y modelos. Por el momento, el anteproyecto de Losu ha venido a desmentir los anunciados compromisos ministeriales: No es una ley clara; no es una ley centrada en el principio de neutralidad; no busca el consenso para que perdure en el tiempo; no es de bases y flexible para resolver los retos de nuestras universidades; no respeta la autonomía universitaria; y desatiende lo importante para primar ocurrencias y obsesiones de una izquierda que quiere seguir mirando solo al pasado.

La Universidad necesita apoyo e interés de los poderes públicos. El país necesita una universidad fuerte, ilusionada y proactiva. Pero la universidad no puede convertirse en objeto de asalto ni en laboratorio de enfrentamientos.

María Jesús Moro Almaraz es portavoz de universidades del Grupo Parlamentario Popular en el Congreso de los Diputados.

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